viernes, 27 de diciembre de 2019

Formas igualitarias






El lenguaje ha sufrido variaciones desde siempre. El idioma se tiene que emplear para entenderse las personas; y no para esas mismas personas ser esclavos de unas reglas y formas gramaticales innecesarias.
Los puristas, que los hay, tienden a culpar a esta plaga de políticos analfabetos que nos ha tocado soportar, de romper la estructura de una lengua que han utilizado generaciones de autores para deleite nuestro. Pero esta casta, los políticos, gozan de unas asignaciones y prebendas excelentes. No serán tan tontos, pienso yo. Lo que pasa es que estos señores, blanco de todos los odios, quieren simplificar las reglas del castellano; es decir, convertir en una especie de filólogo hasta al mismísimo Jesulín y su ex. Y eso, sin ser pecado, es de agradecer.
Comenzó esta tendencia allá por los años ochenta del siglo pasado. Como muestra del buen hacer de nuestros representantes, cogeremos cualquier fragmento de rueda de prensa por la década de los ochenta de cualquier político, por ejemplo de don Yoseba el Barrendero, ministro; empezaba siempre con un lenguaje igualitario, precursor del buenismo y de lo políticamente correcto. Viniera a cuento o no, siempre contestaba. “Cuap, cuap, cuap,,,, coppañeros y coppañeras… Cuap, cuap cuap… es intención de este gabinete guppernamental, el servir escruppulosamente…, cuap, cuap, cuap, a sus votaptes…” después este hombre soltaba una retahíla de jerga demagógica con conceptos, que seguro él entendía, como: libertad, democracia, responsabilidad, pueblo soberano, voluntad popular y más: se pegaba buen rato entre cuap, cuap, cuap... hablando sin decir nada. Eso sí, empleaba siempre el soniquete compañeros y compañeras demostrando un sentido igualitario nunca visto. Sentido igualitario no sé si tendría, pues lo cierto es que  ése, con otros dos más fueron condenados por la Audiencia por robar mil millones ¡Ah! Falta aclarar el cuap, cuap cuap al comienzo de cada frase. Era un pequeño defecto en el habla del ministro que parecía que arrancaba a cacarear como los patateros Amelio y  Lumínguez cuando les retiraron la enorme paga por callar lo de los fondos reservados.
A partir de aquí, y llevamos años, la mejora del lenguaje es imparable. Con perlas oídas en un mitin como jóvenes y “jóvenas”, soltada por una eminente señora; “monomarental” por monoparental, dicho también por una ilustrada mujer; portavoz y “portavoza…” sentenciado por una fémina desde su escaño… el acercamiento del idioma sencillo y comprensible a la plebe lo han conseguido; basta mirar los mensajes de los móviles y el hablar de muchos jóvenes para darse cuenta.
Siguiendo con el tema no puedo obviar a un artífice de peso; un mandatario regional cuya sensibilidad a flor de piel y gracejo natural no pasan desapercibidos. Este gobernante rizaba el rizo en el asunto de marras; con suma exquisitez comenzaba sus peroratas: “Compañera y compañero, ¡Ele! ¡Lolailo! Que tengo una grasia que no se pue aguantá”. Con extrema delicadeza y exquisitez, daba siempre preferencia a la mujer y su localismo significaba plural, claro. Un día en un pleno tuvo un pequeño altercado, una congresista le soltó a bocajarro algo así:
—“Ceñoría, ademá de compañera y compañero, le farta er compañere…”
El mandatario olvidó la delicadeza y la exquisitez y después de cambiar de color, ordenó furioso:
— “¡Guardias! ¡Expulcen a eza muhé de la zala! Y, de pazo, impónganle una güena murta; asín aprenderá”.
El gobernante, muy suspicaz, se había sentido aludido por el proceso de los eres en que estaban investigados varios altos cargos por desviar fondos, es decir, por robar a manos llenas inmensas partidas de dinero destinado a mejoras de la comunidad. Al examinar la cuenta bancaria de este señor, sólo había ochocientos euros. Manifestó que altruistamente donaba todo a sus hijos.
Se supone que pagando los impuestos reglamentarios. Faltaría más.

 Vicente Galdeano Lobera.





miércoles, 27 de noviembre de 2019

Resistencia




Los saqueadores, desarmados, salieron de estampida siguiendo las instrucciones recibidas; severamente apaleados, no querían más.
Un par de disparos les hizo parar en seco…
— ¡Alto…! ¡No escapéis sin llevaros ese fardo repugnante de ahí!
El fardo era Marianín, que yacía inconsciente entre sus propios excrementos con signos de congelación. Recogieron al compañero que al despertar comenzó a dar grandes alaridos.
—Tranquilo, Marianín, que nosotros también vamos servidos, dijo Frutos que le habían volado dos dientes ¡Compañeros! –Continuó- habrá que llevar al camarada hasta nuestra guarida; nos turnaremos.
Llevaban recorrida media legua cuando, hartos de los lamentos de Marianín, lo arrojaron por un precipicio. Los manuales de la Causa no reflejaban que tuvieran que transportar estorbos.

Emboscados los siete individuos de la Resistencia, vieron salir a la Guardia Civil de la masía; Tenían campo libre, como pronto, en veinticuatro horas no regresarían los guardias. Calcularon el suficiente alejamiento de la Benemérita y abandonaron su escondrijo dirigiéndose en tropel a la masía. Estaba anocheciendo y corría un viento helador.
— ¡Adelante, compañeros! -dijo Frutos el mandamás- ¡Por la Resistencia, por la noble lucha contra regímenes totalitarios! ¡No nos doblegarán, nuestro tesón hará alcanzar al proletariado cuotas de libertad jamás soñadas! ¡Si es necesario eliminaremos a quien discrepe de las ideas del partido!
Estas mesnadas, solían estar compuestas por individuos asilvestrados, adoctrinados y afiliados a un partido, acostumbrados a las sacas y dar “paseos” a quien estorbe; además de delatar y dar falso testimonio para beneficiarse. Iban bien armados con fusiles y abundante munición y al tener delitos de sangre, temían caer en manos de la justicia. Si entraban en una casa de labranza, podían rezar los dueños que sólo les saquearan la despensa y la bodega. Cometían toda clase de abusos; sobre todo si había mujeres jóvenes. También tenían muy arraigada la aversión al trabajo.
Dejaron vigilando a Marianín, el más tonto. — ¡Camarada Marianín! ¡A quien se acerque, le vacías un cargador en las tripas! Llamaron…
— ¡Abran a la guerrilla de la Resistencia!
— Qué quieren; ya estuvieron la semana pasada… No nos queda nada.
Los masoveros estaban hartos, entre los guardias y las guerrillas, les agotaban todos víveres.
— Tienen obligación de abastecer a la Resistencia.
Entraron. Dejaron sus armas en un rincón y se sentaron en la larga mesa de la estancia con fuego acogedor; Todo ante los atemorizados moradores; un matrimonio y dos hijas veinteañeras.
Exigieron de malos modos buena cena, y “preparen viandas abundantes para llevarnos. Rápido, que si me enfado será peor”. Marianín, asomado por un ventano contemplaba la escena; olvidó su labor de centinela. Lamentable; sintió un crujido en su espalda al tiempo que le tapaba la boca Miguelón, el Tenazas. Le apodaban así porque con sus zarpas había dejado sin resuello a un mulo a punto de relinchar. Cayó sin sentido. Miguelón y otro compadre, recogieron el arma y munición del camarada y observando la posición de semejante tropa desarmada, entraron de sopetón disparando al aire, precisamente cuando Frutos iba a sentar en sus rodillas a la hija mayor. Este detalle enfureció sobremanera a Miguelón que andaba enamoriscado de ella. La Resistencia tuvo que resistir mientras intentaba protegerse, un aluvión de patadas, trallazos, puñetazos y recias palabras. Jamás calcularon que iban a probar parte de su propia medicina.

Vicente Galdeano Lobera.

martes, 29 de octubre de 2019

Acercamiento inoportuno




Cuando don Zacarías se enteró del convite, puso en marcha como una flecha el protocolo de llegada. Cuando se trataba de comer de gorra, no necesitaba insistencia; ni invitación.
Don Zacarías tenía también propiedades de girasol; torcía siempre al sol que más calienta. En cambio, era lento como una tortuga cuando barruntaba trabajo; y, más aún, si se trataba de rascarse el bolsillo.
Celebraba sus bodas de oro don Servando, rico terrateniente del lugar; habíanse preparado abundantes manjares y buenos caldos de su bodega
Zacarías no recibió invitación; “es igual, caeré de rondón y me adentraré en el evento sin dificultad. Para eso nutro al señor de buenos chivatazos y le señalo sus detractores”. Además estaba Emilia, doméstica de la casa, madama de amplias caderas, reidora y muy amiga de jolgorios y cachondeos. A don Zacarías le gustaba a rabiar. Sabía que a ella le encantaban las peladillas; compró un paquete.
Don Zacarías, con sus cincuenta mal llevados, ejercía de correveidile del pueblo; gozaba de poco aprecio, pero cuando convenía lo usaban. Era flaco y verdoso como un pepinillo en vinagre; últimamente andaba escorado a causa de unas patadas que le arrearon por poner excesivo celo en su actividad. Por la procedencia de los golpes, consideró atinado no denunciar. Por si acaso.
Llegado el día del festejo, tuvo que andar sus buenos tres kilómetros hasta la heredad con Cierzo helador. Al llegar, una jauría de perros casi le muerden; los sujetó Emilia que salió al oír los ladridos.
—Gracias, Emilia, es usted un ángel…
—No tiene importancia, don Zacarías ¿Qué le trae por aquí? -Zacarías quedó perplejo… le extrañó la observación; se consideraba de casa.
—Pues vengo a felicitar a los señores, y a celebrar con ustedes tan importante fecha.
—Vale pues, vamos adentro. –Don Zacarías le entregó las peladillas… Emilia le dedicó una amplia sonrisa; “qué amable es usted, don Zacarías. Muchas gracias”.
Cerca ya de la entrada, se oía música, salía calor y un reconfortante olor a viandas que estimularon la salivación de don Zacarías; no había probado bocado desde el desayuno. Anochecía.
— ¡Alto ahí! ¡No puede pasar! –Era Timoteo, un mastodonte como un armario que con sus manazas paraba en seco a una caballería al galope. Estaba para espantar indeseables. Don Zacarías pensó que no se dirigía a el; intentó acceder.
— ¡No puede entrar, he dicho! ¡Y no me gusta repetir las cosas…!
—Aquí hay una confusión, soy don Zacarías, amigo personal de don Servando…
— ¡Eso se lo dirá usted a todos!
Don Zacarías vio en Timoteo destellos de ira y rabia que le recordó las patadas recibidas hacía poco; aun así razonó, suplicó, casi lloró… Todo delante de Emilia y demás invitados que se acercaron al oír voces. No coló.
Abochornado, casi no sentía el viento acompañado de ráfagas de lluvia cuando regresaba a su casa.

Vicente Galdeano Lobera.

sábado, 28 de septiembre de 2019

Fantasmas




—Pues no, Bustos. Se le han adelantado; acabo de abonar a mi patrona tres meses que le debía. Me amenazaba, la muy ladina, con dejarme sin cenar esta noche – don Severo esquivó con astucia el sablazo del deportista-. Siento no poder ayudarle. En cambio puedo aconsejarle muy bien; también entretenerle con historias y leyendas más o menos reales… Incluso puedo cantarle canciones para que se duerma, pero dineros, nanay.
Porfirio Bustos, andaba tieso y acostumbraba a pedir dinero a cualquier incauto. Lo malo es que tenían el repertorio demandador ya muy oído, y los primos escaseaban.
Porfirio Bustos, cuarentón, presumía de ser gran atleta, conocedor y practicador de varias ramas deportivas. A saber: boxeador, luchador, cazador, pescador; incluso especialista en equitación y esgrima… Bueno, el sable sí lo manejaba bien. No desperdiciaba ocasión para ejercitarse. Estando sentado, o en autobús, o en cualquier sala de espera, sin venir a cuento, ahí tenías a Porfirio haciendo estiramientos, flexiones y visajes para mantenerse en forma física y mental; los desconocidos lo tomaban por payaso. Sus allegados sabían que no pasaba de ser un cantamañanas y que donde mostraba cierta rapidez era para echar monedas a las tragaperras y libar carajillos de gorra.
Como muestra explicaremos una correría competitiva de Porfirio; en cierta ocasión se apuntó a una carrera popular de veteranos ciclistas. Lo vieron con enorme barriga y figura desproporcionada, pero llevaba buen equipo y lo aceptaron. Animándole, le dejaron ir buen trecho delante “Cuán rápido soy; los dejo atrás sin esfuerzo”. En una pendiente, entusiasmado, Bustos pegó tal sprint, que calculó mal y resbaló con su bicicleta pegándose buen tozolón. Quedó en medio del paso y, al llegar los otros, tropezaron y la serpiente, se transformó en un montón multicolor. Con Porfirio debajo, claro. En el hospital, los cirujanos estuvieron a punto de llamar a un ferrallista dada la cantidad de hierros que necesitaba su esqueleto.
Convaleciente, acudía regularmente a la taberna; se juntaba con don Severo que le contaba batallitas y algunos sucedidos medio inventados. Parlante y escuchante, se complementaban bien y alcanzaron cierta amistad y confianza, Don Severo después de dar cuenta de buena ración de torreznos y vino, sin mucha severidad le soltó:
— Bustos, debería reconsiderar abandonar sus deportes, ya no está usted para trotes. Le iría mejor el dominó y el guiñote.
Porfirio, amoscado, le sabía malo que sacaran a relucir sus carencias.
—Oiga, que no veo necesario que me sermonee –contestó airado Porfirio-. Prefiero que me cuente una historia. Qué me trae hoy…
—Como quiera, Bustos; vaya por delante mi aprecio, sólo pretendía aconsejarle como amigo. Le voy a relatar un sucedido en una aldea; fue en los años cincuenta. Allá va:
“Don Marcelo, párroco del pueblo, era encargado de repartir leche en polvo y queso americanos en la postguerra. Menudo y enteco, el cura tenía fama de mujeriego y pretendía aprovecharse favoreciendo en la distribución de los lácteos a señoras guapas; especialmente en lo relativo al polvo. En confesión, les iba con la monserga: “mire, fulanita; lo mismo que el Altísimo se sirvió del Espíritu Santo para engendrar a su Hijo en la Virgen María, ahora la ha señalado a usted por medio de mi humilde persona para gozarla. Y bien sabe, como devota, que los designios del Señor no se pueden negar; so pena de cometer pecado mortal…” Lo intentó con varias pero ninguna tragó. Fatal fue cuando pretendió a Hortensia, la mujer del vinatero. Era una jaquetona de muy buen ver; la loba la apodaban. Al escuchar las pretensiones del cura, lo arrastró fuera del confesionario dotándole de buena ración de bofetadas y arañazos… “¡Tio rijoso, si esta usted caliente váyase de putas! ¡No meta en danza a Dios en asuntos terrenales!”

Vicente Galdeano Lobera.


sábado, 31 de agosto de 2019

Deportista caducado




Porfirio Bustos, vestido de colorines y bien equipado de ciclista, daba el pego; si no fuera porque era ya cuarentón y lucía enorme barriga, lo hubieran tomado por ciclista profesional. Había dado cuenta de un almuerzo que no lo saltaba un gitano y se sentía eufórico para librar los cuarenta kilómetros de regreso hasta casa.
Circulaba con su bici por una zona ribereña con abundantes campos de frutales y hortalizas. Vio incorporarse a la vía a un labriego encaramado a una bicicleta muy antigua que pesaría más de veinte kilos; eso sin contar que transportaba una barquilla con variados productos del campo y sujetas una hoz y una azada de gran tamaño. Al pedalear sonaba un clan clan producido por el roce de una biela con el cubrecadenas de la bici. La indumentaria del campesino, se las traía: iba tocado con sombrero de paja y boina encima, camisa y pantalón remangados; llevaba chaleco, calzaba abarcas y fumaba un perrero que apestaba. Solo verlo le producía fatiga a Porfirio.”Dónde va este individuo -pensó-, seguro que no aguanta un kilómetro sin descansar”. Lo adelantó agitando la mano con cierto ademán de burla.
--A los buenos días, señor, saludó el lugareño, acompáñeme hasta el pueblo y le regalaré buen talego de tomates y lechugas para que lo saboree en la ciudad…
Extrañado Porfirio ante tamaña proposición, contestó: “no, que tengo prisa; voy entrenando y usted va muy despacio.” Mientras, accionó el cambio de su máquina para marchar más rápido.
El roce de la biela se oía cerca a pesar de que Porfirio iba deprisa; aceleró más, y el ruido se convirtió en un clan clan clan clan clan… de secuencia seguida. Miró hacia atrás y, pegado a rueda, tenía al gañán con semblante risueño que sin esfuerzo se le puso a la par.
--Espere, hombre de Dios, y sosiéguese, está usted sudando como un toro y le va a dar algo; véngase conmigo a casa que le obsequiaré con agua fresca con anís. Mientras descansa y se recupera, le prepararé unas alforjas con cosas del campo que son mano de santo para refuerzo corporal y espiritual. Luego ya entrenará.
A Porfirio, le costó reconocer la buena fe y hospitalidad del labriego que tan sutilmente le había mojado la oreja. Al límite de sus fuerzas aceptó la invitación. Acertó, recibió unas atenciones que en su casa jamás disfrutó. Después de comer, la tarde le cundió bastante; agarró una borrachera de padre y muy señor mío en el recorrido por las bodegas del pueblo acompañado de su nuevo amigo; de la última de estas bodegas salió a gatas.
En un coche lo acercaron a su domicilio en la ciudad. Vio claro que tanto el deporte como el alternar bebiendo requieren instrucción y, sobre todo, tienen fecha de caducidad.

Vicente Galdeano Lobera.



miércoles, 31 de julio de 2019

Pájaro extraño




La fauna del bosque había observado un nuevo inquilino, una especie de pájaro muy raro que sobrevolaba el territorio; sobre todo en días claros. Vieron también que, dicho ser, intentaba comunicarse con todos ellos; dominaba todos idiomas, parlaba sin dificultad con aves y mamíferos; incluso con reptiles, roedores e insectos. Pero esta fauna tenía un instinto de conservación muy acentuado; no se fiaban ni entre ellos. Y, claro, menos de un forastero de aspecto tan extraño.
Abultaba más o menos como un águila con contraste de colores atractivos y, en vez de alas, portaba unas hélices que lo mismo le permitían volar a gran velocidad, como mantenerse estático suspendido en el espacio. Ojos tenía cuatro, ubicados en sus cuatro costados, en forma de tubo que los orientaba alargándolos a su antojo; la boca por donde hablaba era una rejilla ovalada, como un pequeño altavoz.
La fauna del bosque sentía inquietud ante la presencia, cada vez más a menudo, del pájaro extraño.
--No teman ustedes, dijo una enorme serpiente, yo le quitaré a ese bicho la costumbre de incordiar: acabo de salir del letargo y tengo voraz apetito.
Era una boa ajena al hábitat; la habían soltado de pequeña y había puesto en peligro el equilibrio ecológico de los animales autóctonos.
Ese día nuestro amigo sobrevolaba el bosque informando a sus habitantes de un peligro inminente: unos desaprensivos con intereses bastardos se dedicaban a quemar grandes extensiones de arbolado. Pronto llegarían allí; era necesaria la colaboración de todos para evitar la catástrofe. Pasaba el pájaro a un metro del suelo para que le escucharan incluso roedores e insectos cuando se encontró a su altura la serpiente mirándole como para hipnotizarle. Paró, y suspendido se observaron mutuamente; la boa abrió su enorme boca cuando, a velocidad asombrosa, del lomo del pájaro salió un resorte articulado terminado en una manopla que con destreza abofeteó de firme al reptil. Se hizo hacia atrás, pero al ver la quietud del pájaro, contraatacó. Lamentable; volvió a asomar el resorte pero esta vez calzaba una bota bien herrada cumplimentándole con abundantes patadas.
– ¡Imbécil! ¿cree usted que soy presa fácil? ¡Además que pretendo evitar el peligro que corren…! Tenga usted la bondad de convocar a todos sus vecinos en asamblea -añadió- ¡Que me escuchen de una vez! Sírvase, señora boa, de cumplir mi encargo; si no, lo pasará mal, muy mal.
La fauna, emboscada, contempló la escena; quedaron admirados de las dotes persuasivas del pájaro, que les infundió un enorme respeto.
La asamblea, formada por abundante variedad de habitantes del bosque, incluidos una manada de lobos; había ciervos, jabalíes, cabras, linces… y por supuesto muchas aves. Establecieron un armisticio entre ellos para solucionar el asunto. Escucharon al pájaro: “Como bien saben ustedes, asola la comarca una serie de incendios que obliga a nuestros hermanos sobrevivientes a emigrar; sin in más lejos, baste observar la excesiva población de este bosque. Yo me ofrezco para dirigirlos, apresar y escarmentar a esos desaprensivos y, de paso, que canten para agarrar a los de arriba y erradicar el mal de raíz. Solo una advertencia, los quiero vivos.”
Cazarlos fue pan comido; al bajar del carro con los avíos incendiarios, la presencia de una lozana campesina con amplias caderas y sonrisa prometedora, desarmó a los dos secuaces. Al acercarse a ella con aires de conquista, antes de mediar palabra, unos jabalíes les propinaron buenos empellones dejándoles maltrechos en el suelo. Para colmo, dos raposas les defecaron encima poniéndoles como un cristo. Intentaron correr hasta el coche pero la enorme boa les cortó la retirada con un abrazo de rigor.
--Buenaaas… ¿Saben la melodía o necesitan partitura? -Dijo el pájaro-, pueden guardar silencio si lo desean; pero me apetece escucharles cantar.
Entonaron todo un recital; y con bises.
Llegaron justo cuando sus señorías acababan de dialogar. Estos diálogos consistían en repartirse grandes porcentajes de las recalificaciones de terrenos quemados que habían aprobado ellos mismos. Una sombra se cernió sobre los negociadores cuando entraban al coche oficial. La sombra provenía de una nube compuesta por enjambres, avisperos y un sortilegio de insectos dañinos que cayeron sin compasión sobre los negociadores. No negociaron más.
En el siguiente pleno -bien resguardados, por si las avispas-, sus señorías guardaron cinco minutos de silencio, demostrando así gran sensibilidad, inmenso dolor y respeto por los fallecidos. Todos con cara de circunstancias que con disimulo miraban su reloj y, los de las filas de atrás, su móvil.
No tardaron los voceros de radio y televisión en connivencia con los dirigentes, proclamar a los cuatro vientos el “grave atentado perpetrado contra la democracia y los gobernantes elegidos por el pueblo.” Callaron, como estómagos agradecidos, que dichos dirigentes no pasaban de ser unas camarillas puestos en listas cerradas a capricho del mandamás según su sumisión al partido, y con disciplina de voto; y que nunca les pasó por su caletre, el bienestar del pueblo.

Vicente Galdeano Lobera.


jueves, 27 de junio de 2019

Costumbres muy arraigadas




--Mi caro amigo don Anacleto, deberá usted pagar la “manta” si no desea salir perjudicado…
Don Anacleto Navas, miró de hito en hito a su interlocutor, un rústico con boina y chaleco, que le instaba a pagar algo que no entendía bien, relacionado con unas tradiciones muy arraigadas en la aldea.
– ¿Manta? ¡¿Qué manta ni qué niño muerto?! Yo no veo ninguna, además yo no he roto nada y no tengo vocación de completar el ajuar de nadie.
--Veo que no entiende, o que pretende hacerse el tonto que es peor; pero, tranquilo, se lo explicaré al detalle y con argumentos muy convincentes.
Razonó a don Anacleto, que en la comarca, y más concretamente en esa aldea, regían unas costumbres que consistían en que cuando un foráneo festejaba a una moza del lugar, tenía obligación de pagar la “manta”, osease: convidar en la cantina a los contemporáneos de la novia. “Tranquilo, mi amigo, somos solo diez; con un cántaro de vino, un queso, un jamón y pan, será suficiente. No es excesivo si contemplamos la prenda que se lleva usted”.
Don Anacleto de suyo muy tacaño, no tenía disposición de invitar a nadie.
--Pero si Rosamunda es despreciada por todos ustedes; la madre naturaleza se ensañó con ella colmándola de fealdad. Tendrían que gratificarme a mi por desposarla…
--Que sea fea o guapa no exime al novio de cumplir con las tradiciones; además -continuó el gañán-, usted no hace ascos a las rentas de Rosamunda; irá sobrado para pegarse la vida padre el resto de su existencia. Mi consejo es que nos convide; quedará bien y no le molestaremos más.
Don Anacleto parecía afirmar, pero con disimulo se dirigía al corral donde había guardado su bicicleta; con intención de largarse a su pueblo distante a una legua.
La estampa de don Anacleto no pasaba desapercibida; pequeño de estatura debido a sus cortas piernas, pues tenía el torso grande; con rostro redondo y ojos chicos protegidos con espesas cejas oscuras; suplía su calvicie luciendo unos enormes bigotes que sobrepasaban el contorno de su cara. Aparentaba unos cuarenta años.
La bicicleta había desaparecido, se enfureció y comenzó a patear al tiempo que notó que el suelo se movía. Sus alaridos y protestas no evitaron que lo lanzaran cada vez más alto. Claro, lo manteaban entre diez, como a Sancho Panza. Desde la altura vio su bicicleta girando, “Angelín, retira la bici y date vueltas detrás de la tapia: mientras, le explicaremos al mister lo que hay que hacer. La traes cuando digamos”, le ordenaron; Angelín no sabía montar pero cumplió a rajatabla su mandato: cargó la bici a sus espaldas y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Hasta nueva orden.
Don Anacleto, al barruntar que los mozos pasarían al segundo “argumento” en breve -consistía en capuzarlo al abrevadero-, gritó: ¡Bastaaaa! ¡Bastaaaa! ¡...Les convido a ustedes! ¡Es más… Me uno al evento!
“Así me gusta; veo, mi caro amigo, que entra usted en razón… Lo que pasa es que a los mozos, con el esfuerzo, les entró más apetito. Ampliaremos las viandas en medio cántaro de vino más y abundantes torreznos, Amén de los carajillos reglamentarios”.
– ¿Alguna objeción, mi amigo don Anacleto?
– ¡Nada, nada! ¡Será un placer! ¡Adelante con los faroles!

Vicente Galdeano Lobera.

martes, 28 de mayo de 2019

Libreta secreta




La encontré junto a un contenedor de basuras con otros papeles y cachivaches; se conoce que algún transeúnte había escarbado por si encontraba algo de valor y lo dejo todo fuera. Era un cuaderno rojizo atado con una cinta oscura; parecía un libro de cuentas. Lo abrí.

En la primera plana con buena caligrafía, ponía: Libreta secreta. Información confidencial de X… Es pecado leerla.

Con semejante aviso resulta difícil resistir la tentación. Miré el contenido; era un anecdotario del titular con anotaciones curiosas. Me chocó un escrito que decía así:

“Zafiedad correspondiente a una tarde de otoño/2018: Visito una exposición sobre la imprenta desde su invención; todo muy bien documentado, Me gustó y pasé buen rato. Me disponía a poner mis observaciones en el libro afín de la sala, cuando irrumpen diez o doce mujeres, todas con velo acompañadas por un guía. Con gran alboroto y molestando, en poco rato miraron sin interés lo expuesto y se acercaron en tropel al cuaderno, querían dejar constancia de su presencia con su firma. Me retiré discretamente mientras ponían todas su autógrafo. El monitor aun escribió una línea antes de firmar. Se fueron. Estaba yo plasmando mis impresiones, suelo escribir siempre media página en tres minutos, cuando regresa una de las jóvenes del velo; “¿Le queda mucho por escribir? -dijo. “Termino enseguida, damisela, pero le agradecería que no me corte la inspiración.” Puso mal gesto y desapareció.
Comenté esta anécdota en una tertulia junto a unas diez personas de distintas edades, todas con licenciaturas. En la reunión estaba una joven amiga que me honró con su compañía en algunos eventos; no es española, y comprobé que mi comentario lo tomó muy a mal. Días después la escuché sin dirigirse a mi, pero en clara alusión al comentario referido, “a mi, como inmigrante que soy, cuando escucho una alusión de desprecio hacia ellos, yo salto; no lo puedo evitar, salto.” A partir de ahí noté su total distanciamiento y desconfianza hacia mi. Con humildad me disculpé, le dije que no siento ningún desprecio por los foráneos, que mi comentario era solo relativo a la mala educación; no me escuchó. Lo sentí muchísimo.
Está claro que cada uno es juzgado por lo que habla, pero una conversación no debería ser un juicio de puertas abiertas, y no es necesario ver en cada observación de los hablantes un ataque a nuestros intereses.”

Hasta aquí la anotación del autor.

No me pude resistir y puse debajo del texto: Señor X…, cierto sabio, que no recuerdo su nombre, dijo: Para evitar las críticas, no digas nada, no hagas nada, no seas nada. Pues eso.

Envié el cuaderno al domicilio de X…




Vicente Galdeano Lobera.

sábado, 27 de abril de 2019

Oficio respetable






¡No hay derecho! ¡No se respeta la profesión! Mi oficio es ratero, una dedicación de la que estoy satisfecho; opino que soy incluso necesario. Si no hubiera ladrones ¿para qué la policía, los jueces, abogados y demás?
En este oficio, si descartas alguna detención de los guardias (el juez siempre me suelta), seguimiento en grandes superficies –más de una vez me han sacado los seguratas aplicándome el paso señorito acompañado de tortas-, algún rugiazo de palos sin saber de dónde vienen (cada vez menudean más), y otros aconteceres por el estilo, no; no se vive mal.
Tenemos también cursos de rehabilitación pagados, claro. Sin ir más lejos, la única ocasión que me encarcelaron, al salir tuve dos años de paro. Eso sin contar el perfeccionamiento de mi actividad que adquirí en el talego.
El último gaje ocurrió al comenzar mi jornada de trabajo. Serían las once la noche: un taxi, bajan clientes, luz verde. A por él.
Comienza la carrera, descampado, no hay ni dios.
-Buenas pollo, necesito subvención para canutos, birras y, a ser posible, para una prójima, porfa. Te advierto que soy peligroso. Venga la viruta o te pincho.
Para reafirmarme en mi argumento, le puse al colega un cuchillo en su garganta.
-Descuide joven, ahora se la doy, pero afloje que coja la caja o sírvase usted mismo, está en la guantera.
Cabrón de taxista, aparté mi arma para pillar, y me cayó una ración de ostias descomunales; salí del taxi para escapar, y el chofer –qué grande era el hijoputa- detrás arreándome candela. Me zafé de milagro con varios moratones.
Denuncié en el Juzgado; otra ventaja: tenemos justicia gratis.
En la celebración de la vista, el taxista reafirmó los hechos. Al no haber testigos, le hubiera sido fácil eludir responsabilidad negándolo todo.
Declarado culpable, tuvo que pagar el juicio y a mí indemnizarme.
Le hubiera salido más económico concederme la subvención que le exigí la noche de autos.
¡Así aprenderán a respetar los oficios!



Vicente Galdeano Lobera.



martes, 26 de marzo de 2019

Mala puntería




“Mata un recuerdo malo, te sentirás mejor”, -te dijeron. “Vale, pensaste, pero es que tengo muchos; necesitaré una carabina de repetición y abundantes cartuchos…” “Bueno, pues mata cada día uno, o cada semana, cada mes, o cada año; sin tardar me lo agradecerás”.
Tu bagaje memorial se divide, lo se bien, en unos recuerdos malos y en otros peores; a su vez subdivididos en sucedidos ridículos, bochornosos, vulgares, estúpidos… Por supuesto alguno bueno tienes, y esos por nada del mundo los matarías.
Ya desde pequeñín se forjó tu carácter en la creencia de que estorbabas siempre. Los bufidos, gritos y golpes de tus hermanos mayores te lo inculcaron. Quieres olvidar, y no puedes, las veces, siendo adolescente, que los tuyos te humillaron dejándote mal delante de otros. Tú fuiste culpable, no deberías haber soportado eso.
Avanzando en la vida sin apenas instrucción, el recuerdo del trabajo en familia fue peor aún. Después del servicio militar, de nefasta memoria también, te ocupaste en la empresa privada. Fue un alivio, te reconocieron como buen profesional y como persona; pero surgió pronto enfrentamiento y envidias entre empleados. Te repetías, “soy persona con muchas sombras”; siempre te infravaloraste, aparte de pensar matarte, tu actitud fue siempre la de pedir perdón por haber nacido. Hubo quien se aprovechó de ti, te mostraste acoquinado y cargaste con lo de otro. El resquemor te dura desde entonces y no se va.
“Pero, bueno ¡¿vas a matar algún recuerdo, o qué!? A mí no me engañas, te conozco bien, soy tu conciencia”.
Te decides por el del resquemor; apuntas bien, disparas; disparas otra vez, y otra, y otra… no hay manera. Siempre sale ileso.


Vicente Galdeano Lobera.
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miércoles, 27 de febrero de 2019

Nostalgia de don Acisclo

A primera vista cualquier mortal le envidiaría, pero cada uno sabe muy bien dónde le aprieta el zapato, pensaba don Acisclo. Millonario como era, jamás imaginó que al pasar por ciertos lugares que antes desdeñaba, iba a sentir nostalgia y un nudo en la garganta obligándolo a soltar lágrimas.

Era el barrio de su ciudad donde había nacido; en sus callejuelas estrechas, reinaban la limpieza y camaradería, estaban las casas siempre abiertas y al salir de la escuela, una rebanada de pan con vino y azúcar no se la negaban en la vecindad. De eso hacía muchos años, claro; cuando era niño. Ahora en sus callejas, aparte de suciedad, olor a orines, estar poco alumbradas de noche y cada vez con más viviendas deshabitadas que se metían okupas, tornó a lugar de trapicheo muy inseguro.

Qué factores influían en Acisclo para sentir nostalgia del lugar descrito no se sabe; pero, claro, en el barrio aún estaba el bar dónde pasó buenos ratos, los mejores de su vida, con sus antiguos camaradas, que al acercarse se oía el jolgorio; también la música adictiva de las tragaperras, que tanto le gustaban; y la risa de Merche Altabás, la limpiadora, de la que siempre anduvo enamoriscado. Además muy cerca se ubicaba también la peña recreativa con su salón de fiestas. Con no acercarse al lugar, solucionado. Pero sentía una atracción, un masoquismo o algo parecido… Se sentía atrapado.

Además de ser riquísimo, le había tocado la lotería, había conseguido la admiración de sus nuevos amigos y allegados; todos lo trataban con respeto no exento de halago gratuito. En esta concurrencia abundaban banqueros, empresarios, personajes influyentes, algún político y mujeres guapas. Y, claro, con este plantel de nuevas amistades, don Acisclo se envaneció en exceso y despidió con malos modos a sus compinches de siempre, que en su día les prometió barra libre cuando estuvieran con él. Incluido don Bernardo el conserje, su acompañante de libaciones y filosofías: “¡Son ustedes unos gorrones de marca mayor y no quiero tratos con aprovechados!”, les dijo. Con poca elegancia, dejó a la vista su fondo de tacaño y mísero.

Comprobó tarde que en sus nuevas amistades no había sentimiento, solo interés; y un paripé que para nada se parecía a la propia amistad y confianza. En lo relativo a mujeres, don Acisclo no se comía una rosca; se arrimaban a los eventos y fiestas que él daba, pero de intimar, tararí que te vi… Aún recuerda el bofetón que recibió cuando intentó un arrumaco con Merche Altabás; “sabrá don Acisclo que una es pobre, pero muy decente; y, además -añadió la muy ingrata-, aunque se me presentara forrado de diamantes, jamás iría con usted”. Esta aclaración le dolió más que el tortazo.

Claro, su estampa no atraía precisamente a las féminas; de natural esmirriado y con mala color parecía que los millones le pesaran haciéndole más pequeño y encorvado. Para colmo se había hecho un injerto capilar para tapar su calva, y el profesional, quizá pasado de carajillos o con mala baba, le había implantado una mata de cabellos oscuros muy discordantes con su fisionomía color cetrino. Parecía tocado con una boina vieja.

Don Acisclo, resignado, acudía a desfogarse a burdeles donde no le conocieran. Temía que los rufianes barruntaran su riqueza y lo secuestraran. Esto del secuestro, le quitaba sobremanera el sueño y el sosiego; veía secuestradores por todas partes, Contrató guardaespaldas, pero a su vez le restaban intimidad fiscalizando todos sus movimientos metiéndose en un tiovivo de difícil salida.

De una tacada eliminó escolta, orgullo y prejuicio. En el bar, los parroquianos al ver entrar a don Acisclo, mudaron el jolgorio por un silencio ensordecedor; hasta que Merche salió del mostrador secándose las manos en el delantal, lo abrazó y le estampó dos besos.



Vicente Galdeano Lobera.




jueves, 31 de enero de 2019

Pillaje


            




   Despertó de madrugada… Él se removió en su lecho, no recordaba dónde estaba, le pareció oír ruidos en la entrada de la casa. Sí, ahora se centró; estaba en casa de su hijo, una pequeña finca de recreo a las afueras del pueblo. Percibió otra vez ruidos y murmullos en voz baja. Se inquietó.
    Sin hacer ruido y con mucho miedo, estaba solo en casa, subió a la planta superior; con sigilo salió a la terraza; divisó a dos individuos con pasamontañas zarceando en la entrada. Grandes como castillos, hubieran servido, si los enganchan a un arado, para emular a una junta de bueyes. Comprobó la certeza de los rumores; una banda de extranjeros asolaba la comarca asaltando casas, incluso con personas dentro.
   Mal asunto, tenía entendido que empleaban violencia sin medida para conseguir un buen botín… Atemorizado y paralizado, el móvil sin batería, nadie le iba a ayudar. Si entraban seguro que lo pasaría muy mal.
   Se despertó en su interior un fuerte instinto de conservación; decidió adelantarse, aplicar el factor sorpresa y sacudir primero.
   La madrugada era fría, estaba helando y con ligero viento. Los tenía justo debajo; en un instante les vació encima una espuerta con cascotes de cemento atinando de lleno en sus cabezas y seguido les apuntó con la manguera  de la terraza, al abrir el grifo se accionaba una bomba con gran presión, les llovió  una granizada de hielo que les pareció metralla, y después mucha agua que les puso como una sopa; encendió también los deflectores cegadores de la fachada. Sí, eran extranjeros; no se entendían las exclamaciones y gritos que daban. Sin titubeos, escaparon como conejos, aunque uno de ellos de pronto volvió otra vez hacia la casa, por lo visto quería más; otro rugiazo y volvió a escapar. Al momento sintió el rumor de un coche alejándose a toda marcha.
   Encendió la chimenea, asustado, no se atrevió a salir de casa hasta el amanecer. Advirtió el motivo del ladrón que mojó por segunda vez; además de palanquetas, encontró un pequeño revólver cargado, dispuesto para disparar.
   En su guarida, los maleantes recibieron otro chaparrón peor aún: un rapapolvo mezclado con una tanda de latigazos suministrados, por el camarada comandante Vladimir; que si, parece mentira, vergüenza me daría a mí, un viejo os desarma y escapáis… unos forajidos con formación militar acostumbrados a cometer toda clase de tropelías en Kosovo… ¡Vamos, hombre! Y además en España, el imperio del buenismo, las ONG y las subvenciones… ¡Nenazas! ¡Que sois unos nenazas! –Vladimir tiró con rabia la zurriaga y dio por terminado el correctivo; salió.
   Los pillos argumentaron que las tortas de los guardias eran llevaderas; total en el juzgado los sueltan.
   —Lo malo, añadieron, son las patrullas particulares; no se andan con miramientos, sacuden de firme y a más de un camarada lo han dejado tullido.

 Vicente Galdeano Lobera.