domingo, 27 de diciembre de 2015

Transgresión

    Madrid, 1926; paseo por los jardines de la Residencia de estudiantes, no puedo evitar ciertos pensamientos, y quiero suponer que los jóvenes que aquí moran, mejorarán el porvenir y la convivencia de los españoles.
    Soy viejo ya y, desde que tengo uso de razón, sólo he visto y comprobado la desmesurada codicia y ansias de poder de la clase dirigente, ya sean reyes, militares o políticos; estos últimos, algunos muy bien preparados pero, aun así, la Primera República no duró ni un año, y con cuatro presidentes y demasiados intentos de acantonamientos en la nación. Ahora mismo en la actual dictadura, apoyada por el rey, veo en el gobierno de Primo de Rivera, a Largo Caballero y a Besteiro bien apoltronados, y eso que presumen de ser grandes socialistas a favor de la igualdad. Se les ve atemperados. Al sol que más calienta.
    Como médico con vocación de enseñante, no puedo evitar el pensar y discrepar de una sociedad a la que pertenezco y, por tanto, me afecta. Aunque no sea mi oficio.
    Sin darme cuenta me encuentro sentado en un banco del jardín. Al poco se acercan dos alumnos de la Residencia, Salvador y Federico, rondan cercanos a la treintena; con esa edad, mi inconsciente se resiste a llamarles estudiantes. Pero talento sí que tienen, y buen trato. Los moradores de esta Residencia proceden de familias adineradas, lo que no quita que sean intelectuales de calibre.
    —Don Santiago, nos tiene usted que mostrar y explicar sus dibujos; los vemos como tendencia innovadora pictórica, como el futuro del arte.
     A don Santiago se le hacía difícil decirles que en sus ideas, las de ellos, sólo veía transgresión, nada que ver con la ciencia.
    —Señores, yo no soy mas que un médico que, mediante mis dibujos, trato de explicar la composición de diversos tejidos del organismo humano; plasmado para que se entienda. Inspírense ustedes todo que quieran con mi obra, pero no me metan a mí en danza.
    No lo podían evitar, tanto ellos como otros insignes residentes, tenían a don Santiago Ramón y Cajal como referente de lujo. Les cautivaba la excesiva humildad del científico comparada con la de otros docentes del Centro.

Vicente Galdeano Lobera.


viernes, 25 de diciembre de 2015

Alianza de civilizaciones

    —Mira, Javier, ésta es mi amiga Rosa que como puedes ver es anoréxica y ha venido a pasar unos días con nosotros. Dormirá en el sofá cama del salón.
    —Encantado, Rosa…
    —Igualmente, Javier.
    Rosa, dentro de la poquita cosa en que había derivado, resultaba; estaba en la treintena, lucía una envidiable mata de pelo negro y, pese a su delgadez, estaba muy bien proporcionada. Era de pocas palabras, esto lo achaqué a falta de confianza.
    Ya, esa misma tarde, sonó el teléfono varias veces, eran para ella; en cada llamada se pegaba sus buenos veinte minutos hablando. “Amigos, que me echan de menos”. En la cena, aun le hicimos probar un poco de jamón y ensalada.
    Al día siguiente, al volver del trabajo, encontré con mi mujer y Rosa a una tremenda mulata, mujer de cumplida alzada, en báscula no bajaría de las ocho arrobas. –Jope, para manejar a esta hembra hay que desayunar bien- pensé. –Es Marcela, amiga íntima de Rosa, aclaró mi esposa. Mientras, las conversaciones telefónicas menudeaban.
   A los dos o tres días, además de la mulata, encuentro en casa a un negro retinto más grande que ella, -es Benhaixa, dijo Conchi, mi mujer, gran amigo de Rosa. –Caray, que amistades cultiva ésta, me dije. En fin, todo sea por ayudarla en su problema.
   Otro día, me encuentro en el salón a dos moros, él con chilaba y ella con atuendo parecido y turbante, los dos grandes como castillos; Mustafá y Rania, se presentaron, amigos de Rosa, nos conocimos en el centro de integración.
    Esto iba tomando mal cariz… Al mes de acoger en casa a Rosa, llegué a contar hasta dieciséis los andovas que acudían a casa. De distintas razas; y ninguno trabajaba, pero le pegaban cada merma a la despensa que temblaba el misterio. Eso sin contar que bebían como cosacos.
         —Esto no va a poder ser, Conchi, no somos una casa de acogida; la Alianza de Civilizaciones que la apliquen los políticos en su domicilio.
    Ten paciencia, Javier, sólo serán unos meses a ver si se recupera Rosa. Dice que está muy a gusto en casa.
    —Y tanto, con todo gratis incluido el teléfono, ya puede estar bien, ya.
    Pues nada, Javier, -me dije- paciencia y barajar. Pero la paciencia y el barajar también tiene un límite, y yo andaba cada día más mosqueado.
    Se me ocurrió acercarme a casa a media mañana y encontré la explicación: al entrar al salón, con los muebles convenientemente apartados, con una gran alfombra en el suelo, cojines y almohadas por todos lados, allí estaban desnudos la mulata, el negro, los moros, Rosa y dos sudamericanos; el moro dándole a la mulata, a su vez, el negro al moro, Rosa hecha un revoltijo entre la mora y los sudacas –Caray, con la mosquita muerta, era una ninfómana de marca mayor, tocaba todos palos, machos, hembras y seguro que  si hubiera habido algún bicho también- no daba abasto ni con la boca, manos y pies, con todos orificios ocupados. Una orgía y, como diría Sabina, esta es la mía, pensando en participar; pero y tanto que era la mía, allí estaba Conchi entre Rosa y la mora y los sudacas. Daban unos gemidos que ni se enteraron de mi presencia. Se me ocurrió amonestarles y echarles un pozal de agua fría a ver cómo reaccionaban. Reaccionaron con violencia. Si no escapo me apalean.
    Ahora estoy viviendo solo en un pequeño apartamento en espera de la tramitación del divorcio. Mi mujer exige que le pase una pensión.

 Vicente Galdeano Lobera.


Retazo Regio.

   Marchaba la comitiva del emperador don Carlos I por tierras de Aragón con su inmenso séquito. Se cuidarían muy mucho los salteadores que tanto abundaban de acercarse en una legua a la redonda, so pena de recibir severo apaleamiento.
   Recabaron el rey, nuestro señor, y compaña en villa notable a quince leguas de Zaragoza. Al ser agosto acondicionaron aposento adecuado para apaciguar las calores en palacio de noble señor como requería tan regia persona.
   Estando don Carlos dispuesto a yantar en mesa ricamente preparada todo con el debido protocolo, escuchó una observación por parte del noble anfitrión, natural de Calatayud:
   —Cerrad la boca, majestad, que las moscas de este reino son traviesas, y no entienden de linajes; se os adentrarán en vuestro real gaznate…
   Don Carlos quedó quieto como estatua al escuchar semejante aviso, mirando al atrevido interlocutor con destellos de ira y rencor. Milagrosamente, la cosa no pasó de ese gesto.
   —Habéis tenido suerte, noble señor, díjole en un aparte el principal ayudante del rey, que el emperador no haya entendido bien lo que vos habéis espetado. Por menos motivo, han visto mis ojos recetar dos docenas de latigazos y una buena temporada en fría mazmorra sujeto con grillos.
   El tal noble aragonés, no se percató del problema bucal que aquejaba al soberano: prognatismo, esto es, mandíbulas salientes que impiden cerrar la boca. La verdad es que don Carlos I, debido a esa afección, andaba con la boca abierta y babeando todo el rato, causando lo impresión de que era tonto.
   El monarca, pese a los favorecedores retratos que le hicieron famosos artistas, no era ningún adonis.  “Era enclenque y abúlico. Tenía dificultad par expresarse no consiguiendo hablar flamenco hasta los trece años. El castellano no lo hablará bien nunca; la “Z” y la “C”, no las dirá bien jamás. De haber sido sometido a una revisión psicométrica hubiera sido desechado por inútil, por corto de entendederas, por inepto para los idiomas, por negado para las matemáticas; Y además, por sus ataques epilépticos. Menos mal que era de buena casa y encontrarán los suyos manera de disimularlo”. Esto es dicho por el eminente médico Jerónimo de Moragas.
   Siempre prefirió la caza y el galanteo a los estudios; además, desde joven muy aficionado a la buena mesa.
   Los historiadores, las más de las veces, tienden a presentar las cosas algo distintas a la realidad. No se sabe con qué pretensión.

Vicente Galdeano.




Razonamiento de un hombre que no le gusta la música de la mar


     Navegábamos por el Mediterráneo de regreso de una misión comercial, cuando divisamos un galeón de cumplidas dimensiones que se arrimaba demasiado a nuestra nave.
    Eran piratas; de los muchos que infectaban aquella zona. Iban bien armados y nos abordaron sin dificultad. Después de saquearnos, a los que éramos fuertes, nos ataron a las filas de remos como galeotes; mientras decidirían dónde nos venderían como esclavos.
    Comencé a odiar la música del mar. El concierto que allí se escuchaba, era el ritmo que marcaba el cómitre para acompasar a los remeros. Las florituras que se oían eran el restallar del látigo manejado con destreza por un mastodonte para animarnos a remar deprisa. El fragor de las tormentas y las fuertes mareas, si se puede llamar música, tampoco me gustaba.
    No sé cómo ocurrió. El del látigo se acercó demasiado a los remeros. Lo agarraron; y en un momento pasó por encima de la fila de babor, después por estribor. Cada galeote le iba dando lo suyo; cuando lo rescataron, por los grandes alaridos que daba, ya tenía el espinazo partido. Esos compases, me gustaban un poco más.
    La tripulación bajó la guardia a causa del altercado.
    Lamentable. No se percataron de la presencia de dos navíos del rey, nuestro señor.
    Yo, acurrucado y atado a mi remo, la música que escuché, fue un zafarrancho de patadas, fustazos, puñetazos, recios insultos… poco antes de que nuestros soldados redujeran a los piratas.
    A los que quedaron vivos los amarraron a los remos, liberándonos a nosotros.
    Alegremente pusimos rumbo a España.
    Pude escuchar el concierto desde otra prespectiva. Pero, no. Debí quedar traumatizado. A pesar de las loas y composiciones que hacen los poetas referentes a la mar, no; no me gusta la música del mar.

  
Vicente Galdeano Lobera.