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Paquitín Rosique,
taxista, con sus ciento veinte kilo de peso, uno ochenta de alzada y cejijunto,
parece un ogro, sólo con la mirada espanta. Da la impresión que si saca la mano
a pasear conlleva visita obligada al hospital o al tanatorio.
Hace unas noches se
montaron en su taxi cuatro individuos con mala pinta; Paquitín estuvo a punto
de bajarlos a tortas, pero “en fin, me arriesgaré”, pensó. Justo al dejarlos en
un barrio de mala catadura, comenzó la danza:
—Que no te pagamos,
oyes –dijo uno con chulería-, “semos mu pobrecicos” y tú eres rico, añadió.
Paquitín previsor,
llevaba siempre herramienta adecuada debajo del asiento para esta clase de
emergencias. Anteriormente había sufrido trances parecidos.
—Vale, vale –contestó-,
ya que no pagáis, os aseguro que vais a cobrar.
En un santiamén los
repasó a patadas y fustazos a los cuatro; y los deleitó también con recias palabras. Al ruido de la escandalera, acudieron al lugar
diez fulanos equipados con navaja; sin intención de acariciarle. Paquitín, ante
el exceso de contrincantes, optó por escapar veloz con su coche; no sin antes
espantarlos y hacerles probar el sabor de los zurriagazos a los más cercanos
atacantes.
Sorpresa se llevó
el taxista al recibir citación del Juzgado pasado un tiempo. Los sujetos le
habían denunciado por agresión.
En la vista, a su
señoría no le cuadraba del todo el número de agresores: uno contra catorce;
preguntó a los denunciantes, si no se habrían equivocado al contar. Parece
excesivo que uno zurre a tantos.
El defensor de
oficio de los maleantes en las alegaciones de sus defendidos espetó que el
taxista juró vengarse. A lo que, en su turno, Paquitín manifestó: “Jope,
señoría, es que el asunto prometía mal desenlace; si no me vengo rápido, me dan
para el pelo”.
El señor juez
recetó cuatro meses de cárcel para cada uno de los denunciadores, dejando libre
de cargos a Paquitín.
Vicente Galdeano Lobera.
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