martes, 20 de febrero de 2024

Sir Josefo Flanagan

 

Sir Josefo Flanagan, ya desde pequeño demostró una clara afición al ámbito castrense; incorporado al ejército, no perdía ocasión de lucir uniformes de las distintas armas. Claro, al ser de alta alcurnia se libraba de los penosos servicios de cuadra, de guardias y demás impertinencias de la milicia. Al cumplir la edad reglamentaria, sir Josefo Flanagan se decidió por jugar a marineritos…, digo, se inclinó por hacerse marino. Se aplicó el cuento y en los exámenes de ingreso sacó buena nota. Una vez en la Escuela Naval, sir Josefo Flanagan fijará su residencia fuera de la propia Escuela, sin convivencia con sus compañeros, sino en un palacete cedido por un noble del lugar. Allí sir Josefo Flanagan vive rodeado de seis ayudantes a su servicio. En los días siguientes el gobernador civil y otras autoridades le ofrecen a sir Josefo Flanagan una recepción que le explica al infante, más o menos: Mientras os dignéis, sire, permanecer en esta ciudad, honrándonos tanto, vuestra alta personalidad será sagrada y, como tal, atendida. Unos meses después, pese a su carácter sagrado, tan alta personalidad tendrá que escapar por patas procurando por todos medios no ser reconocido. Son cosas de los cambios bruscos de régimen, el discurso suele cambiar también. Con brusquedad.

Menos mal que el progenitor de sir Josefo Flanagan, había escapado días antes y como cualquier gobernante que se precie, había acumulado riquezas fuera del país como para vivir a todo trapo tres generaciones. Queridas incluidas.

A raíz de otro cambio de régimen, le abrieron la veda y sir Josefo Flanagan pudo regresar a su país. Habían pasado más de cuarenta años. Ya aposentado, a sir Josefo Flanagan le entró vocación de reformar el mundo; pero se dio cuenta de que quien mucho abarca poco aprieta y se decidió por reformar su patria. Al ver que no le respondían las fuerzas para semejante empresa decidió reformar su estatus; por algo hay que empezar, lo de la patria que espere. En el exilio, sir Josefo Flanagan se pegó la vida padre –gracias a los millones evadidos por su padre cuando escapó– pero ya en su patria, acogiéndose a la costumbre, se propuso y lo consiguió, pegarse la vida padre y muy señor mío. Todo dios le bailaba el agua, una cohorte de dirigentes, periodistas y espoliques se encargaban de trocar las muchas torpezas del sir y presentarlas como grandes aciertos; como por ejemplo la venta de un palacio que le regalaron a su padre –el que escapó en plan correcaminos bien forrado, como se dijo– por cuestación popular. Para revertir dicho palacio al municipio, el consistorio tuvo que pagar a sir Josefo Flanagan una caterva de millones.

Sir Josefo Flanagan recordaba con nostalgia su afición juvenil: ser marino de guerra; afición que tuvo que renunciar cuando salió por patas. Este detalle de renuncia le vino bien al sir para presentarse con una vida llena de renuncias y sacrificios para con su patria. A partir de ahí a sir Josefo Flanagan comenzaron a nombrarlo como el muy patriota. Hubo algún somarda que dejó caer eso de: qué bonito es ser patriota con los bolsillos bien llenos, cubierta la retirada, por si luego vienen mal dadas, y hay que escapar bien lejos. Así cualquiera es patriota. Como pago a estos sacrificios el gobierno nombró a sir Josefo Flanagan almirante de la Armada. Envanecido con este nombramiento, sir Josefo Flanagan se procuró para lucirlos buen número de uniformes y condecoraciones –lo malo es que con su figura los sastres tenían que hacer maravillas; con los años, sir Josefo Flanagan se había convertido en un gordo inmenso, que unidos la papada y el pestorejo parecía que una bandeja sostuviera una cabeza sobre su corpachón redondo. Su figura empeoraba cuando sir Josefo, en plan deportivo lucía calzón corto. Entonces espantaba no solo a los pájaros, espantaba a todo bicho viviente–. También faroleaba con términos marineros aprendidos en su corta estancia en la Escuela Naval: proa, popa, babor, estribor, sotavento, barlovento…, aunque no entendía bien su significado –es igual, ya aprenderé; y si no, tengo espoliques a mi servicio que me sacarán de apuros–. Hay que reconocer que sir Josefo Flanagan en su día conjugó alguna frase de su cosecha, como: esto va viento en popa. Le entró afición desmesurada por la marinería y se embarcó en un buque escuela a recorrer mares y países del mundo mundial, con barra libre para gorronear con presupuesto del estado. Por que yo lo valgo y lo merezco. Asímismo fue repatriando a familiares fallecidos en el exilio –que también ejercieron de vividores– para inhumarlos en la patria. Personas influyentes se arrimaron a sir Josefo Flanagan, incluso un banquero con título de doctor honoris causa.

—Será para instruirlo en ingeniería financiera. Lo digo por los continuos viajes que hace el sir a Suiza –dijo alguien.

—No, qué va; lo que pasa es que ese banquero, amén de altruista, le tiene mucho aprecio al sir y pasan el rato jugando al parchís, a la oca…, incluso a los chinos. En cuanto a los viajes a Suiza, sir Josefo Flanagan, como glotón que es, va a proveerse de chocolate y quesos, que los de Suiza llevan fama mundial.

— ¡Ah…!

También protagonizaba el sir hazañas que era harto difícil el presentarlas como buenas. Estos episodios no convenía airearlos, pero siempre trascendía alguno. Mostraremos un par.

En un puerto deportivo de la Costa Azul, se habían puesto tibios de comer y beber sir Josefo Flanagan y compañía. A la hora de retirarse iba el sir a entrar en su coche aparcado junto al mar; estaba el conductor sujetando la puerta, gorra en mano en actitud de respeto. Sir Josefo Flanagan no es seguro que estuviera borracho, pero por los traspiés que daba lo parecía.

— ¡Aivadeai…! Que conduzco yo –le dijo el sir al chófer

´ —Disculpe, sir, veo que Vuestra Señoría no va en condiciones de conducir….

¡Aivadeai hi dicho! ¡Y no me gusta repetir las cosas!

El chófer porfió intentando impedir que el sir condujera. Pero el mosqueo de Su Señoría fue en aumento que hasta sacó su vena cuartelera y recetó al conductor una semana de cuadras ¡Así aprenderá! Sir Josefo Flanagan se puso al volante del buga y se conoce que entre el mosqueo y el principio de pedal que llevaba, en vez de poner la primera puso la marcha atrás, aceleró y el coche partió como un rayo directico al mar, con el impulso pasó por encima del bordillo que hacía de parapeto y le faltó el canto de un duro que no se capuzó en el agua. Quedó el coche balanceando en un me caigo no me caigo; sin la pronta actuación de sus quince guardaespaldas la cosa hubiera sido dramática. Eso sí, sir Josefo Flanagan se llevó tal susto que hasta se le pasó el pedal. De golpe.

Otra proeza del sir digna de mención fue una jornada de caza. Convidado junto a otras personalidades a una montería, sir Josefo Flanagan acudió a la cita debidamente ataviado con atuendo de camuflaje, calzado adecuado y tocado con un gorro de piel de mapache con rabo y todo, como mandan los cánones. Ya metidos en harina, el sir vislumbró una res, quizá un corzo, a cierta distancia junto a una loma con abundantes arbustos. Vio oportunidad de lucirse y decidió que ese trofeo sería para él.

— ¡Dejarme solo! Que me basto para cobrar esa pieza sin ayuda.

Pero Señoría, conviene que le acompañemos, hay mucho jabalí y si alguno está herido es muy peligroso…

¡Que me dejís solo, hi dicho…!

Los otros, sabedores de cómo las gastaba el sir, no porfiaron. Sir Josefo Flanagan, carabina en ristre emprendió la marcha con mucho ánimo, pero enseguida ralentizó el paso porque se dio cuenta que estaba desprotegido y su orgullo le impidió pedir ayuda. El caso es que andaba con excesivo sigilo mirando para todos lados; como si le fueran a atacar una manada lobos, vamos. Los otros contenían la risa como podían. Al llegar en un claro de los matorrales allí estaba el corzo comiendo en las manos de un transeúnte que merodeaba de continuo por esos lares y tenía viciada a la res que confiaba plenamente en él. Sir Josefo Flanagan, viendo la presa a tiro iba a disparar cuando tropezó con algo y se pegó tal morrazo contra el suelo que de la carabina, al tener el dedo en el gatillo, salió un disparo que le fue por los pelos no le arreara al transeúnte. Con el susto del disparo el corzo salió despavorido, de un salto cruzó un riachuelo y desapareció entre la maleza. La reacción del hombre, al ver que habían espantado a la niña de sus ojos –después de aventar la carabina del sir al arroyo–, fue que con una vara de fresno le midió bien medidas las costillas al sir –que comenzó a gritar pidiendo auxilio–. A pesar de la granizada de palos que recibió sir Josefo Flanagan, su aparato locomotor estaba intacto. Parecía imposible que tan enorme corpachón escapara con la agilidad de un gamo.

Está visto y comprobado que la estupidez, lo mismo que la inteligencia, no conoce rangos sociales; afecta lo mismo a las clases dirigentes que a las clases medias. Incluso a los peones camineros.



Vicente Galdeano Lobera.