domingo, 31 de diciembre de 2023

Cambio de parecer

 

—Sé que me meto donde no me llaman, don Jacinto, pero le aconsejo que ande con ojo; cuidado con esa pajarita por la que bebe usted los vientos. Sé de muy buena tinta que esa dama cameló a otro que se las daba de muy gentil, le limpió los ahorros, puso tierra de por medio y no hubo manera de echarle el guante, Sólo le aviso.

—Pero, ¿eso es así, Marquitos? ¿Y cómo no denuncia usted?

—No, no… yo, si no me preguntan, no diré nada, y si me preguntan tampoco. A mi ni me va ni me viene, además no me pagan por ser chivato –no se daba cuenta, el pobre, que hacía de soplón– le informo a usted en calidad de conocido, y, sobre todo, porque me ha caído bien; me sabría malo que se la dieran con queso. Le hablaré a usted claro, sin pelos en la lengua; la actitud de su compañera es, si no puteril, por lo menos engañadora.

Marquitos iba lanzado y se propuso, sin venir muy a cuento, leer la cartilla a su conocido y faroleó con eso de que si “yo no tengo vocación de mantener queridas, allá usted”, que si “adivino que ejerce usted de paga fantas, es decir, sin derecho a roce”, que si “yo no veo ahí ninguna sustancia…” Lo que calló Marquitos es que en su trayectoria, a fuerza de ser taciturno, muy insociable y con suficiente mal genio, su atractivo cayó en picado y no le quedó otra que acudir a burdeles y comprar placer.

Lo que subyacía en las advertencias y faroles de Marquitos es que le fastidiaba sobremanera que don Jacinto manejara semejante prenda tan elegante y hermosa.

El conocido respondió algo así como: seguramente tendrá usted razón, señor Marquitos; bueno, yo estoy abierto a todas sugerencias y considero sus advertencias y costumbres muy respetables, pero permítame tener mis usanzas también. En cuanto a vocación, derecho a roce y demás, son conjeturas que usted lanza sin rigor ninguno y que yo no le voy a aclarar. Por otra parte, no se si ha comprobado usted eso de tener una mujer de bandera a su lado, una mujer que, además, a su paso se lleva todas miradas llenas de deseo, y también dominadora de hablares y decires que encandilan; me dice palabras con entonación adecuada como: corazón mío, mi rey, mi tesoro, bien mío y toda una retahíla que usted ni siquiera ha soñado ¡Ah! Se me olvidaba, también me contó Raquel, con todo detalle, el lío del gentil; me razonó que los gentiles son tan tontos que no hay mérito alguno en engañarles.

Un tiempo después, Marquitos acudió a una oficina postal, iba acompañado de una mujer, extranjera, una cincuentona digna de ser contratada para un desfile de modelos de tallas grandes, con cara ancha, gesto huraño y mal aspecto. Marquitos habría tenido que rebuscar bastante para encontrar una dama tan fea. Mira tú por dónde, el jefe de negociado de la oficina era don Jacinto.

Marquitos intentó hacerse el sueco pero el “conocido” les salió al paso y se ofreció ayudarles.

Al no tener escapatoria, Marquitos adujo que necesitaba enviar una importante suma de dinero a la cuenta de esta señora en su país; presentó a su acompañante al jefe: “Gladys, mi compañera, mujer encantadora, capaz donde las haya y que vale su peso en oro”.

—Enhorabuena, señor Marquitos… Considérese usted riquísimo.



Vicente Galdeano Lobera. 

jueves, 30 de noviembre de 2023

¡Ole, torero!

 

Al torero le presentaron a un intelectual en una fiesta “¿Quién es ese gachó con pinta de estudiao?”, preguntó el maestro. “Es filósofo”, respondió alguien. ¿Filo qué… y ezo qué e? Le explicaron, muy por encima, que es un señor que analiza el pensamiento de las personas. “O zea que le pagan por pensá”. “Eso mismo, maestro, eso mismo”. El diestro no entendió bien qué es ser filósofo, y entendió menos aún eso de que le pagaran por pensar. El matador calló unos momentos y soltó: “¡Hay gente pa tó!”

Más de un siglo ha pasado y la frase aún sigue vigente, porque sí, como dijo el torero hay gente pa tó. Y sí, la verdad es que hay gente para todo, incluso personas muy buenas, pero chocan más los pedantes, los cursis, los empalagosos, los tacaños, los torpes y demás tropa parecida.

Como ejemplo mostraremos algunos especímenes de peculiar calaña y de proceder chocante.

En una empresa de transportes me tocó bregar con un tal Manolo el Pibe, buen profesional; este señor estaba convencido de que para ahorrar había que privarse de comer. Aplicaba esta regla a rajatabla (excepto los fines de semana que se encerraba en casa y atento al televisor, se ponía ciego de potaje; mañana, tarde y noche). A las horas del condumio merodeaba por entre las mesas del mesón y charlaba con los comensales pero sin tomar asiento. El pobre, que con hambre de lobo comía con los ojos, se hacía así ilusión de que mirando se alimentaba.

Siéntese, hombre, y acompáñenos…

— No, si ya comí… –Comer, comer, quizá comiera ayer, pero ante la insistencia de los otros se justificaba– Es que resulta que no me encuentro bien, me duele la cabeza y tengo malestar.

Seguro que le sentaría mal la cena de ayer.

Si no cené.

— Pues, eso, eso… de ahí viene su malestar, de no cenar.

Bueno, les acepto un café con leche y un bollito; así hago la pausa del tacógrafo y me recompongo

El Manolo se saltó la ironía, con sus martingalas siempre conseguía sacar tajada. “Es que hay gente pa tó”, que diría el torero.

Continuaremos con otra hazaña del Pibe. Una noche después de la jornada aparcó el camión en la explanada, entró al bar y pidió un cortado “con la leche muy caliente”. En eso consistió su colación; algo es algo. Tuvo a bien estacionar su camión a la contra según itinerario para engañar a los compañeros, para que pensaran que ya estaba de regreso. Esta treta la copió del compañero Peluso Lurón, muy traidor, muy malo y más falso que Judas. El Pibe, como tonto, bueno, como tonto no, queremos decir como más tonto aún, a la mañana siguiente arrancó el camión (sin asearse y sin desayunar ni nada) y partió en dirección opuesta a su ruta. Cuando se dio cuenta había retrocedido sus buenos cincuenta kilómetros. A dar la vuelta tocan, claro ¡Hay gente pa tó!

Otro que tal baila –superaba con creces en tacañería al Pibe– era Perico Caralinda (Caralinda es un decir, era más feo que Picio), licenciado en avaricia. Este Perico siempre presumía de tener muchas propiedades y buenas puntas de ganado lanar, Pero era de trazas muy parecidas a un pordiosero. Caralinda no tocaba tierra en toda semana; és decir, no entraba a comer a ningún sitio, debía tener alergia a las ventas y mesones. Se arreglaba el condumio en la cabina del camión. Diremos en su favor que este hombre no gorroneaba los cafés a los compañeros. Dineros sí que tenía, sí; porque Hacienda le arreó un estacazo de cuatro millones de pesetas por no declarar lo del ganado. Ya cincuentón, Caralinda esposó con una dama tambien de posibles –eso decía él–, pero se juntaron el hambre con las ganas de comer en cuanto a cicatería y al tiempo se separaron. Le tuvo que indemnizar de recio a la señora. Caralinda estaba que trinaba y se subía por las paredes; pateó, renegó, maldijo y tal y tal… pero tuvo que soltarle a la dama sus buenos diez millones de pesetas. Este Perico demostró no valer ni pa cicatero. Demostrado: hay gente pa tó.

También están los que, sin venir muy a cuento, hacen propaganda de terceros. Un tal Isidrín, siempre tiene en la boca a su amigo Gaspar, que, sin familia, tiene más dineros que pesa. No hay porqué dudarlo, que se sepa el Gaspar jamás pidió prestado. En la comarca, este señor es dueño de notables extensiones de olivares, almendros, vides y cereal; además de almacenes para guardar las cosechas y maquinaria. Añadiremos que, según dice Isidrín, este don Gaspar es catedrático de Derecho. Lo que pasa es que anda torcido el pobre; el catedrático es pequeño y menudico, con cara estrecha y ojos juntos, que a sus setenta y tantos anda apoyado en un bastón. La estampa que gasta este buen hombre –de suyo muy humilde–, vive Dios que disimula bien eso de ser riquísimo.

Lo que son las cosas; lo dicho: hay gente pa tó.

También merecen reseña, los conductores que a la hora de aparcar se ponen nerviosos si un coche tarda demasiado en salir. Lo mejor es respetar que todo el mundo se tome su tiempo para no causar un accidente, y si tarda, pues que tarde. Qué le vamos a hacer, Lo que ocurre es que hay quien, para salir del cado, gasta excesiva cachaza y no solo se toma su tiempo, se toma el tiempo de familiares, el tiempo de vecinos y algún tiempo más; y eso enciende la sangre del más templado y después pasa lo que pasa, claro.

Tenía razón el diestro: ¡hay gente pa tó!

Comentábamos estos chascarrillos y otros con unos amigos, uno de ellos clérigo, licenciado en teología, músico y escritor. Este cura tiene vocación de sacar punta a todo lo que uno dice; me vino con la monserga de que lo que pasa es que tú no tienes misericordia; lo que pasa es que las personas tienen su derechos y sus razones para conducirse a su aire, y aún añadió: lo que pasa es que además no gastas empatía. Este sacerdote siempre se pone a favor del bando contrario con intención de dejarte mal. A fe que casi siempre consigue irritarte.

Y es que por lo visto también ¡hay curas pa tó!

Este mismo mosén, que ahora circula en silla de ruedas, cuando le toca subir al bus, el conductor ha de poner la rampa de acceso; la ubicación de la silla está a cierta distancia de donde se presenta el bonobús. No es problema, siempre hay quien amablemente te ayuda: "Por favor, señora ¿Puede pasarme el bonobús?" "No faltaba más, caballero". La dama agarró la tarjeta y le pegó sus buenas cuatro o cinco picadas. Menos mal que el cura dijo: "¡basta, basta...!" No se sabe si la señora rebosaba amabilidad o era torpe con buen deseo. Pero torpe, al fin.

A los días, el clérigo explicó el sucedido.

---¡¿Qué, mosén, cómo andamos de misericordia, empatía y tal y tal...?!

---¡Hombre! Es que no es eso, no es eso...

---¡Ah!

El torero tuvo razón: ¡Tie que habé gente pa tó! ¡Incluso pa ná!


Vicente galdeano Lobera



viernes, 6 de octubre de 2023

Titubeos

 

Espero que no le sepa malo, don Efrén, pero nuestra querida doña Edelmira, tiene un allegado escritor, de los que escriben dos o tres libros al año, y le ha comentado que los relatos de usted son flojos tirando a malos. Y aún añadió que no será usted nunca nada. Yo, mi caro amigo, ni pongo ni quito nada, tal como me dijeron lo digo; le puedo aclarar que a mi, personalmente, sus escritos me gustan, pero como no entiendo, siempre me guío por las opiniones de expertos, que son los que saben.

Quien esto decía era don Florián, que seguía postrado en la cama de un hospital restableciéndose de una enfermedad que casi lo lleva al otro barrio. Yo lo visitaba con frecuencia para hacerle más llevadera su convalecencia. Señal inequívoca de su buena recuperación, es cuando este hombre comenzaba a incordiar.

—Gracias por los ánimos que usted me da, buen señor, y, sobre todo, por abrirme los ojos; sólo tengo setenta años y hace poco que comencé a escribir, quizá cuando sea mayor aprenda. Por otra parte, el allegado de nuestra Edelmira, seguramente tendrá razón: no seré nunca nada, lo que pasa es que yo nunca me planteé, ni de lejos, el ser algo. Agradezco su sinceridad, don Florián ¡Así me gustan los amigos! ¡Que no tengan pelos en la lengua!

Al publicar mi primera novela, que no tuvo mala aceptación, más de lo mismo; don Florián, ya fuera del hospital, dijo que le gustó muchísimo, desde el comienzo al final es continua la carcajada que provoca, pero que echaré mano de la autorizada opinión de algún experimentado en literatura y después le digo, don Efrén, ya sabe usted que yo de estas cosas no entiendo. Está visto que don Florián solo entiende de tocar los cojones, pero a modo. Qué le vamos a hacer.

—Agradezco su atención, don Florián. Esperaré el veredicto de su experto como agua de mayo. Tengo la certeza que consultará usted con algún prosista de peso que analizará la obra con imparcialidad y debida atención. Bueno, espero que el especialista consultado no sea algún mimdungui de su cuadrilla. Lo considero a usted muy sensato y seguro que se dirigirá al “de peso”.

Es curiosa la falta de criterio de algunas personas, siempre tienden a echar mano de terceros para cualquier veredicto; quizá empleen esta actitud para hacerse los interesantes. Aunque no creo que cuando elijan novia, les pidan parecer, con tanteo incluido, a otros. Estas personas no es seguro que sean conscientes de sus titubeos, pero lo cierto es que siempre sacan peros de cualquier actividad que muestres; como música, viajes, geografía…, esos peros los utilizan siempre con intención de hacerte de menos. En mi pueblo, que somos muy brutos, a estas actitudes la llamamos pelusilla. Estas maneras vienen acompañadas de cuando a estos florianes les presentas a tus amistades, intentan por todos medios hacerse amiguísimos de tus amigos. No les suele salir bien, claro.

Otra faceta de estos personajes suele ser el farolear más de la cuenta –para eso no necesitan asesores–; farolean de la buena mesa que se gasta en su casa, de sus aciertos financieros, de su vehículo y su pericia para batir marcas en sus viajes (sin disfrutar del paisaje, claro), y, sobre todo, de su fogosidad en la cama. Pararemos cuenta en esto último. Este don Florián que era de posibles, dicharachero y muy ocurrente andaba siempre ennoviado; siempre presumía de su potencia viril, y más cuando barruntó que un vecino adolecía de impotencia. Armaba este don Florián cada barullo que allí, sobre un somier metálico, se adivinaba un desenfreno sexual superior; todo para dar dentera al vecino, que andaban picados. Al ser los tabiques finos se enteraban la vecindad de sus hazañas y alcanzó cierta fama de castigador, todo hay que decirlo. Lo que pasa es que en la vecindad había una tal doña Carmelina, mujer fea como un trueno, abultada como un tonel y con los ojos saltones de tanto espiar sin luz –esta señora vigilaba como un gato cualquier movimiento de la finca, día y noche–, que a pesar de su envergadura tenía un hablar delgado, y lo que decía, lo decía con vocecita delgada:

—Oiga don Florián, ya sabemos de sus conquistas, pero anteayer estaba usted solo y también armó un alboroto de padre y muy señor mío. No se de qué va usted –lo decía con suavidad, pero la doña tiraba a dar.

—Mire, doña Carmelina, vamos a llevarnos bien; a usted no le importa nada lo que hago y deshago yo en mi casa ¿Estamos? ¡Pues, eso!

Mosqueado don Florián, le entró puntillo y para escarmentar a la espía, le pasó por los morros a su nueva conquista, doña Lola, se llamaba; era esta mujer una jamona algo vulgar y de pechos algo caídos pero de caderas y nalgas de amplio contorno, y de cintura casi igual; en báscula no bajaría de las ocho arrobas.

Para manejar a semejante hembra, don Florián había tomado reconstituyentes como para contentar a la mujer seis veces en una noche. Con este ánimo, una vez en la alcoba, don Florián, casi sin desvestirse y con apremio de semental comenzó a cabalgar a doña Lola, pero los reconstituyentes no hicieron el efecto esperado para enderezar y engrandecer la esmirriada natura que le nace bajo la panza. No se daba por vencido el galán y comenzó a porfiar y a manosear las tetas de doña Lola que recostada con las manos bajo su cabeza soporta con infinita paciencia su disimulado fastidio. Continuó este número buen rato y… nada, que no hay manera, el pajarito no se levantó. Doña Lola, para templar gaitas, le dijo eso de: tranquilo, Florián, sabes que te quiero y mi deseo es complacerte en todo, pero será mejor dejarlo, está visto que no tienes el cuerpo de jota; ya se levantará el pajarito, ya se levantará otro rato.

— ¡¡Mira, Lola, mi deseo es taladrarte y matarte a polvos como a las cucarachas, ese es mi deseo!! –grita don Florián colérico que no soporta su gatillazo.

Dada la envergadura de los contendientes no es seguro que practicaran el salto del tigre, pero todo podría ser. El caso es que en la escaramuza cayó el crucifijo de alabastro que presidía el lecho, con tan mala suerte que le dio de lleno en el rostro de don Florián. La sarta de reniegos y juramentos que salieron por boca del galán solo eran comparables a las carcajadas emitidas por la galana; menos mal que la galana se calmó y echó mano de eso de que mira Florián, con estos ruidos y voces estamos divirtiendo a la vecindad y luego nos llevarán entre lenguas. Después reparó en el trastazo que recibió el galanteador y, muy solícita, le puso apósitos y trozos de hielo para evitar la hinchazón. Con todo y con eso, al día siguiente apareció don Florián con un ojo a la virulé y la nariz como una berenjena.

—Vaya, vaya, don Florián, veo que perdemos puntos…, mi consejo es que se busque una hembra menos fogosa, que usted no está para muchos trotes –le advirtió muy suave la vecina con voz delgadita; esta señora no perdía ripio.


Vicente Galdeano Lobera. 

jueves, 14 de septiembre de 2023

Contrariedad

 

Érase una vez una niña que vivía en un antiguo reino casi encantado. Esta niña, que era propiamente un encanto, de un día para otro se había vuelto hermosa, muy hermosa; se convirtió en una belleza de regular estatura con tez blanca salpicada con algunas pecas en el rostro que enmarcado con cabellos oscuros contrastaba con su blancura. A pesar de sus ropajes, se adivinaban unas hechuras de muñeca que invitaban a fantasear hasta los admiradores más retraídos. El caso es que la niña, Clara era su nombre, atraía a todo tipo de hombres que acudían a ella como un toro a un trapo rojo.

Clara pertenecía a una familia, cuyo señor padre, hombre instruido, ejercía de camarlengo en palacio; no tenían mal pasar por tanto. Tanto Clara como su hermano aspiraban a un puesto similar a su señor padre. Para lograr lo dicho, este señor padre se había ocupado de adiestrar bien a su esposa e hijos, consiguiendo dotar a su prole con un coeficiente intelectual alto. Formaba esta familia algo así como una liga de la decencia y sabiduría.

La belleza de la culta Clara traspasó pronto los límites de la comarca y, claro, no tardaron en peregrinar para mostrar pleitesía a tan singular dama una barahúnda de buhoneros, sablistas, labriegos, mozos de cuadra, esquiladores y fulanos de muy distinto pelaje. Incluso algunos ocupados palaciegos como paneteros, espoliques y pelaires se acercaron también por ver si sonaba la flauta. Clara desdeñaba sin disimulo a toda esta tropa de desastrados, pero ante la insistencia de algunos, no tuvo más remedio que azuzar a los perros… digo, a los esbirros de palacio –que obedecían a Clara como perros–, que administraban a los porfiadores muy severas tandas de palos. Hay que ver lo que es capaz de soportar un macho para atraer la atención de una hembra exigente. Como quien no quiere la cosa, la fama, la belleza y la prestancia de la niña crecía, asimismo los aspirantes a su mano subían de grado; ricoshombres, nobles venidos a menos (incluso a más) y altas dignidades de palacio la mosconeaban. También algún clérigo, en confesión, tanteó el terreno por ver si la moza cedía. No, rechazo puro y duro: vuesa merced no alcanza, ni de lejos, la sabiduría de mi señor padre, contestaba la bella.

Se organizaron torneos entre caballeros con intención de impresionar a la dama; aunque las armas eran simuladas, más de un noble terminó descalabrado a causa del tozolón seguido al encontronazo con el contrario. El ganador acudía a postrarse a los pies de Clara, pero recibía como mucho un pestañeo seguido de mirada prometedora, pero también de un jarro de agua fría: Agradezco vuestro esfuerzo, señor caballero, pero mi señor padre es más bravo guerrero que vos. En las celebraciones de la villa acudían trovadores que recitaban a los mejores poetas y entonaban las mejores cántigas con clara intención de impresionar y rendir a Clara. Nada, lo único que sacaban era una sonrisa provocadora que los encendía, pero sin pasar de ahí. Bueno, sacaban el consabido estribillo: vuesa merced recitáis y cantáis muy bien, muchas gracias, pero mi señor padre es mejor trovador; eso por no hablar de mi señor hermano que es autor y declamador de superior fuste que vos. Os aconsejo que aprendáis. Lo cierto es que su señor padre era una eminencia, en todos campos; en literatura, música, artes marciales, estrategias y demás causas habidas y por haber. Y el hermano no le iba a la zaga; incluso ella misma era eminencia también. Ya hemos advertido que toda familia era de alta inteligencia. Casi se podría afirmar que Clara estaba enamorada de su señor padre. Los pretendientes, desengañados comprobaron que en la familia no se movía una hoja sin el visto bueno del señor padre; había poco que rascar, por tanto.

El tiempo fue pasando y pasando, y Clara, cuya belleza no mermaba, seguía espantando pretendientes. Hasta su señor padre deseaba ver a la niña de sus ojos emparejada ¡De una vez por todas! ¡Que ya está bien!

—Aún no he encontrado al hombre que se asemeje a vos, señor padre –contestaba Clara.

—Pues a este paso sólo te queda matrimoniar con Dios, hija mía.

—Pero es que no tengo vocación, no valgo para encerrarme en vida, mi querido señor padre.

Hacía tiempo que merodeaba a la bella un hidalgo de gotera algo venido a menos, pero con clara influencia aún en la corte, don Nuño García de Gorriat se llamaba y llevaba fama de ser astuto como una bandada cuervos. Era este noble casado, un tanto barrigudo –señal inequívoca de abundancia en su casa–, con bigotes aseados y cierto atildamiento en indumentaria; había olfateado la intención de Clara de peregrinar a un santuario distante a varias jornadas del lugar. No estaba claro si la niña iba al santuario por devoción, acción de gracias, por piedad o por darse fuste. A don Nuño le daba igual el motivo, pero vio ocasión pintiparada para congeniar junto a la bella el tiempo de peregrinación; ofrezco a vuesa merced serviros de cicerone, daros buena conversación y compañía y al mismo tiempo protegeros de los peligros que conlleva semejante viaje. Si vos lo tenéis a bien, bella dama, nos servirá y acompañará mi escudero Bartolomé. Continuó el noble envolviéndola con palabrería galante, que en nada se parecía a los torpes requiebros de los patanes locales, dando a entender que su ofrecimiento encerraba el más estricto sentido altruista y platónico; es decir, sin derecho a roce. Ante el silencio de la bella, aún añadió el señor de Gorriat que tenía influencia más que de sobra para ofrecer empleo en la corte para ella y su señor hermano.

Clara, ante semejante proposición se mostró indignadísima; era merecedora de un protocolo de acercamiento más refinado, más cortés, más romántico… despachó al galán con cajas destempladas. Pero al recapacitar sobre lo ofrecido, su indignación se evaporó pronto. El pesebre es el pesebre.

La niña, cómo no, consultó el caso con su señor padre, que a su vez se le puso la mosca detrás de la oreja. Pero también recapacitó y calculó que ¡Quién sabe…! ¡Puede que en la peregrinación se prendara de Clara algún conde y la pidiera en matrimonio!

Avisado, el galán acudió raudo a postrarse a los pies de la bella. Clara, después de agradecer el ofrecimiento a don Nuño, mostró su disposición de viajar juntos. El señor de Gorriat no cabía en su alborozo; se dejó caer con laboriosas genuflexiones sobre el suelo mojado con la mirada fija en Clara. Quedaron que partirían al día siguiente. Lo malo es que la bella, una vez que se había mojado bien el galán, dijo eso de: supongo, don Nuño, que con la reverencia y respeto que mostráis a mi persona, no os importará la compañía de mi señor padre…

¡Ah…! –El noble pegó un respingo– Disculpad, mi señora, pero me he dejado las riendas de mis corceles encima del piano… digo, encima del clavicordio (en aquel tiempo no había pianos) que está en mi heredad a unas leguas de aquí. En unos días partimos; quedad con Dios.

La bella, amén de remilgada, no era tonta; trató de disimular su decepción, e intentó sonreír, pero esta vez la sonrisa se trocó por una mueca fea y triste. De intención fallida.

No siempre se comen perdices.



Vicente Galdeano Lobera 

lunes, 14 de agosto de 2023

Tino para espantar


Estaban una veintena de comensales en el banquete de la primera comunión de Milagritos Sipán cuando se acercaron una panda de gorrones, digo... de tunos, para amenizar el ágape; apenas comenzaron a entonar el “Clavelitos”, se levantó como un rayo don Arístides, padre de la comulgante, y les dijo algo así como: silencio, señores, les voy a pagar para que se callen y vayan a dar la tabarra a otra parte –les largó un billete de veinte lereles–. Y con esto van que arden; les recomiendo que se larguen enseguida si no quieren cobrar de recio. Los gorrones, digo... los tunos, al ver con quién se jugaban los cuartos tomaron las de villadiego y no hubo más. La verdad es que don Arístides parecía un bárbaro; era colorado, robusto y muy corpulento. Y al ir bien trajeado imponía. Este buen señor demostró tino como espantador de moscones.

En otra circunstancia estábamos de tertulia en una terraza, y entre los asistentes había una pareja que se las daba de cosmopolita. En esta ocasión habían visitado una Expo y, si te dejabas –y sin dejarte también–, te explicaban todas maravillas que nos habíamos perdido; claro, es que nosotros somos muy viajados y estamos en vanguardia de acontecimientos importantes. Deberían ustedes viajar más; pero para eso, por supuesto que se necesita dinero. Era difícil el pararles, ellos a lo suyo, convertían en monotema sus viajes y, en este caso, la famosa Expo que ya la habían sacado a colación a menudo. Se hacían insufribles y muy pesados.

Menos mal que como contertulio estaba don Arístides Sipán, que, una vez más, nos sacó del atolladero:

Miren, señores… La próxima vez que me vengan con la monserga de la afamada Expo, les voy a cobrar. Al ser ustedes de posibles, por un módico precio podrán farolear y dejarnos boquiabiertos todo el rato ¡¿Qué les parece?!

No se sabe qué les pareció, no lo dijeron; lo cierto es que los cosmopolitas ahuecaron el ala. Eso sí, con evidentes signos de mosqueo.

Con estos “clásicos” no todos sabemos salir airosos y cortar sin herir; aunque alguien dijo que todos tenemos derecho a concluir una conversación insulsa o que no nos interesa. Pero cortar y hacer un feo a alguien sin parecer grosero no es nada sencillo. Y no siempre tenemos cerca a Arístides desfacedores de entuertos.

Los avances tecnológicos del ordenador, el internet y el móvil son grandes adelantos, sin duda; pero qué bien les han venido a los pelmazos cibernautas. Los mecanismos de defensa contra estos pelmas nuevos que te dan la lata en cualquier hora y lugar es otra historia; basta mirar el Facebook o WhatsApp y te enteras de lo que vale un peine. Te encuentras con mucha gente empeñada en contarnos sus famosos viajes por todo el mundo y parte del extranjero, las fiestas; también las comuniones, licenciaturas de su prole… todo ilustrado con abundantes fotos, y, menos mal que ahora ya no se lleva, que si no te encastetaban la puesta de largo de su distinguida y encantadora hija Merceditas.

Personalmente, me tocó sufrir a un conocido que con la red había descubierto el carajillo, y me daba la paliza a todas horas, mañana, tarde y noche; recopilaba frases y dibujos que pululan en internet y pretendía darse cierto aire de intelectual, de finolis, de erudito o todo a la vez –y no pasaba el pobre de ser un cansado intenso– y me inundaba con sus buenos días, buenas noches, felices sueños y tal.

A fuerza de no contestarle, este cansado –que tiene todo el derecho de ser internauta–, se debió cansar. La verdad es que la tecnología si no se usa bien causa estragos.


Vicente Galdeano Lobera


martes, 25 de julio de 2023

Colorear la envidia


Dar color a la envidia se me antoja difícil; así como para la caridad, la humildad, la gratitud y otras virtudes, siempre puede uno echar mano de los colores del Arco Iris y de la Naturaleza y tal y tal, pero colorear la envidia ya es más complicado; la tonalidad de según qué envidias le cuadraría bien la color de un difunto. A poder ser muerto por hepatitis. Lo digo sólo como orientación. Dejo a su albedrío que pinten ustedes a un envidioso con los tonos que más detesten.

Teniendo en cuenta que la envidia es el único pecado que no da satisfacción a quien lo comete –es más, el envidioso se daña a sí mismo, se carcome y se aflige, mientras el envidiado no se entera del mal que causa al envidioso–, debería considerarse enfermedad y aplicarle tratamiento médico adecuado. Los animales no conocen la envidia, pero tampoco encuentran diferencias entre un político mentiroso y un premio nobel. Esa ignorancia de la envidia carece de valía.

La envidia no siempre es a lo material –que también–, los envidiosos sienten celos de tu personalidad, de tu espíritu, de tu esfuerzo, de tu suerte…, incluso de tu modestia. Cualquier rasgo tuyo sirve para incomodarles. A saber: que recuerdes fechas de cumpleaños y les felicites, según a quiénes les molesta, les sabe mal que tengas buena memoria; cualquier pequeño logro que consigas, como el escribir y tocar algún instrumento, aunque sea mal, les pone malos; que colecciones objetos que ellos consideren de valor, también. Con esto último hay que andar con ojo; para evitar disgustos conviene desprenderse de estos objetos y repartirlos entre familiares. Por si acaso. También están los que a cada paso te enmiendan la plana y afean cualquier cosa que dices; éstos, que son impertinentes, gozarían lo indecible pillándote en un renuncio. Al juntarte con estos sujetos conviene establecer un orden del día para saber de qué hablar. Otra solución, más eficaz, es renunciar a su compañía. Esta variedad, los que te enmiendan la plana, digo, no sé si catalogarlos de envidiosos o de qué; lo que no hay duda es que, como poco, son molestos y con ganas de tocar los huevos.

Los envidiosos critican todo de los demás, pero a ti también te pueden criticar a la cara. Y más si hay personas delante. La gozan despreciando la valía que tienes y haciéndote de menos.

Cuando uno reconoce no ser un prodigio en ningún aspecto de la vida, ni familiar, ni profesional, ni nada; cuando uno tiene a sus espaldas gran cúmulo de desatinos; cuando uno reconoce las miserias en que a veces ha caído; cuando uno tiene una trayectoria parecida a cualquier hijo de vecino vulgar..., pues, la verdad, uno no ve motivos para provocar envidia. Masoquistas parecen.


Vicente Galdeano Lobera

25/07/2023

viernes, 30 de junio de 2023

Sobre cansados

 

El camarada dejó su móvil en casa y decidió despejarse paseando por la ciudad; estaba harto de soportar llamadas inoportunas donde ofrecían toda clase de ventajas sobre tarifas eléctricas, líneas telefónicas, internet y ofrecimientos del oro y el moro. Todo en plan impertinente.

Poco duró su tranquilidad; unos jóvenes, cartapacio en ristre le abordaron para que colaborara en la salvación del mundo. Es decir, por una módica cuota ayudar a niños del tercer mundo, refugiados y migrantes afectados por guerras y el cambio climático (tenían bien aprendido el estribillo del buenismo). Se los quitó de encima como pudo. Aún les dejó caer, a los del cartapacio, que esos refugiados serían más bien desertores; los que él conocía, eran unos maromos grandes como castillos y en edad militar que sin trabajar recibían varias ayudas. Lo del clima, les espetó que estaban bien adoctrinados y que deberían documentarse y aprender que desde que el mundo es mundo siempre ha habido cambio climático; y no había coches.

El camarada guió sus pasos a una galería comercial y comprobó más de lo mismo. O parecido. A los pocos pasos unas señoritas de buen ver se le acercan para ofrecer ofertas de tratamientos tan milagrosos como el elixir de la larga vida. “Tengo más setenta años, damiselas, no me interesa”, les suelta.

Los personajes indicados, con ser pelmazos, no pasan de ser pelmazos de infantería. Dejaremos a su aire al camarada y señalaremos algunos pelmazos más fuste: los que te explican al detalle todo el proceso de una enfermedad propia o ajena, a poder ser con fragmentos escatológicos. A poca atención que les prestes logran ponerte malo.

Pasaremos por alto a los donjuanes, cazadores –con su variante de caza del zorro–, deportistas, jugadores de cartas, de parchís y dominó. Se podrían añadir los jugadores de ping pong y futbolín –son igual de plomos–. Si bien estos últimos tienen el atenuante de la originalidad.

Como pelmas de más calado nos centraremos en los que escriben algo. Los “que escriben algo” se creen parecidos al centro del mundo; todos han de leer su libro y pasar antes por la rutina de comprarlo, acudir a la presentación, leerlo e incluso comentar la obra con los halagos de rigor. Por eso los que escriben tienen tan pocos amigos.

Baremo más alto en impertinencia alcanzan los autoproclamados poetas. Estos son peligrosos; si bajas la guardia te envuelven en una encerrona con estrofas que para nada habías calculado el soportar. La solución para quitárselos de encima es algo dura, pero conviene aplicarla a rajatabla: disculpe usted, señor poeta, pero debido a mi atolondramiento no dispongo de la suficiente atención para saborear su lírica. Cuando yo tenga el adecuado ánimo, le aviso. O mejor aún, puede declamar sus versos en mi funeral, que lo mismo que Zorrilla en el entierro de Larra, alcanzará usted reputación, seguro. Siempre y cuando mis allegados no decidan tirar mis restos por un barranco, claro.

Otros pelmazos de peso son los que se proclaman historiadores. Para ser historiador, lo que se llama historiador, se debe ser libre, independiente, de gran temple de carácter, sin esperar ni temer nada. Además tener gran conocimiento de los asuntos y una claridad perfecta de expresión. Es decir, de estos hay pocos. Algunos de estos cronistas, no pasan de ser, además de pelmas, unos panfletistas dedicados a repetir como cacatúas las consignas aprendidas sin criterio propio.

Por supuesto que hay más variedad de cargantes, pero como muestreo vale. En cualquier caso este escrito es como un aviso a navegantes para saber por dónde vienen los tiros. Y salir pitando, claro.



Vicente Galdeano Lobera


viernes, 26 de mayo de 2023

Maese Cesarín

 

Se podría decir que maese Cesarín es maestro en el arte del saber vivir; siempre se las ha arreglado para trabajar poco y cobrar mucho. Y eso es un oficio que no domina cualquiera; sólo los grandes artistas, y no todos.

Maese Cesarín es hombre ocurrente y gracioso donde los haya que no solo ha sabido salir airoso de todos trances de la vida y prosperar para lograr sacar adelante su familia con decoro, sino que ha sabido aumentar su patrimonio con acertadas inversiones dignas de expertos en ingeniería financiera. A maese Cesarín, como dijimos, la naturaleza le dotó de un don de gentes y una labia admirables –lo que pasa es que a veces, por bien que se hable, si se habla demasiado, siempre se dicen más tontadas de la cuenta–. Cesarín, con buen ojo, adquirió un apartamento, casi en primera línea de playa, en la Costa del Azahar, que le sirvió para ampliar su ya extensa nómina de amigos. El maese siempre presumía de que quien tiene un amigo tiene un tesoro “y yo, a la vista está, tengo muchos tesoros”. Puerta con puerta de su apartamento conoció a un tal Javi Bonillo. Del tal Bonillo, Cesarín siempre hablaba como de un amigo de prestigio, gran profesional, de muy buena posición, que se había comprado una mountan bike de las caras, se paseaba por el campo en cuad y que frecuentaba pub musicales con DJ (di yei) prestigiosos –se nota que Cesarín domina hablares y decires de vanguardia.

Cuando en cierta ocasión me presentó a Bonillo, lo que yo vi fue un fulano bastante vulgar, de una simpleza atroz que tenía un discurso en alta voz, mostrando todo el rato los grandes aciertos que él desarrollaba en su trabajo (era repartidor), lo mucho que ganaba y que era muy experto en la caza del zorro; no lo sacabas de esos temas. Cuando comenzaba a perorar, era difícil el meter baza. Era de esos sujetos que se recrean escuchándose a sí mismos.

Bueno, el presumir no es pecado pero la amistad con según quien sitúa a Cesarín en el ámbito de la confusión. Porque este Bonillo, a pesar de su profesionalidad, su prestigio, su riqueza y su experiencia, veremos claro que no pasó la prueba del algodón.

Avisaron al maese que pasaría, sobre las cinco, el técnico a reparar la climatización del piso de la playa; menos mal que estaba allí su amigo que disponía de llaves de su apartamento y así no tendría que desplazarse desde Zaragoza.

¡Que no! ¡Ven tú si quieres! No estoy dispuesto a perder mi tiempo de playa por darte gusto a ti –fue la respuesta del amigo.

Pero, Javi, que no te cuesta nada, le abres la puerta al mecánico y te vas, le dices que cuando termine eche las llaves al buzón y la recoges cuando regreses; me dice que si no viene hoy, tardará tres meses en volver.

¡Te digo que no! No estoy dispuesto a perder ¡...ni cinco minutos de mi asueto sólo por complacerte a ti! Te fastidias y vienes a abrirle tú. Desde Zaragoza tienes tres horas, aún te da tiempo.

Ante el empecinamiento del Bonillo, maese Cesarín resolvió ir al médico y pillar la baja. Así sobre el mediodía partió hacia la playa a resolver el problema de mantenimiento.

A este prenda de Javi Bonillo le cuadraría mejor apellidarse Malillo. O como dicen en mi pueblo: botarate.


Vicente Galdeano Lobera


domingo, 23 de abril de 2023

Maestros

 

Los sistemas de enseñanza han variado en el pasar de los tiempos. Si para bien o para mal, eso habría que indagarlo. Quien suscribe, lo poco que acudió a la escuela, sólo tuvo dos maestros: don Mariano y don Alfredo.

El primero enseñaba las primeras letras a los pequeños; es decir, a su manera desasnaba a los enanos para el devenir de la vida. Este don Mariano cubría el expediente de guía, pero era hombre propenso a la rabieta y gritaba, insultaba, renegaba y, sobre todo repartía leña a troche y moche. A veces a destiempo.

Quien suscribe, a los nueve años pasó a la sección de “mayores”. Allí el maestro era don Alfredo, mentor muy distinto al otro. Don Alfredo, además de ameno, venía a ser una especie de sabio; tocaba todos palos, tocaba la mecánica –le puso motor a su vieja bicicleta–, tocaba la guitarra, pero sobre todo embelesaba a sus alumnos cuando explicaba Historia de España; también Historia Sagrada, tan necesaria para la oratoria como para comprender textos (en cualquier conversación sale a relucir eso de: pasó las de Caín, más falso que Judas, la procesión va por dentro, nos lavamos las manos como Pilatos, de Pascuas a Ramos… incluso “más limpio que la patena”, dicho en 2014 por el ateo y millonario Zapatero referente a un estatuto).

Estos señores maestros aplicaban el mismo sistema para hacer entrar en vereda a los alumnos más reticentes: repartían unas hostias que temblaba el misterio –otra vez echamos mano de la Historia Sagrada.

Este método de varapalo y tentetieso empleado entonces, a pesar de que hay quien piensa que era mano de santo para enderezar caracteres, no pasaba de ser un maltrato físico y psicológico con secuelas en el ánimo que, en algunos alumnos, duran toda la vida; y lo que es peor, con deseos de venganza sobre futuros subordinados. Cabe añadir que los bofetones, lo mismo que los arrestos en la mili, los recibían siempre los mismos; convenía espabilar para evitarlos. En cualquier caso, eso pertenece al pasado y ahí poco se puede hacer ya; más bien nada.

A pesar de su poco sueldo –habrán oído eso de pasas más hambre que un maestro escuela–, estos señores maestros vestían con decencia, siempre iban trajeados.

El plantel de maestros –perdón, profesores– de ahora es de risa, por no decir de pena; son de reconocido mal gusto en indumentaria, son lo más parecido a una panda de horteras vestidos de mamarrachos en plan capitán Tan con bermudas. Salvo excepciones, esta tropa, amigos del buen rollito y de adoctrinar y tal, es la que ha convertido la Universidad en una fábrica de ignorantes. También con excepciones, claro, pero a los hechos me remito.

Estos sujetos, se precian de tener licenciaturas y doctorados, pero el baremo a superar se presume muy bajo. Lo que no sé es quién concederá los títulos a estas huestes. Es de suponer que alguien parecido a ellos y sobre todo de su cuerda.

Lo malo es que estos botarates están inundando los estamentos oficiales y, lo que es peor, agarrándose como caparras al parlamento sin ninguna responsabilidad, con altísimos sueldos y con alta tasa de corrupción. Y el que venga detrás que arree.

Bueno, algo se ha ganado; porque éstos, aparte de intentar llevarse a alguna alumna a los aseos para meterle mano -hasta para eso son bastos-, pegar, lo que se dice pegar, no pegan ni un sello en una carta. No por falta de ganas, más bien por el buenismo imperante . Estos individuos con mando en plaza serían temibles; a uno de ellos le traicionó el subconsciente y soltó no hace mucho eso de “la azotaría hasta sangrar”, refiriéndose a una mujer. Amén.

Vicente Galdeano Lobera


sábado, 18 de marzo de 2023

Pulcritud

 

—Pues sí, señores; en mi casa estamos reñidos con la suciedad. Ya desde el zaguán, pasando por el almacén y demás dependencias hasta llegar a la buhardilla exijo que esté todo siempre en estado de revista; que para eso pago. Y al sentarme a la mesa han de estar el mantel y las servilletas debidamente planchados con los cubiertos en orden ¡Ah! Y el porrón relimpio y transparente para apreciar bien el color de los caldos de mi bodega —lo decía en un tono como si los demás fueran unos guarros.

Quien así peroraba, ante unos jugadores de cartas, era don Felicio Vera, un fulano cincuentón, corpulento, con el cuerpo largo y las piernas muy cortas; era además avaro, poco inteligente y poco instruido. Pero sabía farolear y daba a entender que era muy rico, y que por tener mucha pasta, también tiene la razón en todo. Don Felicio continuó con su cháchara exagerada ante la indiferencia de los jugadores que lo conocían bien y no le hacían caso; es más, con disimulo se le pitorreaban. Pero la reunión acudió ese día un sujeto de mediana edad que ante la verborrea de Vera abría la boca en forma de O y hasta levantaba los brazos al cielo en señal de asombro, y más cuando se enteró que don Felicio tenía una hija casadera. Don Felicio vio ocasión pintiparada para ensalzar las virtudes de su hija –la hija, que no había manera de encontrarle novio, no era muy agraciada; con el agravante de ser muy tosca y muy palurda en sus acciones–. Vista la actitud del joven, seguro que se la endosaría. Además don Felicio, con estas fanfarronadas, lo que pretendía era cenar de gorra. A fe que lo consiguió; el “pretendiente” convidó al “suegro” y a tres más; todo por hacerse el potentado.

Hasta ahí, todo bien; lo que pasa es que uno de los cenadores era muy propenso a la risa, pero a reírse a carcajadas, vamos. Ante la soflama de don Felicio, que no paraba de exagerar, disimulaba la risa como podía; como ataque de tos, como alergia… como Dios le asistía. Pero el orador notó cierto retintín en la actitud del reidor y le espetó:

—Sabrá usted, señor, que en mi casa está todo claro, limpio y aseado. Y en cuanto a la niña, no es por que sea mi hija, pero le informo que siempre usa lencería fina y se cambia de bragas cinco veces al día. Y no digo más.

— ¡Jopetas…! Pues es raro que no tenga más clientela. 

Don Felicio, no se sabe si debió agarrar el rábano por las hojas o qué; el caso es que los bofetones que se repartieron en el comedor son sólo comparables a las recias palabras que se escucharon.


Vicente Galdeano Lobera

jueves, 2 de febrero de 2023

Nuevo rico

 

Como quien no quiere la cosa, Marcos Torres se convirtió en artista, destacaba como un torero de prestigio. Su nombre figuraba en los carteles de las ferias más importantes. Como quien no quiere la cosa, además de alcanzar renombre, estaba forrado. Todo esto en poco tiempo.

De pequeño ya apuntaba maneras y comenzó su andadura, cuando Marcos apenas levantaba una vara del suelo, al torear un gallo muy furo que había en casa; más de un picotazo recibió, pero le sirvió de escuela. A partir de ahí le llamaron el Torero. Más crecido, ya se atrevió a capear mardanos y algún macho cabrío que de milagro no lo descalabraron. En casa, muy en desacuerdo con su afición, y más en desacuerdo aún con su aversión al trabajo, le amonestaron: “O te aplicas el cuento, o ¡Puerta!” Marcos opto por lo segundo, se lio la manta a la cabeza y partió a la aventura por esos mundos.

Tuvo que apencar lo indecible, pero ejerció de maletilla, y consiguió, a trancas y barrancas, hacerse novillero. Hasta que un empresario le echó el ojo, lo apadrinó y, con dieciocho años, Marcos tomó la alternativa como matador de toros.

Como nuevo rico, olvidó sus orígenes y se acostumbró pronto a que le bailaran el agua; envanecido sobremanera estaba convencido que con dinero se conseguía todo, y si algo se resistía, pues con más dinero, que es el único Dios verdadero, arreglado. Había pasado el tiempo, su carrera iba en ascenso y el torero no había tropezado con dificultades. De ninguna clase.

Como potentado se aficionó a la caza mayor. En una de las monterías por la sierra de Alcaraz le chocó un caserío, debidamente vallado, que se confundía entre el boscaje en la que destacaba una especie de fortaleza, como de un señor feudal, que dominaba el entorno de una pequeña aldea. Todo muy bien cuidado y en armonía con el entorno. El artista quedó prendado: Ésto será mío, se dijo, aquí mi prestigio subirá, convocaré a amistades influyentes, celebraré fiestas y organizaré otra clase de “monterías”. Vaya que sí. Torres convidó a comer al propietario a su hotel. La propiedad se le había metido entre ceja y ceja y zanjaría el asunto costara lo que costara. Cuanto antes.

A la hora concertada apareció el “señor feudal” que resultó ser un individuo algo entrado en años, rechoncho, con cejas como pinceles, mostachos mal arreglados, cara arrugada y carrillos colgantes; parecía un perro dogo. A pesar de su aspecto el hombre sabía comportarse; era de pocas palabras pero se expresaba con claridad. Preguntó a su anfitrión el porqué de la cita.

¡Bah! A este tío simplón me lo camelo yo y le hago entrar al trapo en menos que canta un gallo –se dijo el torero–. En pocas palabras le expuso el asunto y ofertó una buena cantidad de dinero. El otro, sin inmutarse, contestó que no había pensado en desprenderse de nada. Sin disimular su estupor, Torres ofreció más…, y después, más aún.

No hubo tu tía; el hombre era de ideas fijas y muy duro de pelar. Marcos había emparejado con una mulata treintañera de belleza espectacular que junto a su hija, mocita ya, se veían capaces de encandilar al más pintado. A una seña del torero, ellas entraron al ataque para convencer al dogo y le aseguraron que "podrá acudir a la finca cuando guste y que nos sentiremos muy honradas de gozar de su compañía".

El dogo, al escuchar los cantos de sirena de semejantes beldades se le iluminaron algo los ojos por entre los pliegues de los párpados, pero vio claro que querían dársela con queso.

—Señor torero: usted me ofrece dinero, mucho dinero… Pero es que resulta que yo ya tengo muchísimo dinero. Por otra parte –continuó el dogo– me ofrece también mujeres, y mujeres bellas también tengo. Mejorando lo presente, claro. Queden ustedes con Dios.



Vicente Galdeano Lobera


martes, 31 de enero de 2023

Tropa de cuidado

 

Ser acusica, delator, correveidile es lo peor. Peor que ser granuja y ladrón; peor que ser violento y maltratador con los inferiores. Ser chivato es lo más indigno en que puede caer la persona. Esta plaga invade a la humanidad desde la noche de los tiempos, incluida la época que los buenistas repiten como loritos eso de la ejemplar convivencia en España entre moros, judíos y cristianos. Estos buenistas, adalides del buen rollito y tal, son lo más parecido a unos ignorantes; por no decir unos cantamañanas y unos tontos de capirote.

Aunque con el tiempo los jefes conocen a todos empleados, con esta tropa de calumniadores conviene andar con mucho ojo. Señalaremos algunos de los distintos tipos de chivatos de cierto departamento.

Uno de los principales soplones era el tal García Flojeras, hombre iletrado que con sus maneras suaves y alardeando de salud quebradiza daba el pego, sobre todo a los novatos; este sujeto era de los que tiraban la piedra y escondían la mano, pero nutría de buenos chivatazos a la dirección. Como pago a sus “servicios”, el jefe destinó al buen García como barrendero mayor de la instalación un año antes de su retiro– Flojeras estaba que trinaba.

Otro confidente de peso era Feliciano Singracia, el Payaso; este buen hombre pensaba que su apodo se debía a su capacidad de hacer reír. Pero no era consciente de que en vez de hacer reír, no pasaba de hacer la risa. Qué le vamos a hacer. Era poco de fiar; trataba siempre de convencerte de lo contrario de sus pensamientos y ponía en tu boca ante el jefe palabras que tú no habías dicho. Éste, con el cuento la lástima y rogando mucho al jefe, se las arregló para retirarse antes de tiempo. Después de jubilado acudía casi todos días a saludar a jefes y compañeros en plan pelmazo. Lo mandaron pronto a hacer puñetas, claro.

Un punto fuerte en esta jerarquía era Marcial Servicial; manchego recio, ceremonioso y muy cordial. Este empleado vigilaba como un gato el menor movimiento de todos los demás, pretendía meter baza en sitios donde no convenía –“quieto, león, que aquí mando yo”, se oyó alguna vez– y era de suyo muy lento en su trabajo, pero informaba rapidísimo a los jefes; “sólo si me preguntan”, se justificaba. Notificaba a su modo, claro.

Digno de mención es también Tadeo Perales, hombretón malintencionado; era un castellano alto y fuerte como una torre y con cara colorada, que con fingida jovialidad engañaba a los colegas y delataba a su modo, no solo a los jefes, sino en todos tajos donde la empresa tenía actividad (en alguno de estos tajos gratificaron al Tadeo). Éste, aún después de jubilado, pretendía seguir con sus “servicios” a la compañía; “no, váyase campeón, merece usted descanso”, se oyó el grandullón.

Maldad sin límites demostró Sandalio Patas, un santurrón cazurro y sombrío que con su alzada hubiera parado en seco la acometida de un macho cabrío. Para dárselas de abstemio se hartaba de leche con cacao, pero en un control de alcoholemia lo pillaron colocado. Falso y vengativo como Judas, ante la presencia del jefe, se mostraba melifluo y servil como un perrillo faldero y largaba todo lo largable y más. Se dedicaba a sabotear las máquinas asignadas a otros operarios para así dejarlos mal. Aparatoso, mentiroso y exagerado, la dirección no tragó con sus manejos y embustes. Lo despidieron, claro.

Mención especial merece Florencio Lacasta, hombre con aires de imprescindible que, además de mostrar bajeza atroz, se hacía pesado, pedantesco y maniobrero. Este joven, aun desde fuera de la empresa (lo despidieron por algún motivo que él sabrá), actuaba como satélite e informaba a sus antiguos jefes, en plan compadre, de abundantes chismorreos vinieran a cuento o no. Este Lacasta tenía cantado que con sus soplos haría méritos para que lo readmitieran con puesto destacado. “No –fue la respuesta–, aquí no hay plaza para correveidiles”.

La palma en este oficio se la llevaba un tal Peporro Lurón, alias Imaginaria; le llamaban así, porque empezaba casi siempre cualquier frase con “señores, sólo me quedan dos imaginarias para jubilarme”   –luego resultó que le faltaban años y aún se reenganchó hasta cerca los setenta–. Este hombre, que ostentaba el título de Primer Alcahuete de la Compañía, aventajaba a los anteriores en cuanto a rastrero y calumniador que disimulaba sus maneras afectando una campechanía y una franqueza brutales; así oscurecía su envidia insaciable, su rapacidad –era perito en latrocinios– y sus malas intenciones. De talla no muy grande parecía un zorro: eficaz, charlatán, movedizo, amigo de intrigar y murmurar; incapaz de nada decente, toda su actividad la empleaba en llevar chismes y despellejar. En su día le costó años y Dios y ayuda incorporarse a la plantilla, pero algún pacto estableció con el jefe; este agrandaba su oreja para escuchar sus soplos. Al Lurón le gustaba reír y hacer grandes farsas y tenía talento de imitación; remedaba con gracia la voz y el gesto de todos empleados. Y cuando estaba inspirado era digno de oírlo; además sabía dar coba, delatar y mentir fuerte. No estaba mal visto por el directorio que lo usaba a conveniencia, y no era mal profesional; pero este Imaginaria era de “manos largas”, se creía el rey del mambo y lo pillaron con el paso cambiado. Mal asunto, quedó en evidencia y, aunque siguió con su actividad de chivato, fue de capa caída hasta su retiro.

Dada su actitud, las aspiraciones de estos personajillos (que no merecen interés ni revisten apenas importancia, ni saben que el tiempo, al dejarlo pasar, suele aclarar todo) no están muy claras; lo único cierto es que dan asco, y que después de quedar como pingajos chismorrean gratis. Reciban desde estas líneas un merecido homenaje. Al fin y al cabo sirven de inspiración a modestos escribidores.