lunes, 20 de diciembre de 2021

Amistades peligrosas

 

—El caso es que el médico especialista me ha metido en danza y dice que tengo que seguir tratamiento si quiero embarazar a doña Lorelai, mi santa esposa… Esto conlleva la obligación de tomar medicinas y además las temidas inyecciones; y yo, qué quiere que le diga, yo a los medicamentos, y más a la inyecciones, les tengo pavor.

Quien esto razonaba era don Casto. Este señor era calvo, de cara triangular y con papada, que parecía nacer directamente del pecho evitando así el trámite del cuello; su envergadura era tal, que, al ser pequeño y con piernas muy cortas, asemejaba a un tonel. Por su estampa, se podía considerar, sin temor a equivocarse, como el más eficiente antídoto contra la lujuria. Como atenuante a lo descrito podemos decir que don Casto, procede de muy ilustre linaje y que tiene más perras que pesa. Se supone que en doña Lorelai influyó bastante el “atenuante” para desposarse con don Casto. Este hombre se sinceraba con su amigo de confianza don Baldomero, que era bastante más joven y de complexión normal.

—Pues yo ahí no veo ningún problema, don Casto; usted haga caso a su médico, que doña Lorelai…, digo, que engendrar un heredero, bien vale una misa.

Doña Lorelai es mujer de suave y modesta belleza, como de santa, vamos; parece muy recatada de suyo, pues siempre va ataviada de modestos ropajes que intentan disimular, sin éxito, la hembra fresca y sabrosa como fruta en sazón que dichos atuendos cubren.

—El caso es que yo soy muy reacio a los medicamentos, don Baldomero; todos tienen efectos secundarios y temo dañen mi salud. Usted mismo puede ver que estoy fuerte como un toro.

—Sí que está usted fuerte, sí; quizá demasiado —casi se le escapa eso de que parecía un tonel, pero calló a tiempo. Menos mal—. En cuanto a lo otro, pues no sé que aconsejarle, don Casto, yo iría adelante con los faroles; porque ¿Qué son los efectos secundarios que usted teme comparados con el placer que proporcionan los hijos? ¿Eh? Eso sin contar lo feliz que se sentiría su señora al hacerla madre.

Lo que intentaba ocultar don Casto a su amigo —después se lo dijo—, es que debido a la enorme barriga que portaba, que junto a que su aparato reproductor era pequeño, se hacía imposible el acoplamiento con doña Lorelai. Consultaron al especialista para una posible reproducción asistida, pero después de análisis, le diagnosticaron que sus espermatozoides eran vagos. De ahí lo de seguir tratamiento. Pero el caso es que me urge la solución ya; se me pasa el arroz a pasos agigantados y necesito descendencia.

Después de un tira y afloja, don Baldomero aconsejó a su amigo que buscara algún donante entre la familia, y ante la rotunda negativa de don Casto (estos asuntos son muy íntimos y no quiero mezclar a nadie, y menos a la familia; si me sincero con usted, don Baldomero, es porque lo considero un amigo digno de toda confianza).

Don Baldomero vio que su amigo, además de hipocondríaco, no era muy largo de entendederas; con riesgo de terminar a trompicadas se la jugó a una baza:

—Mire usted, don Casto, me honra sobremanera eso de que me considere amigo de toda confianza; por eso vamos a hablar claro. Mire, me atrevo a ofrecerme a inseminar a su esposa –al llegar aquí carraspeó un poco, más que nada por ver la reacción del otro–; sin ningún interés, sin tocarla siquiera, sólo por favorecerles a ustedes. Verá cómo: en el habitáculo que usted decida, no es necesario que haya lecho, me ata de pies y manos y después me cubre con una sábana que, por razones obvias, tendrá un agujero donde corresponda, claro. De esa manera su señora no se sentirá ultrajada y nunca sabrá quién la inseminó. También, si usted lo desea, podrá estar presente y en cuanto se cumplimente el asunto, doña Lorelai se retira, usted me desata y cada mochuelo a su olivo ¿Qué le parece? Si no le parece bien haga usted cuenta de que no le he dicho nada y tan amigos.

Silencio ensordecedor como respuesta; don Casto se quedó mirando sin ver a un punto fijo. Se veía a las claras que estaba rumiando la propuesta. Reconsideró que esta forma era rápida, se ahorraba trámites de inseminación artificial y, además, buenos dineros; y teniendo en cuenta que nadie iba a toquetear a doña Lorelai, hacía cuenta que don Baldomero se masturbaba…

—Hecho… –respondió al fin–, espero de usted, don Baldomero, discreción absoluta.

—Seré una tumba, don Casto.

Informada doña Lorelai, estuvo de acuerdo: sólo por complacerle a usted hago este gran sacrificio, don Casto –dada la diferencia de edad, doña Lorelai trataba siempre de usted a su marido.

Don Baldomero, estaba bien amarrado pero a través de la sábana, al estar muy gastada, él veía bien. Al poco apareció doña Lorelai con sus espléndidos cabellos sueltos, enagua de seda y encajes que al quitársela dejó a la vista unas hechuras de ensueño algo veladas por un sostén y medias sujetas con liguero; calzaba unos zapatos de aguja que realzaba aún más su figura. Todo en color negro. Estaba tan rica y sustanciosa que se la levantaría hasta los muertos. ¡Uf! Esto es demasiado. Menos mal que estoy atado y bien atado…

Ella hizo mención de quitarse todo.

—¡No! Doña Lorelai, por lo que más quiera…, no se me desnude, quédese así como está, zapatos incluidos; quítese sólo lo indispensable para nuestro negocio y acérquese, por favor… acérquese.

Se engarzaron; ya en las primeras embestidas ella se dijo que esto es otra cosa (don Casto no la “cogía”, sólo la manchaba), pero notó que aquí falta algo; tomó la iniciativa y tuvo a bien el destapar al galán, después lo desató para yogar por conducto reglamentario.

Él, al verse suelto, a pesar de su amistad con don Casto y de las promesas hechas, y más teniendo a tiro a una señora de semejante calibre, decidió aprovechar la oportunidad y con un “venga usted para acá, cordera”, se la cepilló dos veces más, una por cada lado.

Don Casto, por decoro, los había dejado solos para que solventaran más a su aire y se alejó por los últimos recovecos de sus amplios jardines; aun así, a pesar de estar lejos, juraría haber escuchado los gemidos de placer de su señora. “No, se dijo, serán esas aves que vuelan alto y que imitan la voz humana”.

Después del lance de “inseminación”, doña Lorelai, con destreza, amarró al galán como antes y le colocó la sábana. Y aquí no ha pasado nada; bueno, aquí no ha pasado nada si exceptuamos que ella tuvo que acostarse con pijama recio durante unos días hasta que se le borraron los cardenales y arañazos de brazos y muslos y algún leve mordisco en el cuello de los que se cobran en coyunda. Adujo ante don Casto que estaba muy constipada.

Cuando al tiempo legal doña Lorelai alumbró gemelos, cuando convenía exclamaba: “es que mi don Casto es muy hombre”.



Vicente Galdeano Lobera


lunes, 29 de noviembre de 2021

Insatisfación

 

            Se pasó una hora buscando el calcetín rojo; Marisa rebuscó sin resultado por la destartalada estancia donde en un camastro junto a su novio se habían desfogado. Bueno, sólo él, rápidamente; Marisa no notó ni cosquillas.

            Marisa, de dieciséis años, era mujer no muy alta dotada de unas medidas muy bien proporcionadas resultando una bonita figura. No se fajaba los pechos, pues los tenía sólidos y se le insinuaban los pezones durísimos bajo su atuendo. Poseía, además, una hermosa cabellera oscura que enmarcaba un rostro moreno con unos deslumbrantes ojos color ámbar y abultados labios que al sonreír descubrían una hilera de dientes muy blancos y un poco imperfectos que la hacían más deseable. Marisa, guapísima, era hembra que abrasaba al tacto. Sería pecado estar a solas con ella y no desearla. Marisa no tenía consciencia de lo hermosa que era ni de la admiración que arrancaba a su paso llevándose todas miradas.

            Había acudido con Marcelo, su novio, a la ribera del río, la abundante vegetación lucía en todo su esplendor los colores del otoño. Se acercaron por el cauce, sin agua, hasta un viejo molino y entraron. Marisa, de elegancia natural, vestía una corta falda escocesa que dejaba ver sus bien torneadas piernas y blusa a juego con discreto escote; calzaba unos zapatos con hebilla,  de paje, y calcetines rojos. Ofrecía la estampa de una bellísima colegiala.

             Dentro del molino se produjo un altercado que Marisa no estaba dispuesta a repetir. Apenas entraron Marcelo, sin preámbulos, comenzó a desnudarla sin tanteos ni delicadeza esparciendo su elegante indumentaria, calcetines incluidos, por la estancia. La tumbó y comenzó a sobarla saciándose enseguida, pero dejando a ella “in albis”, sin sentir ningún placer.

            —Eres un tontito, Marcelo… y no voy a consentir que me toquetees más.

Él aún estaba jadeando por el rápido placer obtenido; quedó apesadumbrado por la amonestación de Marisa.

            —Perdona, amor, es que no puedo reprimir mis impulsos —Pronunció otras disculpas mientras ella recogía sus prendas.

            —¡Hala…! Ahora me falta un calcetín. Ayúdame a buscarlo… demuestra que sirves de algo.

            No lo encontraron; Marisa preveía riña en casa, seguro que su madre estaría esperándole.

 Al salir, la había amonestado: “Qué ganas de llamar la atención, Marisa, con ese calzado pareces una niña”.

            Llegaron al pueblo, Marisa se desvió hacia su casa, no permitió a Marcelo acompañarla. Milagrosamente, en una esquina vio su calcetín encima de un seto.

 — ¡Uf! Menos mal, no sé cómo habrá llegado aquí. Bueno, el caso es que lo he encontrado…

            Al intentar cogerlo, desapareció la prenda del arbusto. Se asomó y vio a Manolón, un mastodonte deforme que ejercía de tonto oficial, tumbado en la yerba con su calcetín.

            —Ji, ji, ji, jiiii… Este calcetín tiene precioooo… Si lo quieres te costará algoooo… Ji, ji, jiii… Marisa, sorprendida conseguiría su prenda como fuera. Preguntó a Manolón el precio y él le dijo que podía muy bien terminar la faena empezada por su novio, que la complacería. Ella dijo que sí, “vamos, detrás de esa tapia no nos verán”.

            Manolón, quería sacar tajada.

Calculó mal; sacó, además de patadas en la espinilla, una ración de sonoras bofetadas y la visión de Marisa escapando con el calcetín.

 

 

 Vicente Galdeano Lobera.  

 

 

domingo, 31 de octubre de 2021

Decepción

 

   Había llegado el momento, pensaste… Lo tenías cantado, recibiste a Pablo prácticamente desnuda, maquillada, embadurnada en cremas… Plena de deseo; llevabais saliendo dos meses; hablando por teléfono todas noches, una hora como mínimo, se os hacía corta. A ti, como mujer te regalaba los oídos con sutilezas a veces subidas de tono, pero siempre atinadas y desprovistas de grosería. Qué llegaste a escuchar de tu apuesto galán… Estando juntos te comía a besos… Sin embargo, pasó lo que pasó; es más, no pasó nada.

 

   Había llegado el momento, pensaste… Tocaba entrar a matar; al entrar en su casa, viste en Rosario la más perfecta imagen de la decepción. Acostumbrado a verla siempre elegante, su desnudez mal velada por una bata vulgar, te desinfló el deseo fiero que desarrollaste en interminables pláticas telefónicas. Por no decir cuando estabas con ella. Imaginaste un recibimiento en lencería fina, color negro, zapatos de aguja… y demás. Descubriste el fetichista que llevas dentro. Sin embargo, pasó lo que pasó; no pasó nada.

 

   No, no pasó nada… Inexplicable. “Este tío es maricón o qué”, pensaste. Vestido de punta en blanco viste en su cara algo calcado a la decepción ¿por qué?  Al sentaros a la mesa bien preparada, lo inundaste a besos y arrumacos; “ponte cómodo, amor, venga, yo te desvisto…” Todo en él era silencio ensordecedor. “Estará cansado, seguro”. Horrorizada por su pasividad, no sabías qué hacer… Se levantó de pronto, “irá al baño”, cogió su gabán y el sombrero y formulando un “encantado de conocerte, Rosario. Muchas gracias por todo”. Se fue. Al intentar alcanzarlo, ya bajaba las escaleras como alma que lleva el diablo.

 

   No pasó nada… No, no te hubiera aprovechado; Rosario preparó muy bien la mesa con viandas apetitosas y cava frío, con adecuada penumbra; pero sus ademanes ramplones, faltos de exquisitez te rociaron de agua fría. Digan lo que digan por ahí, tú valoras mucho el pudor y el recato tan exentos en esa ocasión. Lo comprobaste entonces. Fue un impulso; sin pensarlo más, cogiste tus cosas y con ademanes corteses te despediste de Rosario. Para siempre.

 

 Vicente Galdeano Lobera   

 



martes, 28 de septiembre de 2021

Memoria

   

 

   — ¡Cada día eres más tonto! ¡¿No tienes ojos en la cara o qué?!

   Callada por respuesta; sus padres le habían inculcado sumisión, y en lo poco que acudió a la escuela, también.

   — ¡¡Mal empleado el pan que te comes…!! ¡¡Fuera de mi vista!!

   El diálogo, más bien monólogo, era entre dos hermanos, el mayor de treinta años, y Carlos de once; estaban componiendo unos aperos agrícolas. Carlos hiciera lo que hiciera todo estaba mal según el mayor, que siempre se dirigía al pequeño exento de razonamiento, con gritos, con violencia, con ira atroz; con un odio injustificado, hacía blanco en Carlos de todas sus frustraciones.

  Carlos, en cuanto olía la tormenta procuraba evitarla, por todos medios adelantándose a los deseos del otro, pero no había tu tía; tenía que dejarle mal, y si había público, mejor. Comenzaba quedándose sin habla, cambiando de color desando se lo tragara la tierra; a menudo pensó en matarse. En este caso, siempre lo recordará, estaba Rosamari, preciosa niña de diez años que era su amor de adolescencia; ella al contemplar la humillación de Carlos –qué crueles son los niños-, comenzó a burlarse.

   El episodio, uno de tantos, no se lo desea Carlos ni a su peor enemigo. Durante años soportó violencia que le era difícil evitar; estaba dentro de su familia. Tanto en el trabajo, que no terminaba nunca, como en casa. Y todo con el beneplácito de sus progenitores.

   Carlos, poco a poco más anulado y con fuerte sentimiento de culpa, concluyó que sí, era tonto. Envidiaba a sus amigos; ellos tenían en la familia consuelo y apoyo, mientras él parecía estar emparentado con ogros.

   Si Carlos hubiera tenido la instrucción que con buenas lecturas alcanzó años después, podría muy bien haber paliado sus circunstancias:

    “Ser mayores no os da derecho a insultarme a todas horas, vivir aquí es un sinvivir; el plato que como en esta casa se me atraviesa en la garganta; paradójicamente a causa de mis hermanos. No merezco el desprecio y humillaciones que descargáis sobre mí de manera tan dolorosa y con crueldad desmedida dependiendo de vuestro humor. Os libra mi apego a la familia. Merecíais la muerte”.

   Carlos, se reconoce culpable por no escarmentarlos; por no matarlos, vamos. Ya jubilado, aún tiene pesadillas por este recuerdo y otros peores. Nota las heridas cerradas en falso. Podía haberse resarcido de los agravios, pero cuenta la consanguinidad; no lo vio correcto.

   Sin embargo, el tiempo, el cielo o alguien superior, les dotó de castigo a sus dos hermanos verdugos; el uno murió en medio de dolorosa enfermedad reducido a una piltrafa; y el otro, desde la cuarentena está siempre enfermo, baldado y con atroces dolores.

 

 

 Vicente Galdeano Lobera.


 

 

  


martes, 31 de agosto de 2021

Una de playa

 

Porque es que yo, qué quieren que les diga, señores míos; yo no acostumbro a dar explicaciones a pobretones. Y no les sepa malo el apelativo; pero, repito: ustedes son unos pobretones; o por lo menos lo parecen. Porque, vamos a ver: ¿cuántas veces han marchado ustedes de vacaciones? Ninguna ¿Verdad? Pues yo, sin ir más lejos, este año he veraneado en la Costa Dorada ¿Qué les parece? ¡Qué les va a parecer! Si no saben de lo qué les hablo y, además, no han salido nunca de la comarca. Miren, ¿se imaginan ustedes el estar rodeado de mujeres guapas y casi desnudas en la orilla de la mar? Eso, sin contar lo que ya imaginan ustedes y que yo, por decencia, callo. Pero, bueno; basta por ahora, demasiados detalles les doy. Lo más seguro es que no los puedan digerir.

El que peroraba a sus subordinados era el caporal Cirilo, responsable de unos establos de ganado. El Cirilo era un hombre robusto, casi rechoncho; de una fealdad tirando a monstruosa, con cara redonda, cejijunto y nariz roma y rojiza; con brazos largos como los de un mono. Con la pinta que gastaba era difícil que se hubiera comido un torrao en su vida –eso pensaban los peones, pero no les convenía contradecirlo–. Pero era caporal, y quería mostrarse en todo su esplendor para dar envidia a sus inferiores. Estaban en una pausa de sus tareas sentados en un montón de heno junto a capazos con avena y aparejos de trabajo. Allí, aparte de los rebuznos del caporal, se oían relinchos, mugidos, ladridos y todo el léxico de los bichos de la estancia.

La jactancia del caporal espoleó a los tres colaboradores y a los pocos días los tenemos en la recepción de un modesto hotel de Salou. Se conoce que tenían amor propio los mendas. Pero al echar cuentas, sólo disponían de liquidez para alojarse dos; el otro, o bien se iba a chiflar a la vía, o se organizaban e inventaban alguna treta. Optaron por lo segundo. Lo malo es a la hora de comer –el hotel disponía de restaurante autoservicio para comer todo lo que uno desee–, sólo había pase para dos, claro. Pues aquí alguno tendrá que ayunar, que Salou bien vale una misa ¡Vamos, digo yo! Dijo el Tomás. Decidieron jugarlo a los Chinos: El que gane, come y cena; el segundo, sólo come a mediodía; y el otro, sólo cena. Para dormir, juntarían las dos camas y se las arreglaría el perdedor para colarse de rondón y entrar con ellos; los días restantes, a rueda. Y así, todos contentos. No les salió mal la treta, y los días que estuvieron se las iban arreglando con regularidad. Pero el primer día, a la hora de comer, quedó fuera de juego precisamente el Tomás, que tenía hambre de lobo; a este había que verlo pegado a la cristalera del autoservicio con las manos haciendo pantalla y los ojos como platos, mirando cómo los otros, en una mesa junto al ventanal y sin hacerle ni caso, se ponían más que tibios de comer. Pero se adaptaron pronto a la situación de que, por turnos, a uno le tocaba comer con los ojos; no quedaba otra.

El caporal Cirilo, quedó perplejo cuando le mostraron las fotos y postales de la costa. No asumía, ni de lejos, que unos pobretones le pasaran por los morros los retratos que se hicieron con unas extranjeras despampanantes.


Vicente Galdeano Lobera


sábado, 31 de julio de 2021

Una del Oeste

 


El vaquero, mal vestido y peor aseado, entró en el saloon de un poblado de Texas, donde junto al bullicio de gentes de todo pelaje, había mesas de juego de cartas y, en un rincón, un billar. Se apoyó en el mostrador mientras ojeaba el entorno. El cantinero, hombre ya con años y pelo cano, solícito, le acercó un vaso con intención de servirle whisky.

—Yo no te he pedido de beber… –dijo el vaquero.

El hombre le retiró el vaso fue a dejar la botella en su sitio.

— ¡Eh, patrón…!

—Y, ahora, ¡qué quieres?

—Dame de beber.

— ¡¿Qué?! ¡Muy gracioso el chico…! ¿Tienes ganas de marear? –dijo el hombre algo picado. Le sirvió.

— No…, ahora, no. Estoy muy cansado y por eso cambio de opinión a cada paso.

Mientras el vaquero estaba en el saloon, su socio, hombre algo más talludo y con desaseo similar, acudió a la armería en demanda de recomponer su arma. El maestro armero, un viejo enjuto con bigotes blancos y amplia calva que relucía por encima de su visera de hule, era buen conversador y de muy buen trato. Recomponía los aparejos en un banco de trabajo que servía también de mostrador, y estaba rodeado de vitrinas con buen surtido de armas, calzado y algún atavío de caballería.

—Este parece un pueblo tranquilo ¿Verdad? –dijo el cliente.

— ¡Pst! No lo diga muy afuerte, Podría romper el encantamiento…

— ¡¿Porqué?!

— Porque Harry el Elegante está en el pueblo con sus chicos y no se necesita mucho para ponerlo nervioso.

— ¿Harry el Elegante? ¡¿Quien es?! –El cliente era parco en palabras, pero muy directo, y con un semblante serio que amedrentaba al más pintado.

—Un jugador…, un profesional, tiene una pinta de cantamañanas que tira de espalda, pero no conviene decírselo porque es muy quisquilloso y se altera enseguida. Si quiere verlo en su salsa vaya al saloon, pero no le mire a los ojos porque él lo entiende como un desafío. Le diré más, él y sus muchachos vienen al poblado de vez en cuando y en el saloon, jugando al poker, despluman uno a uno a los hacendados. De esta manera, de manera tácita, le pagan como un tributo, y, a cambio, los secuaces protegen algo sus propiedades; o, por lo menos, no les roban. Ya está avisado, forastero.

Al “socio” le entraron prisas repentinas y salió rápido del local. El armero le advirtió que estaba terminando con su arma, pero le respondió que la retiraría más tarde, que tengo prisa. “Éste en cuanto ve jugar, es capaz de cualquier cosa; y menos mal que el dinero lo guardo yo” –llevó su pensamiento a su amigo–. El vaquero observaba la partida en una mesa con cuatro jugadores bien atildados y, sobre todo, un montón de billetes, muchos billetes. Jugaban fuerte; lástima no disponer apenas de liquidez para proponer un envite. Sin poder contenerse, se dirigía a la mesa cuando el “socio”, que acababa de entrar, le cortó el paso:

— ¡Eh, tú! ¡¿Adónde vas?! ¿No sabes quien es? Es Harry el Elegante, un jugador profesional…

—Y ¡Qué pasa! ¿Te da miedo?

El socio gruñó algo y meneó la cabeza

— ¿Tienes algún dinero?

El socio, casi sonrió y le entregó buen puñado de billetes. La verdad es que confiaba en la destreza del vaquero, y lo apreciaba, pero en según que trances aventurados, prefería acompañarle. Por si las moscas. Que a veces, de una caña sale una bala. El vaquero se acercó a la mesa del Elegante en el momento que se levantaba un rico hacendado local al que los “Elegantes” habían limpiado. Harry recogía en ese momento, con buen gesto, un montón de billetes.

—Quisiera poder contar, que Harry el Elegante ha jugado conmigo. –dijo a modo de saludo.

Harry el Elegante lo recorrió con la mirada un par de veces, como se mira a una alimaña, como perdonándole la vida. Después, sin hablar, con el dedo índice hacia abajo le indicó que se sentara.

El “socio” acercó una silla y también a modo de saludo dijo que si no sería mejor cinco jugadores. Harry, levantó la vista y después del protocolo apreciativo, ante la mirada torva del fulano, le dio la venia, también con el índice para sentarse. Mesa completa; con espectadores que conocedores del paño, ni respiraban. Cogió los naipes el Elegante para repartir, cuando el vaquero objetó: la carta más alta da… ¡No? Harry casi lo traspasa con la mirada, no acostumbraba a escuchar avisos. Pero no dijo nada; sacaron cartas y, mira por dónde, le tocó la más alta a él. Cogió los naipes y echó las mangas de su americana hacia atrás para mostrar bien los valiosos gemelos de los puños de su camisa y comenzó a barajar; más bien comenzó la demostración de dominio con los naipes dignos de un prestidigitador con un aire de suficiencia con la seguridad que amedrentaría a los nuevos. Por fin, repartió las cartas. Después de mirar cada uno su juego, empezó la partida. El vaquero pasó, así, sin más; Harry lo miró con algo parecido a la furia; Un secuaz que vestía elegante peinado con raya en medio, echó diez dólares, le tocó al “socio que estuvo a punto de soltar cincuenta, pero ante la mirada del vaquero, quedó el billete en suspenso; el otro “Elegante” que vestía también muy galano, echó a la mesa cien, y Harry otros tantos. Ganó el de la raya enmedio; se disponía a recoger la pasta cuando el vaquero dijo: enseñe las cartas… El otro, con mal gesto las mostró. “Vale, todo correcto”.

Por mano, le tocó repartir al vaquero que hizo un alarde de manejo de cartas que si el Elegante parecía prestidigitador, el vaquero era prestidigitador y medio. Los otros quedaron sorprendidos. Dejó asombrado hasta su “socio”. Puso el montón en la mesa y dijo el tuerto que en su pueblo siempre se cortaba. Cortaron (se las arregló para dejar el taco como estaba. Sin que se enteraran los otros, claro). Repartió los naipes y en silencio, solo por las miradas (aquí se hace bueno eso de que la vista no guarda secretos), casi se podía adivinar el juego de cada uno. En el local, extrañados de que Harry se jugara los cuartos con unos desarrapados, la expectación y el silencio era total; no querían perderse el expolio de unos incautos. Comenzó el “baile” y el de la raya en medio apostó diez, el socio, cincuenta; el tuerto, que su ojo sano era más elocuente que todos ojos de los demás juntos, cien; Harry, cien, y otros cien más. Aforaron todos. Después de la segunda vuelta tocó levantar, la verdad es que todos tenían la impresión de haber ganado. El Elegante mostró las cartas con cuatro “sietes” y un “nueve”. Imbatible; o casi. Con un aire de suficiencia se disponía a recoger el dinero del centro cuando puso las cartas boca arriba el vaquero: cuatro ases… Había ganado. El “socio” no pudo reprimir una carcajada de júbilo, que paró en seco ante la mirada severa del vaquero. En cambio, a los elegantes, si les pinchan casi seguro que no les sale sangre.

— Has hecho trampas, chico… –dijo con voz pausada el Elegante.

— ¿Tú crees…? -y recogió el gran montón de billetes que metió en su faltriquera. 

—Sí, lo creo… –Harry se levantó, echó para atrás su elegante levita (al verlo de cuerpo entero, se vio que era hortera sobremanera) y acariciando su armas al cinto dispuestas a usarlas, añadió–: te invito a beber, chico. –Y se fue hacia el mostrador.

Los parroquianos viéndolas venir se fueron escabullendo fuera de tiro. Por si acaso. Silencio atronador en el saloon. Parecían escucharse las campanas a muerto. El vaquero, que se vestía por los pies, se acercó junto al sonriente Elegante que alegó que el whisky atenuaba el dolor de las balas. El otro, no lo contradijo, pero le aconsejó que se tomara uno doble, que así no lo notarás siquiera. Aún añadió que hacía juegos malabares; te lo demostraré. En ese momento se oyeron dos trastazos muy seguidos: los elegantes que se habían quedado en la mesa con el “socio”, habían intentado enredar y “cobraron”. Se quedó haciendo solitarios y advirtió a su amigo: no te entretengas.

Comenzó el juego malabar que se lo aplicó con reiteración el vaquero al Elegante. A saber: los dos hombres uno enfrente de otro, el elegante acariciando sus armas con seguridad pasmosa y, en ese momento, el otro saca el revolver con una mano y con la otra le aplica una bofetada, lo vuelve a enfundar, otra bofetada, saca el revolver apunta, bofetada y lo vuelve a enfundar, y, así hasta cuatro. Pero bofetadas gordas y buenas… y muy sonoras. El otro se queda que no se lo cree. El vaquero hace por explicarle:

— ¿Has entendido algo? Si quieres, te lo vuelvo a repetir. Te advertí que hago malabares…

Los presentes dan fe que se repitieron los malabares, pero con más bofetadas. Y acabó porque el “socio” le dijo eso de que “ya vale, hombre, ya vale”. Harry el Elegante dijo que esto no quedará así, a lo que el otro contestó que por mí ya vale, pero si quieres sé más juegos. El socio se levantó, y dio por terminada la danza. Harry el Elegante se retiró airado, con la promesa de que de ésta se acordarían y renegó, pateó, amenazó, gritó y más cosas. Se conoce que no asumía que lo "limpiaran" a él; y menos aún que le arrearan una tanda de bofetadas en presencia del respetable.

Harry el Elegante y sus secuaces, desaparecieron y pusieron muchas millas de por medio, y no se les vio el pelo jamás.  En agradecimiento, la población propuso por unanimidad, al vaquero y a su socio, como sheriff y ayudante. 


Vicente Galdeano Lobera











miércoles, 30 de junio de 2021

Gusto estropeado

 


             Estábamos dos conductores sentados a la mesa en un bar de carretera esperando la cena. Nos servían el primer plato cuando vimos por los ventanales del local entrar otro camión al aparcamiento. El chófer era el Anselmo Cerezuelo, profesional de prestigio y compañero nuestro.

—Habrá que recoger las gallinas, que este guripa no es de fiar —dijo el de al lado.

            Anselmo gozaba de una merecida fama de fanfarrón y de chivato. Estaba a un paso de arrebatar el título de Alcahuete Mayor de la Compañía a un tal Lurón. Había que cuidar lo que se hablaba en su presencia, porque siempre, aun sin hablar, informaba de todo al jefe enseguida. Retorciendo la cosa a su antojo, claro.

            Se acercó y se sentó a la mesa con nosotros; comenzó la danza. Pero como no le dábamos pábulo para ejercer de correveidile, optó por su otra especialidad: la de fantasma.

            Faroleaba siempre, viniera a cuento o no, que él, al ser soltero, no tenía que dar cuentas a nadie, que tenía el piso pagado y que era muy rico. También presumía de que se iba con las mujeres que le apetecían. –mirando su facha, era difícil de creer, pero, en fin; “es que tú vales mucho, chaval”, dije, y Cerezuelo, muy satisfecho, no podía disimular su esponjamiento.

            —Mirar, mirar… –nos enseñaba el móvil- qué mensaje me ha mandado una rumana, mirar, sólo de leerlo ya me pongo a cien.

             —Qué pasa, Cerezuelo, ¿les pagas bien, o qué? –me salió así el comentario.

Anselmo se volvió hacia mí con mirada severa; no esperaba esa observación.

            — ¡Hombre, claro! ¡Hay que pagarles! Si no, no acuden.

            — ¡Ah! Pues así acuden a cualquiera, incluso a mí.

Quedó un poco tocado el Cerezuelo con la respuesta, pero se rehizo pronto.

            —De todas maneras, tengo una hembra peruana que tiene treinta y ocho años, oís bien, treinta y ocho años, y está loca por mí —saboreaba Anselmo cada palabra, y me arreaba palmaditas en la espalda con la cabeza vuelta a otro lado, como para realzar su tesis y con el propósito de darnos envidia.

            —Se llama Marcela ¡Ay Marcela de mi vida! y tiene treinta y ocho años. En cuanto regrese al valle del Arlanza -estábamos por Algeciras-, me voy a encamar con la moza y me voy a poner como el chico del esquilador.

            Estuvo el ínclito perorando y presumiendo de la allegada de los treinta y ocho años todo el rato, A mí ya me cansaba.

             No me pude contener, tiré a dar.

             —Pero, vamos a ver, Anselmo, la Marcela esa de los treinta y ocho años, ¿Está buena, o no está buena? porque igual resulta que es un cardo borriquero…, de treinta y ocho años, claro.

            Cerezuelo quedó parado, pensativo, le costaba trabajo argumentar, tardó un poco en contestar.

            —Hombre, lo que yo digo es que, si tiene treinta y ocho años, tiene juventud, y eso, a nuestra edad que ya somos sesentones, se valora mucho.

            Pero no contestó a mi pregunta. Este Anselmo tiene el gusto estropeado; o es un cantamañanas. O las dos cosas.

 

 

Vicente Galdeano Lobera.



sábado, 12 de junio de 2021

Maese Jusepillo

 


— Como ven, distinguidos señores, a mí la poesía me brota a raudales; me sale como el nacimiento de cierto río, allá por la sierra de Alcaraz que, en periodos que es difícil prever, revienta de pronto entre paredes rocosas originando con gran estruendo, una singular cascada de aguas cristalinas que da lugar a un cauce variable e inunda de belleza donde hacía poco solo enseñoreaba la sequedad. Así me fluyen a mí los versos. Escuchen, escuchen…

Al llegar aquí, el orador notó su boca seca: “mozo, sírvame otro carajillo, por favor.” “Sus deseos son órdenes, maese.” Al llegar aquí la cosa se ponía regular; el orador comenzaba una perorata, con voz ahuecada, de unos cuantos pareados muy flojos y muy trillados y peor medidos, algunos copiados de autores de renombre. Hasta aquí, regular, como hemos dicho; lo malo es cuando quería emular a poetas célebres con composiciones largas; entonces, los “distinguidos señores”, que sin comerlo ni beberlo veían venir el tostón, apuraban los tragos, pagaban y se abrían en desbandada: en el cuarto del mesón que les servía de “ateneo” quedaban, en la mesa algo mugrienta con bancos corridos, el maese y, como mucho, tres más.

— ¡Ingratos…! Se van, ellos se lo pierden… pero volverán como volvieron las oscuras golondrinas de Bécquer; volverán a que les ilumine con mi saber –mozo, otro carajillo–. Muchas gracias por no desertar, amigos; ustedes sí que saben apreciar mi arte y valoran que están ante un gran poeta. Como premio, si ustedes lo tienen a bien, les deleitaré con unos sonetos de mi invención que les ilustrará y les pondrá los vellos de punta.

Echó mano de unos apuntes y maese Jusepillo comenzó a declamar con semblante grave y ojos en blanco. Al poco le cortó el Prudencio –este buen hombre, de prudente tenía poco.

—Oiga, maese, esos versos los he leído yo en algún sitio; son de Marcial, poeta bilbilitano…

A maese Jusepillo le sentó la observación como un escopetazo de sal. Y más, dicha por un aldeano –este Prudencio es un somarda, siempre anda poniéndome zancadillas.

— ¿Marcial? ¿Marcial…? Sí, también es muy buen poeta; mire, no le digo que en algún verso puede coincidir, porque las palabras están para usarlas; pero estas letras que he pronunciado son de mi invención. Le diré más –Justepillo no se arredraba así como así y defendía su prestigio–: las comparaciones son odiosas y repito que yo soy un gran poeta y Marcial también fue bueno, pero hace dos mil años.

Bueno, el caso es que el aldeano con su imprudencia había conseguido desbaratar las declamaciones del maese que, enfurruñado, recogió sus papeles y, después de marcarse otro carajillo, marchó con viento fresco. Bueno, al verlo algo azumbrado decidieron acompañarle a su refugio.

Maese Jusepillo, se las había arreglado para captar adeptos y aficionarles a las letras. Para eso, en el mesón del Serapio, se reunían una vez por semana un par de horas. En ese tiempo entre ocho o diez simples se embebían de la pretendida erudición del maese. No entendían apenas lo que decía Jusepillo, ni les gustaba la poesía, ni los libros, ni nada, pero ponían cara de entendidos para pasar por sapientes. Por otra parte, el asistir a la charla les daba un barniz de sabiondos que causaba impresión ante la vecindad y les daba también cierto predicamento entre las mozas. El único requisito exigido para asistir a esta reunión era que había que abastecer de carajillos al maese que, como los trasegaba como el agua, un día sí y otro también había que llevarlo en volandas a causa del pedal que agarraba.

Maese Jusepillo, también presumía de que a sus cincuenta años mantenía su cintura y caderas estrechas y su cuerpo serrano; lo que pasaba por alto es describir la panza que lucía; más de una vez por la huerta le pararon los guardias:

— ¡¿Qué lleva usted ahí?!

— ¿Dónde…?

En la pocha. Seguro que ha mangado alguna sandía.

— Dejen mi barriga en paz, que mis dineros me cuesta el mantenerla.

— ¡Ah! Vale, puede continuar.

El aforo a la reunión de maese Jusepillo era libre; iban y venían distintos lugareños, pero siempre con la misma intención: aparentar interés por la cultura. Cierto día acudieron El Pepón y el Dimas que al entrar se quitaron la boina en señal de respeto; estos señores eran algo sordos y no entendieron bien de qué iba la cosa, hasta que tuvieron que soltar la mosca para el bebercio del maese. Se hicieron los suecos pero, a regañadientes y por eso del qué dirán, pagaron. Pero les quedó mal gusto de boca debido a las bilis.

Al terminar, maese Jusepillo llevaba una cogorza mayúscula y los sordos se ofrecieron voluntarios para llevarle a casa. Lo que pasa es que cambiaron de itinerario y lo capuzaron al pilón. Y no había agua.


Vicente Galdeano Lobera




lunes, 31 de mayo de 2021

Intuición

 

 

     Chonita tardó un poco más en acicalarse; quería causar buena impresión. No sabía qué indumentaria ponerse. Decidió ponerse un traje sastre con camisa blanca y corbata, como un hombre; lo que aumentaba aún más su feminidad. Se recogió el pelo con gracia y se puso unos zapatos de medio tacón. Quedó contenta con la imagen que le devolvió el espejo.

 Chonita, a sus espléndidos veinticuatro años, lucía una envidiable mata de pelo negro que enmarcaba un rostro moreno de pómulos altos con unos ojazos de ensueño y una boca, que al sonreír, enseñaba unos dientes blanquísimos algo irregulares, lo que le añadía más encanto. Era de estatura normal y muy bien proporcionada. A su paso, dejaba un halo de admiración y deseo en los hombres y de envidia en las mujeres.

    Ese día venía en persona el pintor de prestigio que había expuesto en la galería que Chonita se empleaba como guía.

    Ella, se documentó bien y comprobó que la vida del pintor en ocasiones turbulenta, provocadora del peligro y consagrada siempre al arte, fue deslumbrante. Era, además muy amigo de sus amigos, tanto de clase alta como baja, entre ellos algún escritor de ideas opuestas. El artista había ejercido de poeta, redactor, marchante, novillero con pretensiones de maestro, dibujante, estudiante universitario. En la guerra del 36 se alistó voluntario sin pestañear en el bando legítimo. Marchó al extranjero, fue legionario, se evadió de cárceles por dos veces; alternó con la flor y nata del arte con la misma naturalidad que cursó buena temporada en la escuela de gitanos, conviviendo y entablando lazos de amistad que perdurarían siempre. Valga una anécdota entre un torero famoso amigo y el pintor; cambió un cuadro suyo por un flamante Cadillac del torero, que después entregó a unos gitanos que lo emplearon de vivienda. Era también mujeriego empedernido; llegó a casarse sin haberse separado de su esposa anterior. Todo un aventurero, perfecto para mujeres soñadoras como Chonita.

  A media mañana, como estaba previsto, apareció por la sala el artista acompañado de autoridades y algún colaborador amigo.

    Al artista no le fue indiferente la distinguida y elegante guía que explicaba sus cuadros con buen timbre de voz y comentarios acertados a un grupo de visitantes. La veía, además de guapísima, muy versada en la materia. Estaba claro que más de uno del grupo, eran más aficionados a ella que a la pintura. Lo mismo le ocurrió al artista; sólo tenía ojos para ella. —Maestro… ¿Le gusta Chonita? Es guapa ¿Eh? –Le espetó un colaborador al darse cuenta de su admiración. — ¿Qué, qué? ¿Cómo dices? — ¡¿Qué si le gusta Chonita?! — ¿Chonita es su gracia…? Pues mira, sí. ¡Me gusta más que el pan recién tostado! –Contestó el maestro espontáneamente. —Creo, maestro, que Chonita le tiene a usted bastante devoción –dijo el colaborador. Luego se la presentaré.

    Efectivamente, los presentaron. Chonita vio en el artista, treinta años mayor que ella, a un hombre maduro, quizá algo voluminoso, atezado, con melena blanca, correctamente vestido con capa y sombrero. Imponía y tenía distinción. Claro, la brillante posición del pintor realzaba estos conceptos.

   —Señor Viola, le presento a Asunción Arroyo, guía y orientadora de esta galería…

   —Encantado, señorita; es un placer conocerla.

   —Asunción, este señor es el pintor Manuel Viola.

   —Tenía deseos de verlo en persona; el placer es mío, mucho gusto en conocerle.

Siguió la conversación fluida entre los dos; Viola estaba muy a gusto con aquella joven que respondía siempre mirándole de frente. Procuraron apartarse del grupo, el artista quería estar a solas con Chonita.

   —Señorita, desearía hablar en privado con usted. –Le dijo al quedar solos. Tengo que proponerle un asunto que a mí me interesa mucho; me muero por saber su respuesta.

   Ella con intuición femenina, adivinaba de qué trataba el “asunto”; lo veía venir…

   —Si no tiene usted compromiso…, continuó el pintor, ¿podría recogerla cuando termine su trabajo? La invito a cenar.

    El resto es fácil de imaginar. El pintor y la guía permanecieron juntos diecisiete años, hasta la muerte de él en El Escorial. Se entendieron bastante bien, tuvieron un hijo y Chonita le asistió y dio cariño al artista hasta el último día de su existencia.

 

 Vicente Galdeano Lobera

   

viernes, 30 de abril de 2021

Daños colaterales

 


–Lo que yo le diga, don Gerardo; usted necesita con urgencia echarse una querida…

– ¿Una querida dice usted, señor Epifanio? Ya me gustaría, ya; Pero no conoce usted a mi esposa, sería capaz de envenenarme, o qué sé yo. ¿Qué me aconseja?

–Esto es todo lo que puedo aconsejarle a usted por el humilde chato de vino que me ha convidado. Muchas gracias, don Gerardo. Si quiere que le ilustre más sobre la materia y la fórmula de salir airoso del trance mire de proveer la mesa con abundante vino y viandas, que estoy hambriento. Después comenzaremos la lección.

Estaban los dos hombres conversando en una mesa de la concurrida tasca del pueblo; el señor Epifanio era sesentón, algo encorvado, de rostro macilento del que colgaban unos bigotes sucios. Tenía fama de cierta cultura, pero no pasaba de ser un erudito a la violeta y un gorrón; y sabía darse tono para sacar tajada de sus adeptos.

Luego de dar buena cuenta del condumio, pasó el señor Epifanio a explicar los pormenores del negocio de marras. Le vino a decir a don Gerardo, que hasta tiempos no muy lejanos, era tradición que en las casas linajudas como la suya, el jefe del clan, tuviera una querida; eso añadía fuste a la familia. Todo con el consentimiento de la esposa que presumía que su marido mantuviera a otra.

–Sí, pero es que resulta que la dueña de las haciendas es ella, yo solo soy consorte.

– ¡Bueno, bueno! ¡El orden de los factores no altera el producto! Usted es dueño legal de la mitad de las rentas y además el cabeza de familia. Por otra parte su mujer no tiene porqué enterarse. Se lo piense usted y con unas lecciones más lo pondré al corriente de todos detalles.

Continuaron, unos días más, el sabio con su terapia aconsejadora, y el otro convidando y muy atento a las palabras del señor Epifanio que comía como una orilla río. Recabó la cosa en que el erudito, previo abono estipulado, le facilitaría contacto con doña Adoración, hembra de cumplida alzada, de muy buen ver y con ganas de guerra. Esta dama, que se consideraba muy poco atendida en casa, buscaba otros frentes que, de paso, completaban su economía. Don Gerardo, que no pensaba picar tan alto, ardió en deseos de comenzar la singladura y consideró que, debido a sus hechuras y a su belleza, doña Adoración era digna de ser adorada.

–Pero tendrá usted que esmerarse en la faena; porque si esta mujer no queda contenta suele arañar. Se lo aviso. Recuerde que la semana pasada el señor Eustaquio apareció con la cara como un mapa. Y no digo más. Si se decide, mañana ultimamos el asunto.

Jope –pensó don Gerardo–, este me entretiene más de la cuenta para sacar a mi costa el cuerpo de mal año; me interesa zanjar el tema pronto.

– ¡Me decido! ¡Adelante con los faroles! Dígame de una vez el protocolo a seguir, que esto se alarga más de la cuenta...

–No vaya tan deprisa; primero he de contactar con la doña y ver si está libre. Si es así, mañana terminamos el negocio.

–Se lo diré más claro: diga de una vez cuánto tengo que pagar y terminamos ¡Que ya está bien, hombre!

El sabio cogió al vuelo eso de pagar, alargó la mano y solventaron el trámite.

–Haber empezado por ahí, se nota que es usted un hombre de mundo. El señor será servido, considere suya a doña Adoración.

Hay que ver lo que los dineros simplifican las cosas –pensó don Gerardo–; aún con la mosca detrás de la oreja dedujo que, así por las buenas y sin cortejos ni merodeos, disfrutar de una mujer de bandera tiene su precio, y dio por bueno lo que pagó por las lecciones del maestro. Ilusionado, ya se veía como titular comarcal de la plaza de castigador de señoras guapas y sentía una sensación muy similar a la felicidad. Desde entonces consideró al señor Epifanio como un santo varón, por facilitarle semejante beldad.

Hubo un contratiempo, doña Adoración no tragó; le desagradaba el galán facilitado (don Gerardo, de unos cuarenta años, no era muy alto, pero era casi igual de ancho; era también calvo, con cara rechoncha y enormes bigotes mal arreglados) y se cerró en banda: “que no tengo el gusto estropeado, señor Epifanio”. El ilustrado le razonó que tenía el trato cerrado con el pretendiente; comprenda usted, señora, que yo vivo de estos asuntos y él ya me pagó. Me mete usted en un problema. No hubo manera. “A ver si piensa usted, señor Epifanio, que me voy a encamar con una morsa, aunque esté forrado ¡No y no!” Por fin acordaron mandar a una suplente: “total de noche todos gatos son pardos y usted, señor Epifanio, sabe maniobrar bien y se inventará algún ardid para dársela con queso.” Concertaron el encuentro en una casa de doña Adoración que la empleaba como lagar y para “otros menesteres”. El señor Epifanio instruyó al pretendiente: la primera unión será a oscuras –le aclaró–, es para valorar el comportamiento del varón y evitar los arañazos. La evaluación es al final del lance; si la dama enciende la luz, está usted aprobado; si no enciende, ya puede salir pitando. Para no volver. Éstas son las condiciones. Ah, se me olvidaba, al entrar en la casa –la puerta estará entornada y yo le indicaré dónde queda la alcoba–, en una mesita del recibidor dejará usted el presente acordado. Espero le haya quedado todo claro. “Como el agua, señor Epifanio”.

El día de autos, don Gerardo dirigió sus pasos al lugar de la cita; con discreción. Puso excesiva ilusión en la empresa y pasó lo que pasó: le dieron gato por liebre. Al entrar cumplió a rajatabla lo acordado incluido lo del presente; en la alcoba reinaba oscuridad, y silencio, y un tenue olor a sándalo. Se oyó algún suspiro y un “ven, ven…” Se sintió deseado y, muy encendido, entró en el lecho con el propósito de lograr alta puntuación en la correría. Puso todo de su parte pero no imaginaba, ni de lejos, que doña Adoración tuviera unos pechos tan poco turgentes; notó además excesiva flacidez en la piel y rugosidades en los glúteos y muslos de la bella; y tampoco al palpar notó la vaporosa melena hasta media espalda que lucía siempre (se habrá cortado el pelo) y, para colmo, le apestaba el aliento. No le salían las cuentas; por ningún lado. Terminaron... Silencio absoluto, y oscuridad. A volar tocan. Se vistió en el recibidor; ya se largaba pero cambió de opinión, decidió despedirse y preguntar a la bella que qué le había parecido episodio (si la fiera pretende atacarme, como soy ligero de pies, escapo). Al entrar y dar la luz, casi se cae del susto al ver una mujer que intentaba taparse; era muy parecida, si luciera pelaje, a un oso de mediana estatura; lucía escasos cabellos grasientos muy pegados al cráneo, la cara llena y redonda como una calabaza, los pechos se veían insignificantes comparados con la barriga. Daba horror a miedo. Estaba ante Casilda, la doméstica que doña Adoración mandó de suplente para el trance. Se sintió burlado y convencido de que para ese viaje no se necesitaban alforjas. Marchó todo mohíno con la impresión de haber hecho el primo.

El señor Epifanio apareció, a los pocos días, con los bigotes y los cabellos trasquilados casi al cero; y su semblante y sus andares mostraban que le habían atizado de recio. Está claro que según en qué negocios es difícil evitar los daños colaterales.


Vicente Galdeano Lobera



miércoles, 31 de marzo de 2021

Encuentro entre clérigo y seglar

 


 

 

       ---Mosén Domingo… ¡Qué alegría verle!

    --- ¡Oh! hijo mío qué sorpresa, por fin hoy me saludas… en realidad creía que no te                            apetecía hablar con este humilde pastor de Jesucristo en el mundo. Te he visto, hijo mío por esta zona un par de veces. Pero dime ¿Qué es de tu vida? supongo que seguirás cumpliendo los preceptos del Señor; de pequeño ayudabas bien en la Santa Misa y eras muy devoto –Mosén Domingo mientras se dirigía a Miguel, le dio su mano a besar-

    --- Padre, estoy cumpliendo el servicio militar aquí en Intendencia, el destino que tengo me obliga a salir de paisano a hacer las gestiones encomendadas. En cuanto a los preceptos, procuro no hacer mal a nadie.

    --- Bien, bien, Miguelito, en realidad estoy seguro que servirás con mucho amor a la Patria y obedecerás con gusto las órdenes de tus superiores. Otro de los preceptos de mi Santo Ministerio es querer y defender nuestra gloriosa nación. Pero dime ¿Cómo están tus padres? Guardo muy buen recuerdo de ellos; ayudaron bastante a la parroquia del pueblo. Don Julián, tu padre, santo varón, todo un espejo dónde mirarte, y tu madre doña Felicitas, ejemplo de devoción y sacrificio por los demás.

   --- Mis padres están bien para lo mayores que son; los saludaré en su nombre, don Domingo. En cuanto a la mili ¡Qué quiere que le diga! hay que hacerla y basta; pero de devoción la justa.

   --- Pero ¡¿Qué dices?! hijo mío, en realidad Dios Nuestro Señor nos pone en este valle de lágrimas para probarnos, para observar nuestra conducta, pensando recompensarnos con creces cuando Él nos llame a su lado. Recuerdo que de pequeño eras muy aplicado con la doctrina…

   --- Qué remedio me quedaba; usted padre a quien no se aprendía el catecismo, buenas tortas le arreaba.

       --- Hijo mío, en realidad el Señor me ocupó en su ministerio para desarrollar sus enseñanzas y su buen hacer, encomendándome a su vez aplicar por bueno aquel dicho que reza: “quien bien te quiera, te hará llorar”

       --- Padre ¿También para los villancicos de la navidad se aplicaba la misma regla? porque pobre del que desentonaba; Buenos pescozones le propinaba usted.

       ---Miguelito, hijo mío, qué memoria tienes. En realidad, en los cánticos y alabanzas al Señor es pecado el desentonar… en realidad aplicaba ese sabio aforismo que dice: “la letra, con sangre entra” ¿Ves hijo mío cómo recuerdas cosas importantes?

      --- Hombre, recordarlas sí; pero no estoy muy de acuerdo con el método que empleaba usted. Lo mismo que la bronca que le dedicó usted al maestro don Alfredo porque nos había explicado a los alumnos que lo importante es el obrar bien, que aunque se falte a misa algún día no pasaba nada.

       ---Uy, uy, uy, Miguelito. Por la Santísima Trinidad; todo buen cristiano además de ejemplar comportamiento, en realidad es más importante aún asistir a la Santa Misa, a poder ser a diario. ---No hice mas que cumplir con mi misión de pastor para guiar ovejas descarriadas.

       ---Y usted don Domingo ¿Qué hace por aquí?

        ---El reverendísimo señor arzobispo me jubiló de mis obligaciones y estoy en una residencia de sacerdotes retirados hasta que el Altísimo me llame a su lado. En realidad es lo que más deseo para gozar en el Paraíso de la vida eterna.

       ---Pues nada, mosén, me alegro mucho de ver que está usted bien. Continuaré con mis ocupaciones. Espero verlo a menudo.

        ---Cuando quieras, hijo mío; aquí tienes mi dirección. Creo que te vendría muy bien conversar conmigo de vez en cuando. En realidad temo que te apartes del buen camino. Te tendré presente en mis oraciones para que el Señor guíe siempre tus pasos. –Mosén Domingo le dio nuevamente la mano a besar y cada uno siguió su camino.

 

 

Vicente Galdeano Lobera



domingo, 28 de febrero de 2021

Diagnóstico cruel

 


 

   El diagnóstico fue brutal: está usted embarazada, me espetó. Pero si es imposible, no sentí nada. No es imprescindible sentir; lo que no se debe es consentir; si se consiente, hay que apechugar con lo que venga.

   El doctor no entendía una palabra de sentimientos, sólo ciencia; como dos y dos son cuatro. A mis dieciséis años se me cayó el cielo encima. Nunca pensé que competir con mis compañeras de estudios trajera estas consecuencias. Competencia tonta para demostrar una vez más que yo tenía más atractivo a los hombres. No podía aguantar que el bedel de la residencia se fijara más en otras.

Tuve yo la culpa, le provoqué, era feo y viejo. Menuda ganancia; él, apenas me tuvo a tiro en su estancia, cerró la puerta y guardó la llave. Ven palomita, vas a saborear el néctar de los dioses, verás como te gusta. Intenté gritar, quedé paralizada; por otra parte iba a experimentar algo distinto al placer solitario. Además si gritaba se enteraría todo el mundo que yo estaba en su guarida. Me caí; no perdió el tiempo, me quitó mi prenda más íntima y me penetró sin preámbulo alguno. Se sació en un instante y al terminar dijo que yo estaba de más allí ¡Fuera! Gritó. Recogí mis prendas y salí corriendo a mi aposento; menos mal que no me vio nadie; al llegar me duché y lavé mi ropa.

   Pude denunciar, pero en mi fuero interno sería como reconocer mi desliz. No hacía caso de la risita de conejo del conserje cuando pasaba por la portería; no suponía que estaba encinta.

Sabedora, al pasar percibí la consabida risita. Me planté delante invitándole a acercarse. La patada en sus genitales fue tremenda, acompañada de escupitajos. No es nada, dijo cuando le auxiliaron, un fuerte calambre; sin duda no quería publicitar pormenores de la escena.

   Primeros de noviembre, casi dos meses para navidad. No quiero ni pensar los reproches de mis padres. Parece mentira, tu comportamiento es lo más parecido a una furcia; y además torpe.

   Justifiqué una excusa y me ausenté diez días de la residencia estudiantil. Nadie, ni los más íntimos supieron nada de mí. Me incorporé a mis clases. Veintidós de diciembre, estación de mi localidad, desde la ventanilla veo a mis allegados esperándome. No imaginan mi trance. Ni lo sabrán nunca. Aborté. 

 

 

 Vicente Galdeano Lobera