sábado, 31 de diciembre de 2022

Mal ambiente

 

   Cuando nací, mis padres ya no se querían; y a mí no mucho. Es una conclusión a la que llegué con el pasar de los años. Aunque al hacerme más maduro comprobé que lo que les unía era un amor jerarquizado, a la unidad familiar considerada como cuadrilla de braceros o algo así; y todo sectario, prefiriendo más a unos hijos que a otros.

    El ambiente que reinaba en este núcleo era desolador, consistía en trabajo, trabajo, trabajo y, después, más trabajo; pero sin orden ni concierto y, sobre todo, con mal genio y peores caras acompañado de gruñidos. El horizonte que se vislumbraba era limitadísimo; sobre todo para personas sensibles y soñadoras como yo.

    Al nacer tardano, mis hermanos eran entre catorce y dieciocho años mayores, yo era más débil de constitución, y siempre escuchaba las terribles comparaciones; que si a tu edad tu hermano ya hacía esto; con tus años tu hermana ya desarrollaba lo otro, y a su vez haciéndome siempre de menos con respecto a ellos. Por parte de mis hermanos tuve que soportar sus rarezas haciéndome blanco de todas sus frustraciones; nunca estaban contentos, hiciera lo que hiciera; y como premio, repito, malas caras, peores tratos e insultos. El caso es que eran mi familia, los vínculos de sangre tiran y yo no había conocido otra cosa; a mi pesar les quería.

    No deseo a nadie este panorama. Recuerdo escenas así:

    —Al chico habrá que comprarle abrigo –dijo en una ocasión mi padre.

    Yo había cumplido doce años y hacía más de uno que no iba a la escuela, sólo trabajar dieciséis horas diarias.

    — ¿Abrigo? ¿Para qué? se le quedará enseguida pequeño… -Se apresuró a comentar mi hermana con sonrisa de hiena. Ella que nunca le faltó de nada en vestuario. Y yo, que era tan presumido…

    —Pues con el frío de este invierno, no es cuestión de que vaya a cuerpo; pensarán en el pueblo que somos avaros… En fin, vosotros diréis. –En asuntos de compras, mi padre delegaba siempre en mis hermanos y mi madre; si decidían no gastar, mejor.

    O, aquella otra vez que viniendo aterido de frío me acurruqué junto al hogar a calentarme y enseguida saltó mi hermano:  — ¡Este es el que tiene la culpa de todo! ¡No se puede venir a casa y sentarse a la bartola sin preocuparse de nada…!

  Y lo decía él, que ejercía de gorrón y de calumniador correveidile. Pero era el preferido de los padres. De eso se aprovechaba, y del respeto que yo les profería.

    Se había casado y, en vez de irse a su hogar, se quedó en la casa a complicar la vida a todos, sobre todo a mí. Todavía cuando lo veo me da más asco que una serpiente, semejante baboso y arrastrado. Jamás se cansó de meter cizaña contra mí a los padres y familiares. Mal negocio hice con no matarlo.

    Se dice que no hay mal que cien años dure, ni quien lo pueda aguantar. En concreto, me salió el sol cuando el estado expropió las tierras de la familia, busqué trabajo en una empresa privada que, con sus pros y contras, estuve cuarenta años, hasta los sesenta y cinco.