viernes, 30 de abril de 2021

Daños colaterales

 


–Lo que yo le diga, don Gerardo; usted necesita con urgencia echarse una querida…

– ¿Una querida dice usted, señor Epifanio? Ya me gustaría, ya; Pero no conoce usted a mi esposa, sería capaz de envenenarme, o qué sé yo. ¿Qué me aconseja?

–Esto es todo lo que puedo aconsejarle a usted por el humilde chato de vino que me ha convidado. Muchas gracias, don Gerardo. Si quiere que le ilustre más sobre la materia y la fórmula de salir airoso del trance mire de proveer la mesa con abundante vino y viandas, que estoy hambriento. Después comenzaremos la lección.

Estaban los dos hombres conversando en una mesa de la concurrida tasca del pueblo; el señor Epifanio era sesentón, algo encorvado, de rostro macilento del que colgaban unos bigotes sucios. Tenía fama de cierta cultura, pero no pasaba de ser un erudito a la violeta y un gorrón; y sabía darse tono para sacar tajada de sus adeptos.

Luego de dar buena cuenta del condumio, pasó el señor Epifanio a explicar los pormenores del negocio de marras. Le vino a decir a don Gerardo, que hasta tiempos no muy lejanos, era tradición que en las casas linajudas como la suya, el jefe del clan, tuviera una querida; eso añadía fuste a la familia. Todo con el consentimiento de la esposa que presumía que su marido mantuviera a otra.

–Sí, pero es que resulta que la dueña de las haciendas es ella, yo solo soy consorte.

– ¡Bueno, bueno! ¡El orden de los factores no altera el producto! Usted es dueño legal de la mitad de las rentas y además el cabeza de familia. Por otra parte su mujer no tiene porqué enterarse. Se lo piense usted y con unas lecciones más lo pondré al corriente de todos detalles.

Continuaron, unos días más, el sabio con su terapia aconsejadora, y el otro convidando y muy atento a las palabras del señor Epifanio que comía como una orilla río. Recabó la cosa en que el erudito, previo abono estipulado, le facilitaría contacto con doña Adoración, hembra de cumplida alzada, de muy buen ver y con ganas de guerra. Esta dama, que se consideraba muy poco atendida en casa, buscaba otros frentes que, de paso, completaban su economía. Don Gerardo, que no pensaba picar tan alto, ardió en deseos de comenzar la singladura y consideró que, debido a sus hechuras y a su belleza, doña Adoración era digna de ser adorada.

–Pero tendrá usted que esmerarse en la faena; porque si esta mujer no queda contenta suele arañar. Se lo aviso. Recuerde que la semana pasada el señor Eustaquio apareció con la cara como un mapa. Y no digo más. Si se decide, mañana ultimamos el asunto.

Jope –pensó don Gerardo–, este me entretiene más de la cuenta para sacar a mi costa el cuerpo de mal año; me interesa zanjar el tema pronto.

– ¡Me decido! ¡Adelante con los faroles! Dígame de una vez el protocolo a seguir, que esto se alarga más de la cuenta...

–No vaya tan deprisa; primero he de contactar con la doña y ver si está libre. Si es así, mañana terminamos el negocio.

–Se lo diré más claro: diga de una vez cuánto tengo que pagar y terminamos ¡Que ya está bien, hombre!

El sabio cogió al vuelo eso de pagar, alargó la mano y solventaron el trámite.

–Haber empezado por ahí, se nota que es usted un hombre de mundo. El señor será servido, considere suya a doña Adoración.

Hay que ver lo que los dineros simplifican las cosas –pensó don Gerardo–; aún con la mosca detrás de la oreja dedujo que, así por las buenas y sin cortejos ni merodeos, disfrutar de una mujer de bandera tiene su precio, y dio por bueno lo que pagó por las lecciones del maestro. Ilusionado, ya se veía como titular comarcal de la plaza de castigador de señoras guapas y sentía una sensación muy similar a la felicidad. Desde entonces consideró al señor Epifanio como un santo varón, por facilitarle semejante beldad.

Hubo un contratiempo, doña Adoración no tragó; le desagradaba el galán facilitado (don Gerardo, de unos cuarenta años, no era muy alto, pero era casi igual de ancho; era también calvo, con cara rechoncha y enormes bigotes mal arreglados) y se cerró en banda: “que no tengo el gusto estropeado, señor Epifanio”. El ilustrado le razonó que tenía el trato cerrado con el pretendiente; comprenda usted, señora, que yo vivo de estos asuntos y él ya me pagó. Me mete usted en un problema. No hubo manera. “A ver si piensa usted, señor Epifanio, que me voy a encamar con una morsa, aunque esté forrado ¡No y no!” Por fin acordaron mandar a una suplente: “total de noche todos gatos son pardos y usted, señor Epifanio, sabe maniobrar bien y se inventará algún ardid para dársela con queso.” Concertaron el encuentro en una casa de doña Adoración que la empleaba como lagar y para “otros menesteres”. El señor Epifanio instruyó al pretendiente: la primera unión será a oscuras –le aclaró–, es para valorar el comportamiento del varón y evitar los arañazos. La evaluación es al final del lance; si la dama enciende la luz, está usted aprobado; si no enciende, ya puede salir pitando. Para no volver. Éstas son las condiciones. Ah, se me olvidaba, al entrar en la casa –la puerta estará entornada y yo le indicaré dónde queda la alcoba–, en una mesita del recibidor dejará usted el presente acordado. Espero le haya quedado todo claro. “Como el agua, señor Epifanio”.

El día de autos, don Gerardo dirigió sus pasos al lugar de la cita; con discreción. Puso excesiva ilusión en la empresa y pasó lo que pasó: le dieron gato por liebre. Al entrar cumplió a rajatabla lo acordado incluido lo del presente; en la alcoba reinaba oscuridad, y silencio, y un tenue olor a sándalo. Se oyó algún suspiro y un “ven, ven…” Se sintió deseado y, muy encendido, entró en el lecho con el propósito de lograr alta puntuación en la correría. Puso todo de su parte pero no imaginaba, ni de lejos, que doña Adoración tuviera unos pechos tan poco turgentes; notó además excesiva flacidez en la piel y rugosidades en los glúteos y muslos de la bella; y tampoco al palpar notó la vaporosa melena hasta media espalda que lucía siempre (se habrá cortado el pelo) y, para colmo, le apestaba el aliento. No le salían las cuentas; por ningún lado. Terminaron... Silencio absoluto, y oscuridad. A volar tocan. Se vistió en el recibidor; ya se largaba pero cambió de opinión, decidió despedirse y preguntar a la bella que qué le había parecido episodio (si la fiera pretende atacarme, como soy ligero de pies, escapo). Al entrar y dar la luz, casi se cae del susto al ver una mujer que intentaba taparse; era muy parecida, si luciera pelaje, a un oso de mediana estatura; lucía escasos cabellos grasientos muy pegados al cráneo, la cara llena y redonda como una calabaza, los pechos se veían insignificantes comparados con la barriga. Daba horror a miedo. Estaba ante Casilda, la doméstica que doña Adoración mandó de suplente para el trance. Se sintió burlado y convencido de que para ese viaje no se necesitaban alforjas. Marchó todo mohíno con la impresión de haber hecho el primo.

El señor Epifanio apareció, a los pocos días, con los bigotes y los cabellos trasquilados casi al cero; y su semblante y sus andares mostraban que le habían atizado de recio. Está claro que según en qué negocios es difícil evitar los daños colaterales.


Vicente Galdeano Lobera