sábado, 29 de diciembre de 2018

Efusividad


   El teléfono comenzó a sonar de madrugada, don Evaristo se removió en su camastro y pensaba que el timbrazo formaba parte de sus ensueños; imaginaba que llamaba Manolita, bella farmacéutica por la que bebía los vientos.
   Don Evaristo, de sesenta y muchos años mal llevados, calvo y bastante talludo, no tenía sentido del ridículo; no veía impedimento para enamorar a una beldad treinta años más joven. Lo malo es que Manolita no compartía su opinión; sólo veía en don Evaristo a un viejo verde que, ya desde lejos, le producía náuseas. Don Evaristo adivinaba en esta actitud de ella, grandes muestras de honestidad y recato.
   Estaba don Evaristo en brazos de Morfeo con estas consideraciones cuando sonó otra vez el teléfono. Se dio cuenta que a esas horas no llamaba Manolita; es más, no había llamado nunca.
   —Digaaaa…
   —Buenas, soy Damián, -oyó Evaristo en el auricular- y quería hablar con don Evaristo.
   —Soy yo. Pero… ¡¿y qué narices quiere usted a estas horas?! ¡Son las tres de la mañana! ¿No será pitorreo? –Contestó mosqueado.
   —No es pitorreo. Trabajo de noche y llamaba por lo del anuncio.
   —Ah…, sí, sí; aquí es. Ahora mismo le doy detalles. -Don Evaristo se espabiló de pronto. Había anunciado la venta de una casa en el pueblo en estado de ruina, barruntando que el consistorio le obligaría a derribarla. Vendiéndola se quitaba el problema de encima.
   —Mire, Damián; tiene usted ocasión de hacer una adquisición inmejorable. –Don Evaristo olvidó sus ensoñaciones rápidamente, y estaba dispuesto a explayarse dando toda clase de información del  inmueble haciendo bueno el dicho: “El ojo del amo, engorda al caballo”.
   —Oiga, espere, yo sólo quería decirle… -argumentó el llamador.
   —Nada, hombre; déjeme explicarme, que por informar no cobro; al menos de momento. –Don Evaristo quería quitarse la propiedad como fuera- La casa está en un emplazamiento ideal, junto a las escuelas y el dispensario médico; muy cerca está la plaza Mayor con su iglesia renacentista; también están cerca el lavadero y abrevadero declarados ambos Bien de Interés Cultural…
   —Sí, pero yo quería avisarle… -intentó, sin éxito, meter baza Damián.
   — ¡No se preocupe, ya me avisará, hombre! Como le decía, la casa con cuatro arreglos, quedará convertida en una gran mansión; o, si lo prefiere, en un buen establecimiento hostelero. Incluso un museo cabe allí; tiene bodegas, establo, pozo manantial... Ah, y tiene un pasadizo secreto con  comunicación directa al barrio judío -Don Evaristo derrochaba explicaciones que nadie le pedía- Por el precio no se preocupe, la vendo barata; por ser usted con noventa mil euros de nada, la hace suya.
   — ¡Por Dios, señor, permítame expresarme…! -Consiguió por fin decir Damián.
   —Diga, diga, Damián ¿Qué le parece la oferta?
   — ¡Llamaba para avisarle de que no; que yo no se la compro. Haciéndole saber que la casa tiene un candidato menos! –Colgó.
   El clic del auricular le sonó a don Evaristo, como si Manolita le aplicara un pescozón zanjando su supuesto amorío.
  
    

 Vicente Galdeano Lobera.

     

jueves, 29 de noviembre de 2018

Consejero valiente




   La primera vez que la vi, pensé… ¡Caray! ¡Esta mujer para ser bruja, sólo necesita la escoba! Después, reconsiderando, comprendí que no precisaba complemento alguno para alcanzar ese grado.
   La trajo don Óscar a la tertulia semanal del Centro Cívico; “Esta dama es Ofelia, mujer emprendedora donde las haya, muy trabajadora y de alta alcurnia, con la que pretendo, si ella lo tiene a bien, pasar el resto de mis días”. Amén, pensé, no le alabo el gusto, don Óscar. Alguna risita ahogada se oyó entre la concurrencia pero don Óscar, entisiasmado, no la oyó. 
   Don Óscar había enviudado años atrás y nada más enterrar a su santa esposa, se puso a buscar novia.
   Pensaba que con su situación desahogada se lo iban a rifar las féminas. Compró un gran automóvil y se paseaba despacio por zonas veraniegas para impresionar a las mujeres. Tuvo relativo éxito; había conseguido una colección de callos, digo de novias, de distintos tamaños, semblantes y caracteres; pero todas horribles; Ofelia se llevaba la palma, era la vigésimo sexta. Además; si se hubieran puesto de acuerdo él y las ínclitas, hubieran muy bien incrementado sus ingresos montando un museo de terror.
   Claro, don Óscar tampoco era un adonis; con setenta años mal llevados, a primera impresión daba el pego, pero enseguida agotaba su repertorio de agudezas para dar paso a toda clase de manías avarientas de viejo. Ellas, aun siendo feas, no lo aguantaban. Don Óscar me habló confidencialmente.
   —Oiga, señor ¿Usted dónde ve el fallo de mi conducta? Las mujeres conque emparejo me abandonan enseguida. Algunas ni una semana duran…
   El hombre me había cogido confianza y sinceramente pedía consejo. —De hombre a hombre, continuó,  ¿Qué me aconseja?
   Adivinaba que iba a consultarme; yo tenía la respuesta preparada.
   —Don Óscar, tengo la solución para su caso ¿Tiene usted espejo en casa?
   Don Oscar me miró con recelo; quizá pensaba que me pitorreaba.
    ¿Espejo? Pues claro que tengo espejo, señor. En el baño hay uno…
—No, no, no, no… Ese no me vale; tiene que ser un espejo mural, que ocupe toda pared y, a poder ser, complementado con otro en ángulo de noventa grados; y con iluminación adecuada.
—Lo puedo mandar instalar, contestó, pero no veo en eso ninguna solución.
    ¡Sí, hombre, sí; señor mío! Usted cada mañana, hágame caso, se pone delante de sus espejos y mira la figura que le devuelven, sin acritud; pero, sobretodo, sin mucha benevolencia. Verá cómo sus espejos le indicarán con certeza el límite de sus aspiraciones.
   Algún tiempo después, don Óscar me confesó que quedó un poco mosqueado; pero que decidió seguir a rajatabla mi consejo.
   Vino a decirme: “La estampa del espejo  -una imagen vale más que mil palabras-, me aconsejó que dejara de hacer payasadas, me comportara con arreglo a mi edad y que abandonara mi avaricia; sólo así, quizá lograra algo parecido a una compañía aceptable”.


Vicente Galdeano Lobera 


domingo, 28 de octubre de 2018

Burla llevadera (Basado en "Las joyas", de Guy Maupassant)





   Me llamo Hollande, y a mis sesenta años mal llevados, me enamoré como un colegial de Marie, veinteañera de hechuras de muñeca, poseedora de un rostro moreno claro que guardaba unos ojos color marrón aterciopelado, bordeados de largas pestañas y unos labios gruesos que al sonreír enseñaban una hilera de dientes blanquísimos con alguna imperfección que le añadían encanto. Todo enmarcado con abundantes cabellos oscuros primorosamente recogidos que al soltarlos se adivinaba que la cubrían hasta su cintura.
   “Soy casada, señor”, espetó al abordarla; lo dijo con un sí, pero no que invitaba al asedio. Descubrí su punto flaco: las joyas. “Conmigo tendrá usted las que quiera, además de dinero, claro”. “No sé si debo… no puedo, señor, usted es casado también”, argumentó.
   —Por usted, bellísima dama, me divorciaré y me convertiré en su esclavo.
   Su marido, llamado Lantín, era joven, tan feo como yo y de una vulgaridad atroz; funcionario con escaso sueldo. No entiendo a las mujeres, con tal de casarse no seleccionan; y más siendo tan linda.
   Intimamos. Pude comprobar que Marie, además de bella, era pudorosa con un encanto que parecía reflejo de su alma. Envidiado, disfruté y presumí de su compañía en el París de noche. Jamás me sentí más feliz.
    ¡Oh, Hollande! ¡Qué dirá mi marido, estas joyas valen una fortuna! –Marie estaba inquieta.
—Tragará, dile de que son falsas; te creerá a pies juntillas.
   Plenos de dicha Marie y yo, surgió un imprevisto: una enfermedad la llevó a la tumba en pocos días. Lo pasé muy mal; todas mis ilusiones rotas; en poco tiempo.
   A las semanas, volviendo a la rutina, reconsideré y me dí cuenta que había invertido mucho dinero en cortejar. Sentía un resquemor que me mortificaba de manera increíble. Pensaba en qué haría el simple del marido con aquella fortuna. Seguro que no sabría manejarla. Me propuse recuperarla; por lo menos las joyas.
   Lantín recibió una nota:
   Señor, reciba mi más sentido pésame por la muerte de Marie; sé que lo ha sentido mucho y también que ella le hizo a usted muy feliz. Supongo que habrá descubierto el equívoco de las joyas, usted siempre pensó que eran falsas. Voy directo al asunto; tiene usted que devolverme todas y cada una de las alhajas; invertí en mi felicidad y mi felicidad se ha ido. Puedo documentarle que su esposa tenía planeado divorciarse para casarse conmigo. En diez días, el veintitrés de los corrientes, pasaré por su domicilio y zanjaremos la cuestión. Le recomiendo facilite la gestión sin impedimentos. Caso contrario lo pasará usted mal, muy mal. En la jerarquía del estado ocupo un puesto alto.
   El día señalado, el mandatario, discretamente escoltado se presentó en la casa. Al llegar un cartel anunciaba: Pasen sin llamar. En la casa vacía, destacaba un sobre “Para su excelencia”.
   Excelencia:
   Muchas gracias por el margen de tiempo que generosamente me ha dado para el asunto de marras. Cuando lea esta nota, yo estaré lejos, muy lejos. Soy consciente de que he sido burlado,  pero con la fortuna conseguida, es llevadera esa burla; y más donde nadie me conoce.
   Si su excelencia lo tiene a bien, écheme un galgo.
                                                                                                                                           Lantín.

 Vicente Galdeano Lobera.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Manejos sucios







   Escuché un ruido y me escondí en el armario; por si acaso. Hice bien, al momento escuché la voz del nuevo alcalde acompañado del propietario del almacén, un rico constructor local. “¡Qué manejos tramarán éstos! Seguro que nada bueno”, pensé.
   Como antiguo empleado,  tenía llave y entré a tomar “prestada” alguna herramienta. Me vino justo para esconderme. Creyendo que estaban solos, hablaron coloquialmente.
   —Lo dicho, el diez por ciento para mí, Haremos el paripé de concurso a sobre cerrado, pero ya sabes que tienes la concesión de todas obras; para toda legislatura.
   Perplejo, al constructor le parecía excesivo el porcentaje. Le hizo saber al edil que su antecesor se conformaba con el tres por ciento.
   —Es que todo sube; ten en cuenta que la reposición de contenedores de basura y reciclaje la harás tú también…
   —Pero si los pusimos nuevos el pasado año…, razonó el albañil.
   —Tranquilo. Pueden sufrir incendio, que está muy de moda. Y el Carrascal, cuando vengan los calores, es probable que alguna tormenta lo queme también. La madera la explotarás tú. Y quizá sufra recalificación; supongo que no te agradará ver construir a otros. Esto es lo que hay –continuó-
Si no te interesa, hay otros deseando…
   El alcalde empleaba argumentos muy difíciles de rebatir. Los dos hombres perfilaron flecos y el asunto quedó zanjado. Se fueron.
   ¡Uf…! Respiré. Por poco me da algo. Al principio no me apercibí, pero al aclimatarse mi visión a la penumbra del armario empotrado, vi una rata muerta. No me senté encima de milagro. Salí pitando; sin afanar nada.
  Recordé parte del discurso de investidura del mandatario días atrás:
   ¡Compañeros y compañeras! Gracias por elegirme; habéis procurado una bocanada de aire nuevo a la población, cabecera de una fértil comarca que va a ser gobernada en nombre del pueblo, y el pueblo soberano nunca se equivoca. El equipo del ayuntamiento con su alcalde a la cabeza, seremos íntegros. En nuestro vocabulario eliminaremos la palabra robo; con buena intención podremos meter la pata; pero nunca la mano. ¡La comarca en poco tiempo no la conocerá ni la madre que la parió! ¡Ya está bien de chupar siempre los mismos! ¡Ahora nos toca a nosotros, al pueblo! ¡Viva la libertad!
   —No eres el más indicado para denunciar –me explicaron-, estabas fuera de juego y el juez no lo admitirá a trámite.


 Vicente Galdeano Lobera.

  

sábado, 18 de agosto de 2018

Exceso de eficacia




   Observando a una persona en su trabajo, se puede deducir pronto si su carácter es ardiente, pasivo, problemático… Incluso señala muy bien la vagancia.
   En Ireneo Casparrilla, mirando su semblante tirando a despabilado, con ojos vivarachos y su rostro apuntando siempre una sonrisa franca, en conjunto ofrecía siempre una imagen de bonachón con inquietud constante de hacer bien su trabajo.
   Ireneo, de treinta años, empezó a trabajar hacía dos en una empresa de servicios; su cometido abarcaba desde la limpieza, mantenimiento de instalaciones, también conducía el camión de reparto, atendía a proveedores, y aún le sobraba tiempo. La dirección lo valoraba bien; Ireneo estaba satisfecho con su ocupación.
   Viernes a media tarde, los jefes se habían marchado, a Ireneo le quedaban tres horas y no sabía estar parado. Vio en el aparcamiento, sólo el toro para descargar camiones; pensó que no le vendría mal repintar las delimitaciones, y más teniendo un gran cubo de pintura que habían dejado los de Obras Públicas en el almacén.
   Puso manos a la obra y con la máquina limpió toda el área y comenzó a pintar sobre las líneas que casi no se veían. La pintura era buena, se secaba y se endurecía enseguida.
Estaba contemplando su obra terminada, cuando un mozo le avisó:
    ¡Ireneoo…! ¡Hay un camión en el muelle! ¿Lo descargas o le digo al chofer que para el lunes?
    Voy enseguida, en veinte minutos lo descargo… -Seguro que me dará buena propina, pensó.
   Salió disparado con la máquina haciendo virajes sobre las líneas ya secas del parking a descargar el camión.
   El lunes, sobre media mañana le avisaron:
—Ireneo, te llama el jefe…
—Voy rápidamente, -seguro que es para felicitarme y en la nómina contaré con un   
   buen incremento económico, imaginó. Tocó con los nudillos en la puerta del despacho.
   —Pase, pase, Casparrilla, y siéntese, buenos días.
   —Buenos días, don Justo, usted dirá.
   —Bien, Casparrilla; veo que han limpiado y repintado el estacionamiento, que
   buena falta le hacía ¿Ha sido usted el artífice?
   Sí, señor, sí; como me sobraba tiempo y había pintura, lo hice en un rato.
   —Pues muchas gracias Casparrilla, es usted un fenómeno. –Don Justo se quitó las gafas y repantingado en su asiento comenzó a limpiarlas- Sólo una pregunta: ¿Abraza usted alguna costumbre hebrea o musulmana?
   Ireneo no sabía a qué venía eso; se mostró inquieto.
—No, señor, no; no tengo mucha devoción pero soy católico.
—Lo digo por la señal que ha dejado por encima de las plazas; para ser la firma del artista, la veo muy amplia…
   Ireneo cambió de color, sabía de sobra que cuando don Justo gastaba ironía, el chaparrón no tardaba en llegar. Cayó en la cuenta de que al terminar de pintar al salir con el toro a descargar, volcó el cubo de pintura salpicando distintos puntos y con las ruedas trazó unas cuantas curvas discontinuas que, en efecto, parecían caracteres musulmanes.
    ¡Casparrilla! ¡Mañana cuando venga, quiero ver el aparcamiento en estado de revista! -Don Justo, bajó la mirada a sus papeles dando por terminada la entrevista.

 Vicente Galdeano Lobera.


  

sábado, 7 de julio de 2018

Inventor cuentista




    La chica, al servir  mi cena, se acercó y demoró más de lo necesario rozando sus caderas con mi brazo. 
¡Uf…! ¡Demasiado! El miedo guarda la viña; pero a mis sesenta y tantos mal llevados, confieso que se me levantó el ánimo. A gusto la hubiera sentado en mis rodillas si no temiera las bofetadas  consiguientes.
    Clarisa es mujer joven, gentil y delicada, parece que estás viendo una santa hermosa de las que pintan en los altares; tiene tez tostada que encierra unos ojos marrones y una boca de ensueño todo enmarcado con abundantes cabellos oscuros largos hasta su cintura, bien sujetos con horquillas que no estorban para contemplar su extraordinaria belleza; de estatura normal y medidas adecuadas, rondará la treintena. Ejerce de camarera en un bar de ruta con buen aparcamiento para camiones, donde suelo cenar a menudo, según mi itinerario.
    Observé pronto que Clarisa me enviaba mensajes en lenguaje universal: la mirada. Este idioma lo entienden todos, excepto los muy solemnes y los tontos de capirote…, bueno, quizá algunos más. No me quedó más remedio que tomar la iniciativa. Hubiera sido pecado gordo ignorarla. Armonizamos, era comunicativa.
    —Siéntese a cenar conmigo, prenda, la invito –solté con naturalidad-; hablaremos de lo que usted quiera, Yo, hasta mañana no tengo prisa.
    —No puedo, señor, lo tenemos prohibido…
    Lo dijo tan sonriente, que parecía afirmar.
    —Pero, si ya no hay nadie…
    —Sí, sí; no crea, las paredes oyen.
    Me dijo también que estaba harta de escuchar indecencias y proposiciones de clientes. “Por eso me figuro que ha equivocado usted el oficio”, añadió.
    Sentado junto al camión fumando antes de acostarme, veo salir a la bella; terminada su jornada, partía para casa.
    —Clarisa… ¿Acepta una cerveza heladita en mi compañía?
    Pasado el sobresalto, no me había visto, se sentó a mi lado. Y pude aspirar toda su fragancia de mujer joven. Hablamos; “en casa me espera no se si marido o verdugo. Hago cuenta que entro en un calabozo”.
    Deduje que Clarisa estaba huérfana de caricias, de palabras bonitas… también de conversación; adiviné que suplía esas y otras carencias con placer solitario.
    —Usted, como leedor, seguro que sabrá algún cuento; cuénteme uno…
    —Pues no, Clarisa, no sé ninguno… pero lo inventaré para usted ¿Se enfadará si es subido de tono?
    —No, no me enfadaré… soy toda oídos.
    —Allá va: “Hace muchos, muchos años, cuando reinaba Carolo, don Gaspar Fiereza, alguacil enclenque y contrahecho, conoció en una mancebía a Domitila, bellísima joven –no tanto como usted- rubia y encantadora como un hada que no se sabe cómo fue a parar allí. Las malas lenguas aseveran que por su excesiva afición a los hombres y por tener pasar holgado. Don Gaspar se encaprichó y propuso matrimonio a Domitila. Ella accedió encantada; iba a subir grado en la sociedad.
    Desde los comienzos de la nueva andadura se vislumbraba desastre; don Gaspar, con semejante señora se veía más atado que un gato con un menudo; no cumplimentaba. Domitila con veinte años cada vez más en sazón, la solicitaban varios moscones; ella, sobre todo a los de alcurnia, no los espantaba. Entre esta cofradía conoció a don Gil de Andrade, noble elegante con merecida fama de mujeriego y algo borracho. En sus conquistas había mozas, casadas, sirvientas… incluso monjas. Domitila se aficionó en demasía a don Gil; este hombre resultó ser un garañón potente, en cada encuentro yogaban hasta cuatro veces. Quedaba ella jadeante y muy feliz y muy cumplida. Y él igual; pero tan sin fuerzas que, ida ella, se quedaba buen rato en cama restituyéndose con vino, tostadas y miel.
    El celoso alguacil comenzó a sospechar que su santa esposa tenía algún enjuague; porque a menudo le  encontraba amoratados brazos y muslos, amén de mordiscos en el cuello de los que se suelen cobrar en  batallas de cama, que no recordaba habérselos dado nunca, ni las medidas de los dientes eran suyas.
    Don Gil, al poco apareció cosido a estocadas en un callejón oscuro; Tenía su espada empuñada; extraño detalle, y más teniendo todos pinchazos por la espalda. “Venganza de maridos burlados”, dijeron.
    Domitila, viendo las orejas al lobo, puso pies en polvorosa acompañada de otro apuesto galán. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”.  — ¿Le ha gustado? “¡Oh, sí… muchísimo! Tendrá que decirme uno cada vez que estemos juntos”.
    Sí, noté que sí le había gustado. Una historia contada entre sábanas recién planchadas para juntarse es tan efectiva como las más sabias caricias. Bueno, faltó lo de las sábanas… Continuará; eso espero.

    Vicente Galdeano Lobera..
   
   
   
   

lunes, 25 de junio de 2018

Hipótesis histórica


    

    — ¡Pardiez! ¡Por las barbas bermejas del demonio! ¡Con menos motivo he mandado apalear y encerrar en fría mazmorra a otros! Podéis agradecer que recuerde que me salvasteis la vida.
    Quien así tronaba era un personajillo de siete palmos de alzada que no coincidía su vozarrón con su estampa contrahecha; era todo un poema verlo pasear airado, con ropas de calidad y lujosas botas altas vueltas en las ingles –tenía las piernas cortas-, por el amplio salón del palacio. —Fueron más avispados la camarilla del bando isabelino, continuó el enano; anularon al maestre de Calatrava don Pedro Girón en Villarrubia; sin sospechas. El interlocutor, un mastodonte de los que enderezan herraduras con las manos, estaba con la vista baja y gesto servil ante el bramador. Con un soplido lo hubiera derribado, pero era protegido del rey nuestro señor.
    —Excelencia, don Fernando no estaba; hubiera sido un error abolir a unos arrieros que sólo pretendían descansar en la venta… aun así recibieron buen nublado de palos; sobre todo un joven que se hizo cargo de mi montura; observé su torpeza y, para que aprendiera, lo cumplimenté con buena ración de fustazos. Le hubiera arreado más, pero la presencia de los corchetes hizo variar mi afán; escapamos de milagro.
    — ¡Insensato! ¡Sí que estaba! ¡Apaleasteis al mismísimo Fernando de Aragón! disfrazado, claro. Orad para que no os reconozca.
    —Perdón, mi señor… pero si era imberbe y, además, torpe… No podía ser él.
    —Más torpe sois vos, lo tuvisteis en vuestras manos y desaprovechasteis la ocasión ¡Por los cuernos del capado Calvino! ¡Que no soy hombre de sufrir que una sabandija incumpla mis órdenes que con mis dineros pago!
    Segunda mitad del siglo XV, tiempos convulsos en que todas camarillas presentaban su candidato al trono de Castilla; con intención de sacar tajada, claro. La heredera era Juana la Beltraneja, hija de los reyes Enrique IV el Impotente y Juana de Portugal; El consejo del reino no admitía a la Beltraneja so pretexto de que era fruto de adulterio entre la reina y don Beltrán de la Cueva, valido del rey.  A Isabel, hermana de Enrique, no le correspondía reinar, tenía por delante a su hermano Alfonso y a su sobrina La Beltraneja. Pero se había propuesto ser reina de Castilla y las personas que estorbaban fallecían pronto; misteriosamente. Así le ocurrió a Alfonso, su hermano y heredero, o al maestre de Calatrava, un novio que le buscó el rey muy contra su voluntad. Ella con varios candidatos: el rey de Francia, Inglaterra, Portugal y otros, prefirió a Fernando de Aragón, con gran enfado del rey, su hermano.
    Enrique IV, al conocer los pormenores del asunto, reaccionó sin titubeos; de un plumazo reconoció como hija suya a la Beltraneja y la casó con el rey de Portugal, juntando así las tierras de Castilla y Lusitania; dejando dividida la península Ibérica por la frontera con Aragón que su corona englobaba Cataluña, Levante, Baleares y más. Comenzando este linaje una andadura para España que iba a dejar su sello pragmático evitando sangrías de guerras innecesarias y dedicándose a proteger y ampliar su imperio.
    En la conquista de América  -los portugueses tenían amplias posesiones en ultramar-, emplearon el mismo método que en África: llegando a un lugar con agua, bosques caza y tierras fértiles, asentaban todo en un cuaderno para dar cuenta al rey nuestro señor. Colocando también un monolito con el escudo, en este caso de España.  Lo que equivalía a la toma de posesión de esas tierras para el imperio. Siéndoles indiferente la opinión de los nativos; si accedían a las buenas se limitaban a preñar a las hembras y se alejaban dejando constancia de sus nuevas propiedades. Si no, repartían fieras tandas de palos, quedando los negros muy escarmentados y sabiendo a qué atenerse. Procedimiento parecido usaron en la toma de Granada; sin gastar excesiva diplomacia.
     Sistema disuasorio emplearon también en las naves que tornaban a España con riquezas del Nuevo Mundo; los primeros corsarios ingleses que pretendieron abordarles, recibieron tal escarmiento que no vieron rentable asaltar a los barcos españoles. Que se lo pregunten a los piratas apresados convertidos en galeotes.
    La prole de los reyes Alfonso y Juana, fueron diez vástagos entre varones y hembras y se perpetuó una dinastía que con sus defectos, nunca fue adicta al pasteleo; llevando al imperio español por unos derroteros a su entender adecuados y, sobre todo, España en adelante fue muy respetada. Si no temida.

Vicente Galdeano Lobera.
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viernes, 25 de mayo de 2018

Facinerosos




   Serían las cinco de la mañana, estábamos descargando el camión de combustible en la estación de servicio. Entraron cuatro coches  oscuros de alta gama con intención de repostar. Me dirigí al conductor del primero: —Lo siento, señores, tendrán que esperar a terminar de descargar el camión; unos veinte minutos. —Esperaremos, respondió, no hay problema. Se fue hacia el coche siguiente. —Don Enrique, tendremos que esperar un poco; si usted lo desea puede acercarse a los servicios…  —Grrriijj, grrriijj… -don Enrique siempre empezaba cada frase con una especie de gruñidito, tenía ese tic- ¡Bien! ¡Pero despejen el camino, que no haya nadie! y acompáñenme. Contestó el don Enrique desde dentro del coche.
   En efecto, se adelantaron dos fulanos de la comitiva a supervisar el terreno, y, al poco salió don Enrique entre dos “gorilas” con cara de malas pulgas totalmente pegados a él. Fueron saliendo de los otros vehículos hasta nueve individuos, todos de buena envergadura y trajeados; algunos de ellos pelados y con pendiente en una oreja.
   Contrastaba su vestimenta con la del jefe; el don Enrique iba en camisa por fuera del pantalón con intención de tapar unos michelines muy difíciles de disimular. La pandilla, mientras andaban, miraba para todos lados con desconfianza, llevando un brazo metido en la americana, dando la impresión que en cualquier momento sacaban la “pipa”.
   Pasaron los expedicionarios por la tienda y por un ancho pasillo, los aseos estaban al final. Entraron; efectivamente, no había nadie. Al salir escucharon detrás de un biombo con cortinas que cortaba la prolongación del corredor, unos ronquidos y algún regüeldo. Acostumbrados al “aquí estoy yo” sin que nadie les tosa, penetraron detrás sin llamar. Efectivamente, en la penumbra, descansaban tres “angelitos” envueltos en mantas y lonas, - la noche anterior el encargado de la gasolinera, les dio permiso para dormir a cubierto, puesto que llovía- oyeron bien el concierto de ronquidos y, por añadidura, sonaron cuatro ventosidades restallantes acompañadas de muy mal olor.
   Fue el detonante para que los guardaespaldas sacaran el arma; de ellos no se reía nadie
   — ¡Alto! ¡En pie con las manos arriba! ¡Rápido, o les pesará! –decían esto al tiempo que avanzaban hacia los durmientes sin darse cuenta que había una cuerda a medio metro del suelo, de pared a pared con ropas puestas a secar. Tropezaron, claro. Cayó uno encima de un transeúnte y el otro de narices contra el suelo.
   Sorpresa y susto se llevaron los que descansaban, pero estaban habituados a cosas peores. Al “Paquidermo” le supo malo sobremanera que lo despertasen de esas trazas, y a “Carpanta” y “Feliso”, lo mismo. La emprendieron a varazos y patadas contra los despertadores. A buen seguro que les rompieron huesos y algunos dientes.
   Mientras, don Enrique y los “gorilas” avanzaban hacia el aseo, oyeron ruidos, “grrriijj, grrriijj…¡No me dejen solo! ¡Después verán qué pasa y ayudarán a los otros!” –este hombre se hacía acompañar hasta para mear. El Feliso que los vio, “¡Quiooos, esos son de los mismos…!” Avisó. Entraron detrás de ellos en el aseo y, al pillarlos de sorpresa, les aplicaron una ración de palos descomunal. En concreto a don Enrique le metieron la cabeza en el inodoro sin haber tirado de la cadena antes. “¡Grrriijj, grrriijj… Que soy del gobiejjjno!”, decía; pero los otros, ni le oían.
   Ante semejante escandalera acudieron dos de los de afuera; Feliso al verlos acercarse, calculó el terreno y al asomar la jeta el primero, le dio un portazo que casi lo mata, obligándole a retirarse con las manos en la cara; “pasa tú, que a mí me da mucha risa” acertó a decir al compañero… ¡Blaam! Nuevo portazo y otro fuera de combate.
   Carpanta, al ver llegar a los tres restantes, atrancó la puerta justo cuando los gorilas comenzaban a empujarla intentando entrar. Acompasaban los empujones los tres a la vez al tiempo que gritaban: ¡Abrid, malditos! ¡Esto os costará caro! Carpanta calculó la secuencia de los empujones y abrió cuando empujaban con más fuerza entrando los seguratas de pronto al tiempo que los zancadilleó, cayendo de bruces. Ocasión que aprovecharon, Paquidermo y los otros para molerlos a palos y dejarlos amontonados fuera de combate también.
   — ¡Vámonos! ¡Aquí, estamos de más! Gritó Paquidermo. Recogieron sus pertenencias, pillaron un coche de la flota de don Enrique y se dieron el piro a toda marcha.
   Ya en la huida, preguntó Feliso: ¿Quién serán esos fulanos?  —No te preocupes, Feliso, contestó Carpanta, seguramente alguna banda de facinerosos con el jefe al frente. Igual hasta nos condecoran.
   —Tendremos que escondernos bien, que no nos encuentren. —No tengas cuidado, si nos pillan con seis u ocho meses de cárcel, estamos en la calle. Con nosotros tienen poco que rascar. Además, repito, tenían pinta de mafiosos.
   Al llegar los guardias y ambulancias para el atestado y atender a los heridos, después de las consabidas preguntas, redactaron aproximadamente el siguiente informe:
   “Incalificable apaleamiento a don Enrique Murria, alto cargo del gobierno, y a sus guardaespaldas, que eran nueve. Los agresores, debían ser una banda bien organizada y muy peligrosa por la violencia y ensañamiento que emplearon. Huyeron robando uno de los vehículos de la escolta. Se les sigue la pista para su pronta identificación y detención”.


Vicente Galdeano Lobera.


miércoles, 18 de abril de 2018

Don Acisclo, encumbrado


                                                                      



    Desde que le cayó la lotería, Acisclo Carramiñana se envaneció de tal manera, que después de pensarlo mucho, llegó a la conclusión de que ser millonario equivalía a una licenciatura; o más.
    De natural esmirriado y color cetrino, estaba dotado de abundantes imperfecciones. En su opulencia, se había procurado cuantiosa indumentaria: vaqueros, bermudas, camisetas, ropa y calzado deportivo…, incluidos gorritos para tapar su calva; todo de primerísima marca, pero al no reflejar suficiente refinamiento y estar falto de aseo, ofrecía una estampa muy parecida a un  menesteroso.
    Pero era rico; y todos le adulaban; banqueros, empresarios y la flor y nata de personas influyentes, incluidas mujeres guapas, reclamaban la presencia de don Acisclo. Encumbrado, el tratamiento de don sonaba en sus oídos como música celestial. “Cuando me distinguen así, será que lo merezco”.
    Decidió zanjar este asunto convocando a sus allegados en la peña recreativa.
    —Buenas tardes, señores –dijo don Acisclo muy serio al entrar.
    A los amigos les extrañó la actitud severa de Acisclo; exclamó uno “Dichosos los ojos que te ven ¿Qué  pasa, Acisclo?, estás muy serio, tendrías que estar más contento que unas castañuelas”.
    Don Acisclo comenzó a tocarse el mentón mal afeitado y a mirar al techo; ademán que no presagiaba nada bueno.
    —Miren ustedes –contestó-, vamos a dejar las cosas claras… ¡Veo que no se han enterado de que están hablando con un superior!
    Sorpresa se llevaron, no entendían nada.
    —Por tanto, de ahora en adelante, cuando se dirijan a mi, será siempre con el debido respeto, osease: don Acisclo, señor Carramiñana o, como mínimo, señor Acisclo; de ahí para abajo, nada ¿Queda claro?
    —Pero, Acisclo –dijo uno con peor traza que él, un poco bizco y con nariz ganchuda.
    — ¡Don Acisclo! –le atajó sin contemplaciones.
    —Bien, don Acisclo, pero si eres nuestro compinche de correrías de siempre…
    — ¡Tráteme de usted! ¡A ver si aprenden, hombre, que son todos unos catetos!
    —Pero, bueno, señor Acisclo, y nosotros, ¿qué ganamos con aplicarle a usted el tratamiento? –dijo otro que no estaba convencido del todo.
    —Pues, de momento, siempre y cuando sigan ustedes mis instrucciones, tendrán cuando estén conmigo, barra libre de torreznos, vino y carajillos; ...incluso ensaimadas.
    Los concurrentes, paralizados tenían los ojos abiertos como platos y eran todo orejas. Ni respiraban.
    —Eso sin contar –añadió don Acisclo- que la próxima semana nos iremos cinco días a la ciudad; he contratado un hotel a mesa puesta para todos nosotros. Quien quiera, podrá llevar compañía.
    Los adláteres de don Acisclo sorprendidos, comprendieron pronto que les costaba muy poco bailarle el agua y que tenían bastante a ganar; comenzaron los vivas y los hurras al señor Acisclo y lo celebraron con abundantes libaciones sólo comparables a las viandas que deglutieron. Merche, la limpiadora, también se unió a la fiesta y preguntó al señor Acisclo si podría acompañarles en el viaje a la ciudad; “claro que sí, Merche, usted ejercerá de jefa de protocolo y, además, mantendrá a raya a esta sarta de vándalos”.
    A la semana siguiente, emprendieron el viaje don Acisclo en su flamante “Mercedes” acompañado de Merche y, en rigurosa formación, tres coches más con la comparsa de adjuntos, todos contentísimos. Lástima que al poco toparon con un control de la Guardia Civil; los guardias, al ver semejante tropa, les marearon buen rato, sobre todo no les cuadraba el magnífico automóvil con el semblante de Acisclo. “Oigan, que este coche es mío, y voy donde me da la gana", argumentó. “Bien, lo comprobaremos; documentación”.
    Acisclo, de continuo, sufrió tropiezos parecidos; cansado guardó el Mercedes y compró un discreto utilitario acorde a su fisonomía. Comprobó que no basta ser rico; además hay que parecerlo.



   Vicente Galdeano Lobera.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Escasez de pátina



          Advertencia:
          Esta plana es continuación de otra que publiqué en noviembre de 2017, titulada "Cambio de chaqueta".

                           

  

    A los dos días se personaron Acisclo y don Bernardo, bien endomingados, en la ciudad con la pretensión de adquirir un turismo afín a su nuevo status. Ni cortos ni perezosos aterrizaron con el viejísimo utilitario de don  Bernardo en el aparcamiento del concesionario “Mercedes”. Contrastaba la pinta de los nuevos ricos con las instalaciones acristaladas y limpias con un surtido de turismos y todoterrenos relucientes capaces de hacer soñar al más sibarita. Y también con el personal de ventas, adecuadamente trajeado. Acisclo con poco pelo mal arreglado y no muy limpio con coleta, tocado con gorrito, vaqueros muy usados, calzado con mocasines muy inoportunos para invierno y, como abrigo, una cazadora raída. Sólo de verlo sentía uno frío. Y el otro, don Bernardo, de manera parecida. Los avistaron enseguida.
    —No sé dónde van éstos, ni lo que pretenden; pensarán que estamos aquí para perder  el tiempo –Decía un empleado a otro-. Anda atiéndeles tú, yo me voy a desayunar…
    —Deberíamos echarlo a suertes, estoy esperando a un posible comprador y si me ven con ellos se espantará. Había que poner en la puerta “Reservado el derecho de admisión”.
    Inventaron una treta:
    —Buenos días señores, ¿tienen ustedes hora?
    —Sí, las nueve y veinte…
    —Quiero decir si han solicitado hora de atención; díganme  su nombre, si son tan amables, si no están en la lista tendrán que volver otro día.
    —Yo soy Acisclo Carramiñana, y este, don Bernardo Chevalier, y queríamos ese coche –señalaron un Mercedes de alta gama- matriculado a mi nombre antes de las dos de la tarde.
     —Sin duda, bromean los señores; ese coche vale ciento cincuenta mil euros. Cuando los reúnan vuelvan. No estamos aquí para pasar el rato.
     —Como si cuesta doscientos mil. He dicho que lo quiero matriculado a mi nombre al mediodía.
     El mosqueo del vendedor iba en aumento.
    —No me han entendido… ¡Que se vayan! Ese coche no es para ustedes, tendría que consultar con el jefe y mirar si está disponible.
    —Como si hay que consultar con María Santísima, el coche lo quiero yo y lo voy a pagar.
    El empleado se fue al teléfono dispuesto a llamar a la policía…
    —No sé a quien va a avisar; a quien tiene que llamar es a este Banco –le dio una tarjeta-. El vendedor quedó parado –bueno, poco me cuesta llamar, no pierdo nada; mirándoles de hito en hito, marcó.
     La cara del dependiente, al escuchar al interlocutor, cambió de expresión y de color varias veces, contestaba con monosílabos de manera servil. Al finalizar se dirigió a ellos con una forzada sonrisa de oreja a oreja…
    —Perdón, don Acisclo, ¿me facilita sus apellidos y su D N I? Bien, tengan la bondad, a partir de las dos, están invitados a comer conmigo en esta dirección; aprovecharemos para ultimar los detalles de su compra. Sintiéndolo, no podremos hacer entrega del vehículo hasta mañana, Yo me encargaré personalmente de reservarles alojamiento en el mismo hotel. Están ustedes invitados.

 Vicente Galdeano Lobera.


    
                                                                                                     

jueves, 22 de febrero de 2018

Indicación acertada




   A veces en el pasar de la vida, surgen situaciones que no nos dejan indiferentes. Pueden ser comprometidas, bochornosas, amables… Como espectador, en gran parte de ellas, resulta difícil el no reírse, sobre todo si alguien te recuerda lo sucedido. Cuando le toca a uno, la cosa cambia; te das cuenta que metiste la pata y piensas: ¡Tierra, trágame!
   Eso debió pensar cierto individuo con pinta de intelectual, que tenía la pretensión de encandilar a una dama, bellísima, que ejercía de presidenta en un asunto literario.
 Esta chica, además  de simpática, guapa, esbelta y muy bien proporcionada, era muy natural en el trato, estaba dotada de una sonrisa y risa que le iluminaba la cara; gustaba a todos, y la amistad y el amor se le rendían. Acudía siempre bien compuesta y acicalada con sencilla elegancia; el gusto de arreglarse bien era otro de sus dones.
   Sobra decir que por dicha reunión literaria pasaron jóvenes de distinto pelaje, pero con la misma idea: enamorar a Ada, así era su nombre. Pero Ada, debía disponer de un buen almacén, porque muy cortés y educada y muy sonriente, les repartía a todos enormes calabazas.
   A partir de ese momento, a estos sujetos, las aficiones literarias les desaparecían a una velocidad asombrosa. Y ya no se les volvía a ver el pelo.
   Una de estas situaciones, la protagonizó el dicho sujeto con apariencia de intelectual.
Se desarrolló más o menos así, ese día, catorce de febrero, tocaba leer algún retazo sobre el amor, cómo no, a poder ser breve. Él, con cierto nerviosismo –eso dijo-  se atrevió a presentar una obra inédita de su cosecha, no sé si en verso o prosa, con pretendido arte mayor; alejandrinos, los nombraba él. En su estreno literario lo que consiguió fue aburrir a la concurrencia, pero de manera atroz… No contento con eso, se atrevió también a explicar vivencias intimas que para nada venían a cuento, y menos aún metiendo en danza a terceras personas. Todo con intención de hacerse el interesante y de impresionar a Ada.
   Logró el efecto contrario, claro. Todavía tenía intención de seguir el fulano con su aburrido tema, cuando un oyente, después de tentarse la ropa, pidió la palabra.
   —Joven, la sección de pegotes está saliendo al pasillo, en la segunda puerta a la izquierda…
   El contertulio, le había indicado, acertadamente, dónde estaba el aseo de caballeros.


Vicente Galdeano Lobera.

miércoles, 31 de enero de 2018

Cita a ciegas



   Pascualón es adicto a las páginas de contactos. Ahora con el móvil lo tiene más fácil, puede contemplar a su antojo mujeres de bandera para conocer. Otra cosa es que le atiendan.
   Pascualón es granjero, frisa ya los cincuenta y no es precisamente un figurín; moreno, con cara coloradota enmarcada con abundante pelo hisurto que le nace hasta dentro de las orejas. Tiene grandes patillas; no es muy alto, pero al ser casi igual de ancho ofrece una estampa de bruto algo acentuada por el tufo a establo que desprende su amplia humanidad.
   Piensa que ya es hora de centrarse, “si encuentro una mujer que me lleve la casa y me ayude en mi granja, seré el hombre más feliz del mundo”.
   Dicho y hecho, se ha citado por Badoo con una mujer que, según la foto, no le disgusta. Para el encuentro se ha mercado vestimenta adecuada.
   Con el nerviosismo de quien no está acostumbrado a cortejar, ya que en las casas de gineceo no es necesario, comenzó a vestirse; se puso unos vaqueros desgastados, camisa blanca, pajarita y una chaqueta de punto color fosforito. Al calzarse se dio cuenta de que no tenía zapatos, “es igual, estos deportivos servirán, me darán un aire más moderno”. Se puso también una zamarra sin abrochar, le venía pequeña, y se tocó con una gorra de rapero. De esta guisa, dispuesto a comerse el mundo, se dirigió al lugar de la cita en una plaza céntrica, junto a la estatua de un artista universal.
   “Llevaré un abrigo oscuro, bolso y zapatos a juego, con un libro en la mano, soy pequeña de estatura”, le había escrito Rosalinda, así era su nombre. Pascualón había ejercitado frases escuchadas en el cine para causar buena impresión… “No temas, muñeca, estoy aquí para protegerte y quererte mucho…” y otras cursiladas parecidas.
   Llegó al lugar, con la debida antelación como mandan los cánones, al rato vio aparecer a la susodicha. En efecto, era pequeña pero muy delgada; no llegaría a los cuarenta y cinco kilos de peso complementos incluidos; el rostro, sin gracia, ofrecía un ligero parecido a la foto que él recibió, pero sería de años atrás. Tenía el cabello corto, mal peinado, con gafas, era algo cargada de espaldas, pecho liso; con cintura ancha y caderas estrechas. La imagen de Rosalinda, le pareció a Pascualón el más perfecto antídoto contra la lujuria.
   Con disimulo, se observaron mutuamente los tórtolos. Y como si un resorte los hubiera puesto en marcha, enmudecidos, se batieron en retirada cada uno por su lado. 

Vicente Galdeano Lobera.

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