sábado, 3 de diciembre de 2016

Ángela



    Me llamo Ernesto, tengo veintiocho años, y yo mismo me digo que va siendo hora de centrarme y de pensar en mi porvenir.
    Para eso, qué mejor que casarme con la mujer adecuada que supere mi posición. A esta pretensión hay quien la llama pegar braguetazo, y puede que no les falte razón. En todo caso, ya desde pequeño, he tenido las cosas bastante claras: estudiar mucho para trabajar poco de mayor; a poder ser, nada.
    Me hice abogado, una carrera que, según cómo se aplique, raya la indecencia. Con mi flamante licenciatura, me arrimo a gente influyente para apoltronarme en un estamento público o en algún partido. Según allegados, ese destino está al caer.
    Con este objeto, el del braguetazo, frecuento la casa de unos amigos de mi familia; son gente de renombre; con buenas rentas, propiedades y, el cabeza de familia, buen sueldo. Tienen tres hijas, casaderas ya, con formación exquisita: Sobre todo la mayor es bellísima; Elisa, se llama. María, la segunda, no es tan guapa, y la pequeña, Ángela, poco agraciada, pero dotada de una ingenuidad y naturalidad que encandila; no te cansas de hablar con ella, es la que hace el trabajo del hogar. Bueno, he de confesar que al intentar arrimarme a Elisa, me miraba por encima del hombro, con algo parecido al desprecio; y María, casi igual. Eso me dio pie para acercarme a Ángela, yo voy a lo que voy.
    Alguien me sopló de un altercado que tuvo Elisa con su madre, que era la que barandeaba la casa y se enteraba de todo y controlaba… Queda claro que en todas familias hay preferencias.
    —Pero, Elisa, ¿estás tonta, o qué? Despreciar a un pretendiente de esa altura…
    —Que no me gusta mamá, de altura es más bien pequeño y rechoncho, y muy cantamañanas. No y no.
    —Pues no sé a qué aspiras, vas  a cumplir veintiún años, tus amigas están ya todas comprometidas, ya  veo que elegirá a Ángela.
    En realidad Elisa aspiraba a más, por lo menos que el galán fuera de su gusto; había más jóvenes en la ciudad, alguno se le acercaría.
    —Aunque sólo fuera por orgullo, yo no me dejaría quitar ese hombre por una insignificancia como Ángela, luego no te quejes si tu hermana alcanza mejor posición que tú.
    La cosa iba subiendo de tono día a día, la madre no cejaba y tocaba el amor propio de Elisa, hasta que la convenció.
    La plaza que me concedieron en la administración, fue mano de santo para variar el gusto de Elisa sobre mí. Se me ofreció casi en bandeja. Y yo como voy a lo que voy, repito, y no tengo vocación de rechazar semejante prenda, nos comprometimos. Ahora toca el protocolo de petición de mano y demás.
    Como sin darle importancia, le comunico la noticia a Ángela, como en broma, “Voy a formar parte de su familia, Ángela, me caso con Elisa”. Más de dos meses hacía que mientras Ángela bordaba, charlábamos todos días.
    No soy ningún sentimental, pero observé su dolor interno. Se le cayó la labor al suelo,  palideció y casi se desploma también; sin una palabra se retiró deprisa…
    A partir de ese día, Ángela se fue apagando igual que una lamparita que le falta aceite; ante la indiferencia de todos. Se quedó sin fuerzas para llevar la casa, la salud se le escapaba a raudales. “Mal de amores” dijo el médico. Tiene difícil solución, ha de ser ella misma.

                                                                                        Vicente Galdeano Lobera.

    

lunes, 26 de septiembre de 2016

Titulaciones

    Hoy en día cunde entre los jóvenes una ola de titulitis; todos quieren ser universitarios para desembocar en una graduación o más. Y sus progenitores no pierden comba; en cualquier conversación con compañeros de trabajo, de afición o de lo que sea, no es difícil escuchar: Pues mi hijo es “inginiero”, mi hija es catedrática, mi “Rosío” es “dotora en quimicas”; y cosas así. Claro, están en su derecho de presumir de haber dotado de estudios superiores a su prole. Otra cosa es que esos títulos les sirvan para abrirse camino decente en la vida.
    Bueno, también pueden meterse en un partido político y dedicarse a la charlatanería. Pero para eso hay que saber marear la perdiz hablando horas sin decir nada y sin mojarse. Y no todos valen. Pero, como todo, con método, se aprende. Tienen garantizado que, entre la presunción de inocencia y la disciplina y adoctrinamiento del partido, se van a forrar.
    Yo, no tengo ningún problema, después de toda vida trabajando, casi sin acudir a la escuela, el jubilarme ha sido para mí un renacer. Sin darme cuenta, y a una velocidad de vértigo, me he diplomado en ZAFIEDAD y TORPEZA. ¡Qué digo diplomado…! ¡Licenciado soy en estas materias! Sobre todo en METER LA PATA. A este paso espero alcanzar el doctorado de aquí a poco. Estoy admirado de mí mismo y me recreo de mis progresos y avanzo con suma facilidad en mi carrera.
    Si me hubiera dedicado a otra especialidad, seguro que hoy sería un gran sabio. No sé como me las arreglo, sin ninguna intención, tengo arte para entorpecer cualquier reunión y poner en contra mía a todos los asistentes. Últimamente no doy abasto; primero se mosquearon, y con razón, la cúpula de una asociación literaria a la que yo asisto y, cuando pensaba que ya estaba solucionado el asunto, se me pone en mi contra, muy enfadada, nada menos que una joven que barandea el asunto –dama de singular belleza, sólo comparable con su simpatía. ¡Vive dios! Pero es que mi especialidad me fluye sin querer. Y yo, torpe que soy, en vez de sentirme orgulloso de mi licenciatura, me da por pasarlo muy mal, sintiéndome culpable de todo, pero sin saber de qué. Quitándome la poca paz y sosiego y mi inmerecido descanso de la noche para conciliar el sueño.
    De ahora en adelante, cuando sea mayor, voy a poner todo mi empeño en aprender.
                                                                                            
          

            Vicente Galdeano Lobera.  26/809/2016.

lunes, 20 de junio de 2016

Afición de Gonzalo


    Gonzalo Gutiérrez, sentía afición por la literatura; había leído muy poco pero se consideraba un creador nato. Entendía que su trayectoria al servicio de la ciudadanía le avalaba para ser escritor reconocido.
    Su vida laboral consistía, al estar afiliado a un partido, en pasar de un enchufe a un departamento improductivo y viceversa. Además, estaba convencido que el pertenecer a un partido político o a un sindicato (De los que quitaron todos logros conseguidos por los trabajadores) equivalía a una diplomatura. Con que, venga, que es tarde, a escribir experiencias se ha dicho.
    Ahí tenemos a Gonzalo dedicado a emborronar cuartillas con frases hechas, a mencionar lo políticamente correcto, contra el machismo, contra la iglesia; contra el Islam, no; que hay que ser tolerantes, y él lo es, y mucho. La inmigración no se libraba, empleando el estribillo de “vienen a pagarnos las pensiones”, que diría cierto político; todo con una música de fondo que dejaba ver un buenismo y una solidaridad que rebosaba en Gonzalo.
    Presentó una serie de cortos y relatos de este estilo en su círculo de acólitos que lo celebraron y aplaudieron animándole a seguir “contando las verdades del barquero, Gonzalo, diarios de prestigio disputarán tu colaboración”.
    Decidió visitar redacciones de periódicos y alguna editorial, tenía cantado lo de publicar. -Con los temas sociales que comento, se me rifarán- pensaba. Pero los directores de estas entidades, lamentablemente, no eran de su opinión.
    —Pero… Usted ¿De qué va? ¿Pretende que le publique esta sarta de sandeces? ¡Venga, hombre, venga! Como presente esto al director, me echa. –El que hablaba era el adjunto a la dirección de un rotativo local. Le había recomendado a Gonzalo un dirigente político conocido.
    —Pues a los de mi cuerda les encantan mis escritos…
    —Bueno, a cada uno hay que respetarle su terapia. Que funden un diario y que lo publiquen ellos. –El adjunto se cogió la barbilla como pensando, y continuó- Tirando de hemeroteca solo recuerdo bobadas parecidas a cierto dirigente del Cantón de Cartagena que se creía escritor y no pasaba de ser un simple.
    —Oiga, que usted no sabe con quien está hablando. Soy militante del partido mayoritario y, si en las próximas elecciones sale, estoy propuesto para ministro de cultura. –Se explicó Gonzalo en estos términos; estaba dispuesto a echar mano de sus influencias- Puedo perjudicar bastante a su diario, así que usted verá.
    —Como no instauren ustedes un régimen stalinista, la inquisición o algo parecido, ya está visto. Yo no lo publico. Opino que usted, literariamente es una nulidad. Se lo explicaré de otra forma, para que entienda, -continuó el redactor- para escribir no basta atacar, venga a cuento o no, a una religión determinada, para eso hay que ser Voltaire y gastar fina ironía en las frases o, mejor aún, ignorando lo que se desdeña, y lo que usted trae no pasan de ser simples panfletos; además mal redactados.
    Gonzalo había visitado diecisiete redacciones, y en todas le daban calabazas.  Hasta que un día, al llegar a la decimoctava, un altercado en el despacho de cierto editor lo desanimó bastante. Al soltar aquello de “Usted no sabe con quien está hablando…” el director se mosqueó y por poco le arrea candela. Se conformó con avisar para que acompañaran a Gonzalo a la puerta.
    Gonzalo piensa que le conviene acudir a la escuela y perfeccionar su afición. 

Vicente Galdeano Lobera.
.

    

domingo, 10 de abril de 2016

Ni niebla, ni mujer.

   Era un frío día de noviembre de 1925; en los aledaños del cuartel de San Lázaro, junto al puente de Piedra en Zaragoza, se había cebado una niebla que no se veía ni a jurar.
   Ese día se sorteaba a los quintos que un tiempo después se incorporarían al servicio militar. Esa noche, por tanto, los catorce mozos del pueblo habían cenado juntos, para luego deambular por la ciudad bebiendo más de la cuenta a esperar la mañana en la Zona el resultado del sorteo; la península o África.
   Sería las seis y media, de noche aún, decidieron acercarse a la estación del Norte, al bar a tomar algo y de paso estar calientes. Al entrar en los andenes, llegaba un convoy con su locomotora resoplando grandes nubes de vapor; el tren paró con ruidos y estrépito de frenos. Esas nubes de vapor se acentuaron quitando del todo la poca visibilidad que había.
   De entre la niebla surgieron dos figuras de mujer, o una, porque Fermín iba algo beodo. Casi toparon; él, pudo ver la figura de una joven guapísima y elegante tocada con un sombrero sujeto en su barbilla que enmarcaba un rostro con unos ojazos que quitaban el sentido. Parecía una manola sacada de un cuadro.
   —Señorita, alúmbreme el camino con esos luceros que tiene usted en la cara…
   —Creo que va usted suficientemente alumbrado.
  Contestó ella sonriendo, lo que aumentó aún más su hermosura.
   Habían venido ella y otra muchacha, novia de su hermano, al sorteo de este en Zaragoza.
   A Fermín le tocó África, concretamente Ifni. El caso es que medio se comprometió con Elisa, así se llamaba la chica. Elisa era de un pueblo cercano de familia de agricultores que tenían buen pasar. Fermín se salía de contento; encontrar novia guapa y además riquísima. Casi estaba celebrando el braguetazo. Quedaron que se escribirían, y cuando regresara del servicio verían lo que hacían.
   Fermín no sabía escribir; le explicó su situación a un compañero de cuartel.
   —No te preocupes, yo escribiré a tu amada lo que me dictes; no puedes dejar escapar
       a esa prenda.
   —Te lo agradeceré Mariano; a ver si en el ejército aprendo en las clases de
       alfabetización que dan. Pero es que soy muy torpe con las letras.
   Pasaron unos días y Fermín decidió escribir a Elisa.
   —Cuando quieras comenzamos, Fermín ¿Qué le quieres decir a tu novia?
   —Pues no sé, chico; tú entiendes más que yo de esto, tú pon, pon… dile, dile; dile cosicas       dulces, lo que se te ocurra.
   —Bien; y qué más.
   —Pues no sé; dile que cuando nos casemos me voy a pegar la vida padre cuando
       herede las tierras de su familia… No jodas, no pongas eso, que es broma.
   —Qué más añadimos, Fermín.
   —Lo que tú quieras, Mariano; pon, pon, dile, dile; dile cosas majas.
   Siguieron confeccionando la epístola en estos y otros términos parecidos.
   A los días, Elisa recibió carta de Fermín. Decía así:
   Querida Elisa: pues no sé chico; tú entiendes más que yo de estas cosas; tu pon, pon… dile dile, dile cosicas dulces, lo que se te ocurra. Que cuando nos casemos me voy a pegar la vida padre cuando herede las tierras de su familia… ¡No jodas, no pongas eso! Lo que tú quieras, Mariano; pon, pon, dile, dile… Dile que me van a dar permiso y que se prepare, que tengo muchas ganas de mujer. Tú sabrás qué poner más, Mariano, que yo no entiendo de “numeros” ni de letras; pon, pon, dile, dile. Se despide tu novio que te quiere.
Fermín.
   Sobra decir que cuando Fermín fue a ver a su novia, el pueblo le quedó pequeño. Lo corrieron a gorrazos, con zambullida en el pilón incluida. Menos mal que ya era mayo y hacía buen tiempo.
   Por cierto, no encontró ni niebla ni mujer.


Vicente Galdeano Lobera. 

martes, 29 de marzo de 2016

Empleo con pegas.

   El teléfono comenzó a sonar de madrugada.
   —Digaaaa…
   Se oyó en el auricular una voz deformada, pero que apenas disimulaba la burla.
   —Oiga, ¿es aquí “ande” arreglan “becicletas”?
   —¿Bicicletas aquí? ¡Sí, de cojón! Como te agarre, vas a ver tú, ¡Tontarra! ¡Mas que tontarra!
   José Crespillo Gómez había empezado a trabajar en una estación de servicio dos años atrás. Crespillo, no estaba contento del todo, no se acostumbraba a los turnos de mañana, tarde y noche; además del riesgo de los atracos, cada vez más a menudo soportaba gamberradas por teléfono. El pitorreo le enfadaba, se lo llevaban los demonios.
   La gasolinera estaba ubicada en un paraje donde soplaba un cierzo que arrancaba las piedras, y en esa noche acompañado con ráfagas de lluvia.
   Sonó otra vez el teléfono, no lo podía eludir, se oía en la pista como las campanas de su pueblo en fiesta mayor.
   Ahí va otra vez Crespillo a toda marcha, que casi se cae, renegando a contestar.
   Ver al Crespillo correr por la instalación era todo un poema. Era menudo, pero con la cabeza grande, tapada con una visera de hule con orejeras y con bufanda que apenas se le veían sus pequeños ojos. Para colmo, el uniforme se lo habían dado dos tallas grande; y al tener las piernas cortas, producía sensación de que corría un chaquetón sin hombre dentro.
   El teléfono seguía sonando.
   —Ahora se va a enterar este, no conoce bien al hijo de mi madre; -se dijo Crespillo-
descolgó y espetó: ¡Tócame los cojones! ¡Que ya está bien, hombre! –y colgó.
   Se quedó más ancho que alto. Volvió a sonar, pero Crespillo ya no contestó.
   Al rato oyó el pitido del fax, que arrojó una escueta nota:
          “Crespillo:
           De momento, apúntese quince días de empleo y sueldo por contestación  
           improcedente; es una falta grave. Y además, mañana a las once, preséntese en mi     
           despacho, que arreglaremos cuentas”.
   Era su jefe, que le había llamado par darle instrucciones, o más bien para tocar las narices, sobre el camión de distribución que esperaba sobre las cinco de la mañana. 


Vicente Galdeano Lobera.

lunes, 21 de marzo de 2016

Don Paco

    Hay profesiones como la de marino, ferroviario, tratante, también la de titiritero y otras muchas, casi todas, que tienes ocasión de experimentar toda clase de situaciones, incluso algunas buenas; y conoces abundantes lugares distintos. Y también te encuentras con personajes de muy distinto pelaje; algunos merecen ser mencionados en una cuartilla. En las líneas que siguen trataré de retratar a un sujeto que no me dejó indiferente.
    Sobre las ocho de la mañana de un mes de marzo aparqué mi camión en una explanada anexa a un bar-restaurante de carretera con intención de organizarme el trabajo de la jornada y desayunar; había cuatro o cinco camiones, y también algún turismo. Después de ventilar y ordenar la cabina del camión, puse  en regla los papeles correspondientes. Este habitáculo conviene tenerlo bien aseado, nos sirve a los chóferes de oficina, lugar de descanso, salón de lectura y más aplicaciones.
    Junto a la entrada del bar, en sitio bien visible, una furgoneta con tenderete adjunto tenía expuestos para su venta productos de la comarca; sacos de naranjas y tarros de miel. Al estar el aparcamiento al borde de un acantilado de unos cien metros, se divisaba el mar Mediterráneo en todo su esplendor salpicado junto a la orilla de algún peñón, y también de pequeñas embarcaciones de pesca. Se divisaba muy cerca un faro que parecía obsoleto, pero por las noches seguía cumpliendo su función. El panorama divisado recreaba la vista y tranquilizaba la mente.
    Ya dentro del bar, limpio y decorado con muy buen gusto, con abundantes plantas de interior, me acerqué a la barra atendida por una joven veinteañera guapísima que atendía con una sonrisa que aumentaba aún más su hermosura. Había pocos clientes, junto al mostrador tres personas, y en una mesa cerca, cuatro lugareños jugando al dominó. Me sirvieron el desayuno cuando accedió al local el sujeto de marras…
    —“A loz bueno día ceñore ¿Han descansao ustede bien?”
    —¡Hombre! Don Paco, pase, pase, que hay brasero. –Saludó la camarera siempre sonriente.
    El tal don Paco era un individuo de edad indefinida, esmirriado, renegrido y, además, feo y arrugado como el pollo de un buitre; vestía una indumentaria dos tallas grande, anticuada y no muy limpia; tocado con sombrero cordobés, a cada paso se llevaba la mano al ala para saludar, y una gayata colgada del brazo.     —“Póngame uzte un cafelito, por favó”. —Al momento, don Paco… —“Y también la tostaíta, zi no es moleztia.” —Sus deseos son órdenes, don Paco. —“Una copita de anís y un vacito de agua…” —Al momento, señor. Don Paco, después del primer sorbo del café, lo tomaba levantando el dedo meñique, se dirigió nuevamente a la chica: —“Ceñorita, ¿tiene uzté la prenza?” —Sí, don Paco, pero siéntese en una mesa, yo le acerco todo. Don Paco se sentó, y después de dar cuenta con la debida corrección y delicadeza, usando los cubiertos. y todos requerimientos, a su desayuno, abrió el periódico y se pegó  su buena media hora informándose. Se levantó, pagó lo suyo dejando buena propina, y con un, “A la paz de dio, zeñore, que ustedes lo pacen bien y tengan buen día”. Se fue.
    - ¡Caray! Qué anacronismo, por un momento pensé que estábamos en el XIX, exclamé, aunque fuera de lugar, qué exquisitez, qué buenas maneras y qué exceso de buen trato gasta este señor; ni que fuera marqués. Lástima que la pinta no le acompañe.
     Uno de los jugadores de dominó, me desengañó pronto. Dijo, más o menos, que en la república de la casa de don Paco, -empezó a ennumerar contando con los dedos- no trabajaba nadie, a saber: él con el Per, la suegra, viuda de militar, con buena paga; su mujer, se las había arreglado para cobrar pensión por inutilidad; dos hijas medio lelas que tienen, también con paga; el hijo, un malarrasa que cuando no está en la cárcel, está en cursos de rehabilitación cobrando también y, si no, cobrando el paro que dan al salir de la trena; y tienen también un perro que están tramitando a ver si les paga algo el gobierno. En esa casa, se juntan con un monto que es difícil superar por gente normal. ¡Ah! –continuó- Ahora que no nos oye nadie, le diré que de milagro no ha cogido el diario al revés. No sabe leer.
    Ni falta que le hace, pensé.

 Vicente Galdeano Lobera.     

viernes, 18 de marzo de 2016

Dama brava.

   El hombre de la gabardina metió el sobre en el buzón de una mansión de notables dimensiones; y, por las trazas, de gente rica. El sobre iba dirigido a la esposa de cierto hombre de negocios muy influyente. Margarita, así se llamaba la dama, era mujer metida en la cuarentena; pero frescachona y de muy buen ver. A su paso arrancaba suspiros, se sabía deseada y guapa y junto a su elegancia natural, andaba muy segura por la vida.
   El hombre de la gabardina era un fulano, que a fuerza de indisciplina, dejadez, estupidez y vagancia, se había convertido en un fracasado, pero con mala leche. Gimeno, se llamaba.
   Se dedicaba a extorsionar a gente encumbrada con ciertos secretos que sabía de ellos.
Todo con objeto de pillar, claro. En su negocio alguna torta recibía, pero haciendo balance, no le iba mal del todo.
   La gabardina la vestía más que nada para tapar la vestimenta raída, vieja y sucia que gastaba.
   En su juventud tuvo cierto trato con Margarita, y estaba dispuesto a sacar tajada alcahueteando, difamando y, si hace falta, calumniando.
   El sobre dirigido a ella contenía una misiva donde la conminaba a soltar la mosca, o
“usted verá, señora, voy a cantar por peteneras; y quizá a su marido no le entusiasme esa música”.
   Gimeno recibió audiencia enseguida.
   —Pero, vamos a ver, gabardinero, digo… caballero, ¿Qué le va usted a contar a mi marido que él no sepa? ¿Qué me conoció usted de jovencita cuando íbamos por los guateques? ¿Qué era muy propensa a darme el lote con quien me apetecía? Pues nada piojoso, digo… caballero, por mí como si le cuenta que me desfloró y que tengo hijos secretos.
   Gimeno se empezaba a dar cuenta que había topado con hueso; quería argumentar con fuerza, pero la belleza y entereza de esa mujer tumbaba al más templado.
   —Oiga, señora, yo no tolero insultos ni a mi padre…
   —Mire usted, maloliente, digo… caballero, si le digo tontolava, aún le alabo. Lo que le digo no son insultos, sino elogios. Además le propongo que cuando regrese mi marido, ahora está de viaje, yo misma le ayudaré a usted a que le explique lo que tenga que explicarle.
   Gimeno se convenció que sí, que efectivamente, había topado con hueso.
   —Lo que sí le puedo garantizar, mierdecilla, digo… caballero, es que al finalizar el trámite, recibirá usted como pago una buena mano de palos…
   A Gimeno le cambió la color varias veces ante el discurso de la dama; se enfadó, dijo que se acordaría, que de él no se reía nadie, que no sabe usted quien soy yo, que la denunciaría por amenazas…
   —Puede hacer usted lo que quiera… yo también le puedo acusar de tocamientos y de extorsión. Y ahora ¡Fuera de mi vista! ¡Tomasín!
   —Mande usted, señora…
   Acompañe al gabardinero a la santa calle.
   El tal Tomasín era un segurata con pinta de armario que en las convocatorias para madero, lo habían echado para atrás cuatro veces. Esos son los más violentos… No dudó en aplicarle al Gimeno el paso señorito hasta el portalón de la finca.
   —¡Uf! Menos mal que lo he amedrentado. A este no se le ocurre acercarse a mi marido ni en seis kilómetros a la redonda.


Vicente Galdeano Lobera.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Argimiro se deja asesorar.


    Argimiro Vallejo, solterón de cincuenta y tantos, era empleado con sueldo decente, pero su tacañería rayaba lo patológico. Vivía en la ciudad en un quinto piso sin ascensor, casi sin muebles. Dormía en un jergón viejísimo con un colchón de lana que, al no varearlo nunca, hacía cuenta que descansaba sobre una piedra. Eso sí, al estar falto de higiene, estaba bien acompañado de parásitos.
    Al fallecer su madre, se encontró con una notable fortuna. Decidió tirar la casa por la ventana y comprar una cama decente. Ahí tenemos a Argimiro en una gran superficie, en la sección de muebles donde hay de todo y casi nadie atiende. Se había fijado en una cama toda equipada que formaba parte de un decente dormitorio ofertado. Estaba en sus cavilaciones… —Yo con la cama tengo bastante; preguntaré cuánto cuesta.
    —Perdón, caballero, soy Valeria, supervisora del departamento ¿Puedo ayudarle en algo?
    Al volverse, Argimiro, se encontró con unos ojazos oscuros mirándole de frente y una boca sonriente que imaginaba tendría el sabor de las fresas; todo dentro de un rostro color café con leche enmarcado con un flequillo y dos trenzas de colegiala color de la noche que le llegaban hasta el pecho. Vestida de negro con delantal y cofia blanquísimos, calzada con zapatos de medio tacón, portaba un plumero en la mano. Hermosa como el Sol, no pasaría de los treinta años y cincuenta kilos de peso.
    Tardó algo en contestar, quedó embobado con la visión.
    —Pues yo querría saber qué vale esa cama… Acertó a decir.
    —No la vendemos suelta; está ofertada con el resto del dormitorio incluidos las alfombras y los espejos, todo a un precio superespecial.
    —Sí, pero yo con la cama tengo bastante…
    —Ya veo que tiene usted buen gusto; mire, mire, acérquese, toque… -al acercarse Argimiro mientras ella le mostraba las virtudes de la cama, una de sus trenzas rozó la cara de él y comprobó el sedoso tacto y tenue perfume que no sería mejor el del paraíso. Quedó narcotizado asintiendo a todo como un perrillo- Tiene somier de láminas y colchón de primerísima marca; por supuesto que la colcha y las sábanas están incluidas en el precio… Por cierto ¿Cuál es su nombre?
    —Argimiro, para servirla…
    “Y tanto que me vas a servir, so torpe, te voy a sacar hasta las entretelas”. Valeria se sabía hembra capaz de torcer voluntades, y más a un tarugo pequeño y feo como Argimiro. Había olfateado no solo su desaseo, sin también su dinero. Ella se encargaría de hacer fluir ese caudal.
    Había pasado año y medio, al principio fue todo  bien entre ellos, si exceptuamos las dos bofetadas que recibió Argimiro al intentar acariciarle las trenzas, cuando Valeria acudió a su casa para asesorarle… —¡Puerco! ¡Para acercarse a mí, necesita usted un baño y ropa limpia! ¡Y dé gracias que no le denuncie! Le espetó.
    Vendió el piso y compró otro nuevo equipado con cierto lujo, Y con garaje para el coche de Valeria. Por supuesto que se casó con ella; si no, no se dejaba ni tocar, –a mi cama se llega pasando por la vicaría, señor.
    Al ser extranjera se acogió a la reagrupación familiar, trayendo a España a sus dos hijos, y también “a mis papás, que harán de canguro”. Para afianzarse económicamente, Valeria había tenido una niña con Argimiro.
    Un hombre joven y bien plantado acudía demasiado al domicilio y, a veces, se quedaba a dormir. “Un familiar de allá de Nicaragua, que necesita apoyo”.
    Argimiro pensaba en el drástico cambio experimentado en su vida desde que se le ocurrió cambiar de cama. De su soledad antes, ahora en casa con el perro, eran nueve. Y sólo trabajaba él.

 Vicente Galdeano Lobera.


miércoles, 17 de febrero de 2016

Concepto de justicia.

    Descolgué el teléfono; era María, al escuchar su voz noté cierta intranquilidad, angustia… -Visto lo acontecido, no esperaba menos- Me comunicaba que en dos meses podía regresar a casa con nosotros, sobre todo junto a Lucas, su hijo. Hacía ocho años que no lo veía.
    Traté de tranquilizarla.
    —Ya ha pasado todo, María, no tienes nada que temer; pronto estarás con nosotros.
    Te queremos.
    —Gracias, papá, pero aquí la justicia es muy distinta que en España, lo he 
    comprobado de primera mano, me cayeron varios años de prisión. No se andan con
    tonterías.
    María se había casado con un extranjero no muy convencida “total si luego no me va, me separo y me paga”, pensó. Y se fue con  su marido a su país a vivir. A los tres años se divorció, como preveía. En ese lapso nació Lucas. Ella decide regresar a España con su hijo, sin hacer caso a su ex que le advirtió que no se llevara al hijo, que “es menor”.
La denunció por secuestro. María se le rió en su cara y marchó con su hijo a España.
   Regresó a EEUU ella sola para tramitar la pensión que le había de conceder su exmarido, y las autoridades le retiraron el pasaporte. A María le entró pánico y huyó; la declararon en búsqueda y captura. Pudo comprobar que allí buscan y capturan. Y sentencian. La condenaron a catorce años de cárcel. María pensaba, que en cuestión de pareja, por ahí afuera era como en España, que en la boda todo es arroz, y al separarse, todo “pa ella”.
Lo pagó caro. La acusaron de secuestro y desacato a la autoridad. A la persona. No por ser mujer u hombre.
    Le acortaron la pena; aun así cumplió sus buenos ocho años de prisión. En ese lapso, tuvo tiempo de recapacitar sobre el concepto de justicia tan distinto del español.
    Piensa poner una serie de recursos para que la eximan de todo cargo y le limpien el expediente, pero desde España. Por si acaso.
   

Vicente Galdeano Lobera. 


lunes, 1 de febrero de 2016

Avaricia sin provecho.

    Miraste por el ojo de la cerradura, más te valía no haber visto nada; te convenciste que la decepción es mal negocio. De los peores.
    Conociste al señor Guillermo como pobre oficial en una esquina de una calle de Zaragoza. Pedía “una limosna por el amor de Dios, caballero, linda señora, gentil señorita…” rezumaba educación y buenas maneras; también rezumaba desaseo y algo de mal olor. En parte a que vestía siempre los mismos harapos. De edad indefinida, parecía haber nacido ya viejo, aunque mirándolo bien no pasaba de los cincuenta.
-        Señor Guillermo, le propongo a usted se venga conmigo y le facilito techo y manutención a cambio de vigilancia y pequeños trabajos en una finca que dispongo en Albalate. ¿Qué me responde?
-        Gracias por su ofrecimiento, buen señor, pero lo tendré que reconsiderar; uno está acostumbrado a esto, que es malvivir. Le contestaré a usted el sábado.

    Heredaste de la familia una finca de varias hectáreas con casona del XIX y almacenes; y una antigua vivienda para el encargado. Habías obrado y disponía de cierta comodidad: baño, cocina, lavadora, mobiliario…
    Te contestó que en parte sí, que le interesaba. Pero no a tiempo completo, sólo estaría tres días de la semana; el resto quería estar en la ciudad, en su esquina de siempre. Y que tendría que llevarlo y traerlo, o pagarle el autobús.
    -     De acuerdo, señor Guillermo. Lo primero que hará es asearse; yo le facilitaré atuendo y ropa     blanca decente; después a la peluquería.
          
    Al señor Guillermo esta proposición le sonó como si le fueran a restar identidad; en fin, aceptó. Los harapos los guardó en una de las bolsas mugrientas que le acompañaban siempre.
    Cuando volvía a su esquina con sus bolsas sucias, vestía otra vez la ropa de pordiosero.
-        ¡Papá! El señor Guillermo es muy rico, amontona billetes gordos y joyas; lo he visto yo.
    Era tu hijito de siete años el que te avisó.
    Efectivamente, lo viste con tus ojos –la puerta tenía una cerradura casi como una gatera-, tenía apilados en la mesa varios montones de dinero y oro. Disfrutaba así, contándolo y viviendo miserablemente.
    Prescindiste de sus servicios.


Vicente Galdeano Lobera.

martes, 26 de enero de 2016

Breve escaparate de sonrisas


    ¿De qué color es una sonrisa? Pues depende bastante del estado de ánimo del receptor y también de quien la emite. Se han de contemplar asimismo algunas variantes: si la sonrisa es franca, forzada, amistosa, si promete algo… Incluso hay sonrisas que preceden a muy crueles castigos.
    Para colorear la risa haríamos corto con todos tonos del Arco Iris y de la Madre Naturaleza; cada persona, según su cristal de mirar, la verá distinta.
    Por ejemplo, los matices de la sonrisa de un niño de seis meses, para mí serían de un blanco inmaculado con ribetes dorados; lo mismo que pondría tonalidad de un verde esperanza si la que me sonríe es una mujer hermosa. Pero… ¡Cuidado! Hay que calibrar si esa risa conlleva burla o, lo que es peor, conmiseración. Conviene, por tanto, estar atento. Si la sonrisa es de una madre, pintándola con los colores cálidos del verano, estoy seguro de no errar.
    Punto y aparte merece la sonrisa de cualquier político; no me equivocaré si le pongo el color más sombrío de los que emplean en las covachas de las sectas. Un morado oscuro muy apagado sirve bien. Y si está en campaña electoral, le añadiría crespones negros.
    Por supuesto que hay muchas más sonrisas; se podrían añadir la de un futbolista, la de un excursionista, un bombero, un mariscal, un peón sin especializar… La de un cantamañanas también es digna de tener en cuenta.
    Y así cada uno, según su albedrío, le aplicaría a cada cual la tonalidad más adecuada.

 Vicente Galdeano Lobera.


viernes, 8 de enero de 2016

La primavera, desnuda el sentir del mayoral.

   Está claro que un día de primavera, afecta a los instintos de los seres vivos; desnuda sentimientos que a veces conducen a impulsos que hacen perder el miedo al guardia de la viña.
    Una cosa así, más o menos, debió pasar por la mente de don Aurelio Biscarrués  Lacal, mayoral de ganado descarriado, cuando topó, allá por las alturas del Pirineo, donde no transita ni dios, con dos hermosas damas que formaban parte de una panda de excursionistas que descansaban en un carasol.
    Iba don Aurelio atento a sus quehaceres y cavilaciones…
    —¡¡Riiaarriaaarriiaaariiiaaarriiaaaaa…!! ¡Cagüenlaaaa! ¡Luceraaaa! ¡Pardalaaa! ¡Pequeñaaaa! ¡Sinforosaaaa! ¡Vengan toas pa bajo, cagonrriau! ¡Como tenga que subir, probarán la garrota!
    Las reses remoloneaban sonando sus cencerros, pero obedecían algo al pastor.
    —¡Y usted, Julián, vaya pronto y haga bajar a las vacas; si no, cobrará también!
    Julián era un perro sin raza conocida, pero más agudo que el hambre. Al escuchar el aviso del amo, partió como una centella a cumplir su mandato.
    —A los buenos días, señores… -acertó a decir el mayoral cuando vio al grupo; y desapareció.
    La estampa que ofrecía don Aurelio era para enmarcar. Era enjuto y desgarbado, de tez renegrida y arrugada; siendo delgado, tenía la cintura ancha, y vestía unos pantalones que le quedaban cortos, dejando ver unas deportivas que en su día serían blancas. Tocado con visera roja de propaganda, en una oreja lucía pendiente, que junto a unos prismáticos que le colgaban, le sentaba todo como a un santo dos pistolas. Parecía viejo de nacimiento; o de afición. Pero observándolo, no llegaba a los cincuenta.
    Mirando al hombre, uno añora en su niñez, la vestimenta tan distinta de los pastores, con su zurrón, gorra, tabardo y botas; todo de piel.
    Al emprender la marcha los excursionistas, las jóvenes se quedaron rezagadas, lo que impulsó a don Aurelio a salir de su escondite desde donde las observaba, y acercarse a ellas a ofrecer ayuda. Hacía meses que no veía mujer.
    Perdón, damiselas, yo les puedo indicar cómo se anda por estos riscos, y también les puedo ayudar, que las rocas mojadas esbarizan y son peligrosas.
    Sorpresa y susto se llevaron las chicas; no necesitaban ayuda, eran ágiles y ligeras como gacelas.
    No es necesario, señor, nos valemos solas.
    ¡Pero, hombre! ¡Que no hay que bajar así! ¡Se van a matar! –don Aurelio quería, a toda costa, pegar hebra- ¡Han de agarrarse bien y bajar siempre de cara! ¡ Además se les va a hacer tarde, cuando regresen yo estaré por aquí! Les ofrezco mi cabaña para pasar la noche; hay fuego y viandas de sobra…
     Buenaaaas… Me presento, soy Morales –era el padre las chicas, que acudía a ver qué pasaba- ¿Cuál es su gracia?
Al mayoral le fastidió sobremanera encontrarse con el padre. Le impulsó un no sé qué el salir de su escondite y hablar a las damas.
    Pues soy don Aurelio Biscarrués Lacal, mayoral, para servir a Dios y a ustedes.
    Encantado, Aurelio…
    Don Aurelio, si no le importa. –El pastor sabía darse su pompa.
    Bien, don Aurelio, me ha sorprendido que trata de usted al ganado, al perro, a todo lo que se menea; si no es mucho preguntar ¿Hay alguna razón mayor? ¿Le obedecen más con el tratamiento?
Aurelio, se rascó un poco la barba mal afeitada, y miró al cielo como si sacara cuentas.
    —Señor Morales, resulta que uno, en su genealogía, desciende de muy alta alcurnia…
    —Ya lo veo, ya, don Aurelio…
    —Y tengo muy a bien, tratar a todos seres con el debido respeto. Aunque sean
    bestias. Total, los garrotazos los notan igual.
    Morales no esperaba ese razonamiento del pastor, el fulano tenía su filosofía.
    —Don Aurelio, tiene usted palabras dignas de imprimir. En otra ocasión me gustaría
    conversar con usted con tiempo.
    A su disposición, señor Morales; por estos andurriales, mientras no haya nieve, me  encontrará siempre.
    A Aurelio, aparte de buenas palabras, le quedó claro que Morales le chafó su plan con las damas. Se las prometía muy felices asesorándolas en su reino de las montañas.     
  
Vicente Galdeano Lobera