viernes, 1 de marzo de 2024

Motorolos

 

Desde que pillaron a un diputado del ejecutivo, hablando por el Motorola en un viaje a la Expo de Sevilla, allá por los años 90 –lo pillaron a 180 Km hora y no le hicieron nada, claro: usted no sabe con quién está hablando–, el auge de los celulares ha sido imparable. A su vez, desde entonces, estos motorolos han proliferado como hongos. Como en todos lados, en estas especies los hay tontos de distinta intensidad; pero más bien alta.

Comenzó enseguida la cosa con algunos fulanos que, para darse fuste, pagan a terceros para que cuando tienen una cita les llamen al móvil y demostrar así su importancia ante su dama: disculpa, pero está visto que en según que negocios soy imprescindible, muñeca.

Presencié en una ocasión a un concejal de urbanismo, bajar del coche oficial con el celular pegado a la oreja, y adentrarse a supervisar una obra; entró sin casi saludar, solo atento a su conversación –que trataba de en qué restaurante comería hoy con un acólito–, sin mirar a ningún lado ni hacer caso a los gritos de aviso de los operarios, y se metió casi hasta las rodillas en una lechada de hormigón recién echado.

Quién no ha visto por la calle algún fulano gritando solo y con gestos furiosos agitando los brazos arriba y abajo. A éste habría que encerrarlo, piensas –hasta que notas los dispositivos inalámbricos del móvil–; a éste, en otros tiempos, lo más probable es que lo emplumara la Guardia Civil por escandaloso y falto de urbanidad. Vi a uno de éstos que marchan hablando solos sin mirar, me dio un ramalazo de maldad y decidí interrumpir su trayectoria y escarmentarlo: puse un armatoste en medio y me volví de espaldas. El fulano tropezó con el bulto y se cayó de morros cuan largo era. Se levantó como un rayo y, sin disculparse, agarró las de Villadiego. No me dio tiempo ni a decirle que mire por dónde camina, que parece usted tonto.

Otras situaciones que se dan bastante con estos sujetos es en los restaurantes; aunque no quieras, si se sientan cerca, te tienes que tragar –dichas en voz alta–, sus aventuras, desventuras, exageraciones y estupideces varias que para nada habías calculado el soportar. No queda otra. A no ser que te largues, claro.

Estábamos dos amigos en un mesón cuando entró una pareja a comer, él con el móvil en la oreja hablando fuerte. Eran de mediana edad, el motorolo tenía una pinta bruto que tiraba de espaldas, pero con la pretensión de pasar por fino, y gastaba actitud de ejecutivo importante; verás cómo nos toca premio, comentamos. Efectivamente, se sentaron en la mesa de al lado. Gracias a la cercanía nos pudimos enterar, entre otras cosas, que su furgoneta –fregoneta, decía él– estaba para el arrastre, y que si la quería arreglar tenía que soltar un pastón; véndela si puedes –añadieron. A su vez llamó un comprador interesado en el furgón: mire usté, la fregoneta está a toda prueba, un verdadero chollo. Le doy mi palabra de que está impecable, y además se la vendo barata. Se pasó el colega amenizando toda la comida con el celular pegado al oído ignorando a la compañera que estaba con cara de póquer. Por cierto, la chica, ya a los postres se levantó de la mesa –el motorolo ni se enteró–, como aquel que va al baño, y ya no regresó. Junto con la cuenta, el camarero dejó una nota escrita por ella: Hasta luego, Lucas; no me esperes ni me busques. A ver si así aprendes, al menos a la hora de comer, a apagar el teléfono, a encender la charla y a no hacer el bobo. Se conoce que la muchacha estaba más que harta.

Batallar contra esta plaga es harto difícil; cual especie invasora se ha colado por todos espacios comunes. No sólo en el bus, el tranvía, los vagones de tren…, sino en lugares más evocadores como estaciones y aeropuertos donde, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta, toca despedir a seres muy queridos que el destino los manda lejos. Pero, bueno, el progreso es el progreso y hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Incluso en impertinencia.



Vicente Galdeano Lobera