domingo, 24 de diciembre de 2017

Buenas formas

   Don Generoso, maestro escuela, estaba cansado, su salud se resentía y necesitaba bastón para caminar. Al vivir solo, se le hacían cuesta arriba la casa y sus actividades.
   Decidió contratar a un criado pagando poco. El maestro, de generoso sólo tenía el nombre. Contactó con Aniceto, joven veinteañero con pinta de rufián, que no había salido nunca del pueblo y que, haciéndose el tonto, se libró de la mili.
    Aniceto, buen cazador, vivía también solo, a salto de mata, criaba hurones y perros de caza; y si se terciaba, solía “pescar” buenos productos en la huerta del pueblo.
  — Aniceto.
  — Mande usted, don Generoso…
— Mira, había pensado en ti como colaborador en mis quehaceres ordinarios –argumentó don Generoso con sonrisa de oreja a oreja-. Por supuesto que algo te pagaré por tu compañía, Aniceto.
— Mi señor don Generoso, por el respeto que me infunde usted, y más habiendo sido mi maestro, será para mí un honor el servirle; y pondré todo mi empeño en no defraudarle.
    Aniceto había leído algo a autores del siglo de oro; le gustaban y, queriendo emularlos, gastaba ciertas reminiscencias en su forma de expresarse que le aportaban siempre muy buenos resultados; no solía dar puntada sin hilo. Además, sin ser pedante, regalaba los oídos a sus interlocutores.
   —Pues no se hable más, Aniceto –dijo el maestro-, mañana te presentas en mi casa, que perfilaremos los flecos de nuestra convivencia.
   —Mi señor don Generoso, si no es mucho exigir y si usted lo tiene a bien, este humilde servidor quisiera saber detalles de en qué consiste esa colaboración; o, por mejor decir, cuánto me va a pagar.
   Caray, como respira el pollo, pensó el maestro, no es tan tonto como parece.
   —Bueno, bueno… Aniceto, no pienses que pretendo engañarte – contestó airado don Generoso-, de momento vivirás en mi casa y te harás cargo de su limpieza y mantenimiento y de lavar y planchar la ropa; también harás la compra. Y del rendimiento de mi finca, la cuarta parte de los beneficios serán tuyos ¿Qué te parece?
   —Bien, mi señor, pero mi intención es mantener mi negocio de de cría de hurones y perros que me aportan algún beneficio…
   —Por mí no hay inconveniente, Aniceto. Siempre y cuando atiendas debidamente mis asuntos.
   Habían pasado casi dos años y Aniceto en su ocupación no estaba contento del todo. Don Generoso en la escuela le enseñó a contar con los dedos, método que Aniceto aplicaba a rajatabla, y no le salían las cuentas. En el huerto se hartaba de trabajar, y el maestro sin hacer nada arramblaba con los beneficios. Unilateralmente decidió arreglar el asunto asignando al amo una mínima liquidez; compinchado con el almacenero dónde vendía los productos puso en marcha su trama. “Total, don Generoso está gagá y no se enterará”.
 “Mi señor, a las viñas les atacó un hongo y han producido menos vino”, “don Generoso, los frutales sufrieron helada y casi no dieron rendimiento”, “…han robado buena partida de hortalizas, mi señor”; y así.
    Aniceto, al notar cierta abundancia dineraria, comenzó a asistir a la taberna más de la cuenta, renovó su vestimenta y compró un ciclomotor. “Para atender más rápido sus negocios, mi señor”, argumentó.
   Al maestro, que tenía la mosca detrás de la oreja, le fueron con el soplo: “Don Generoso, vigile al zagal que le está mermando el rendimiento de su hacienda…”
      — ¡¿Qué, qué…?! ¿Cómo dice usted, Jeremías?
   —Lo que está oyendo, señor maestro –continuó el informador-, su sirviente se lleva unos tejemanejes con Ambrosio el del colmado, que estoy seguro de que le roba.
Jeremías tenía una muy merecida fama de alcahuete y estaba tras el rastro del Aniceto como un sabueso.
   —No me alarme usted, Jeremías -don Generoso, gran avariento, no toleraba que se le burlaran-, ya andaba yo mosqueado con el medrar del rufián; pero de todas maneras él me presenta todos justificantes tanto de compra como de venta…
   —Sí, sí, todo lo que usted quiera; pero los tenía que haber visto anoche en la taberna al almacenero y el Aniceto que, al ir achispados se les soltó la lengua, estaban negociando una buena partida de cántaros de vino procedentes de su bodega.
   —Pero… si este año hubo poca uva, terció el maestro, tuvieron hongo las cepas…
   —De eso nada, señor; nunca había visto yo unas cepas más repletas de “garnacha” que las suyas. Sepa usted, que buena parte del vino que se despacha en la cantina, procede de su viña. Y le diré más, don Generoso, añadió Jeremías, se ríen de usted sin disimulo; que si “don Generoso no se entera de nada”, “creo que tiene demencia senil”, “de todas maneras, aún le doy demasiado; el trabajo lo pongo yo, por tanto las perras me pertenecen”. Estos comentarios y otros los hacen entre grandes carcajadas.
   Mientra escuchaba al informador, el semblante del maestro pasó de una palidez fúnebre a un rojo extremo, para pasar enseguida por casi todos los colores del Arco Iris.
   Don Generoso no quiso saber más, se fue hecho una furia; quería arreglar cuentas rápidamente con su servidor.
        — ¡Aniceto…!
   —Mande usted, mi señor.
   — ¡Eres un vivalavirgen y un cantamañanas; y te voy a medir las costillas! -dijo el maestro blandiendo el bastón.
   Esta vez Aniceto no replicó con lenguaje cervantino, vislumbró que no serviría de nada. Agarró sus pertenencias y partió a toda marcha con la moto.

Vicente Galdeano Lobera.