martes, 31 de agosto de 2021

Una de playa

 

Porque es que yo, qué quieren que les diga, señores míos; yo no acostumbro a dar explicaciones a pobretones. Y no les sepa malo el apelativo; pero, repito: ustedes son unos pobretones; o por lo menos lo parecen. Porque, vamos a ver: ¿cuántas veces han marchado ustedes de vacaciones? Ninguna ¿Verdad? Pues yo, sin ir más lejos, este año he veraneado en la Costa Dorada ¿Qué les parece? ¡Qué les va a parecer! Si no saben de lo qué les hablo y, además, no han salido nunca de la comarca. Miren, ¿se imaginan ustedes el estar rodeado de mujeres guapas y casi desnudas en la orilla de la mar? Eso, sin contar lo que ya imaginan ustedes y que yo, por decencia, callo. Pero, bueno; basta por ahora, demasiados detalles les doy. Lo más seguro es que no los puedan digerir.

El que peroraba a sus subordinados era el caporal Cirilo, responsable de unos establos de ganado. El Cirilo era un hombre robusto, casi rechoncho; de una fealdad tirando a monstruosa, con cara redonda, cejijunto y nariz roma y rojiza; con brazos largos como los de un mono. Con la pinta que gastaba era difícil que se hubiera comido un torrao en su vida –eso pensaban los peones, pero no les convenía contradecirlo–. Pero era caporal, y quería mostrarse en todo su esplendor para dar envidia a sus inferiores. Estaban en una pausa de sus tareas sentados en un montón de heno junto a capazos con avena y aparejos de trabajo. Allí, aparte de los rebuznos del caporal, se oían relinchos, mugidos, ladridos y todo el léxico de los bichos de la estancia.

La jactancia del caporal espoleó a los tres colaboradores y a los pocos días los tenemos en la recepción de un modesto hotel de Salou. Se conoce que tenían amor propio los mendas. Pero al echar cuentas, sólo disponían de liquidez para alojarse dos; el otro, o bien se iba a chiflar a la vía, o se organizaban e inventaban alguna treta. Optaron por lo segundo. Lo malo es a la hora de comer –el hotel disponía de restaurante autoservicio para comer todo lo que uno desee–, sólo había pase para dos, claro. Pues aquí alguno tendrá que ayunar, que Salou bien vale una misa ¡Vamos, digo yo! Dijo el Tomás. Decidieron jugarlo a los Chinos: El que gane, come y cena; el segundo, sólo come a mediodía; y el otro, sólo cena. Para dormir, juntarían las dos camas y se las arreglaría el perdedor para colarse de rondón y entrar con ellos; los días restantes, a rueda. Y así, todos contentos. No les salió mal la treta, y los días que estuvieron se las iban arreglando con regularidad. Pero el primer día, a la hora de comer, quedó fuera de juego precisamente el Tomás, que tenía hambre de lobo; a este había que verlo pegado a la cristalera del autoservicio con las manos haciendo pantalla y los ojos como platos, mirando cómo los otros, en una mesa junto al ventanal y sin hacerle ni caso, se ponían más que tibios de comer. Pero se adaptaron pronto a la situación de que, por turnos, a uno le tocaba comer con los ojos; no quedaba otra.

El caporal Cirilo, quedó perplejo cuando le mostraron las fotos y postales de la costa. No asumía, ni de lejos, que unos pobretones le pasaran por los morros los retratos que se hicieron con unas extranjeras despampanantes.


Vicente Galdeano Lobera


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