sábado, 6 de abril de 2024

Telesforo Gañarul Chiflo

 

Las formas de expresión de las personas se apoyan a menudo en muletillas; esta treta la suelen emplear sujetos por alargar su discurso o porque no tienen claro lo que quieren decir y para eso necesitan repetir palabras sin necesidad. También emplean estas muletillas para parecer eruditos, cuando no pasan de ser unos cargantes. Otra variedad de lenguaje es los que emplean sonidos onomatopéyicos al comienzo o final de una frase (como cacareos, gruñidos, chiflidos e incluso palabrotas), pero esto es más bien defecto del habla. Telesforo Gañarul pertenece al segundo grupo. Telesforo, de joven le tocó pasar grandes temporadas en el monte sin más compañía que el ganado que cuidaba. Sin contacto con nadie casi se olvidó de hablar y se comunicaba con las reses por medio de chiflidos, las ovejas le entendían bien; según la intensidad de los chiflidos sabían si venía garrotazo o no. El caso es que al pastor le quedó muy arraigada la costumbre y chiflaba al final de cada frase. Los de su aldea al principio se le pitorreaban, pero Gañarul gastaba malas pulgas y les quitó la costumbre a palos. Los del pueblo aprendieron pronto a no reírse de los chiflidos del pastor, claro.

Cuando llamaron a Gañarul para el servicio militar la cosa cambió; no sabemos si para bien o para mal pero cambió; con tanto chiflido y tanta ostia, Telesforo tenía mosqueado a toda plantilla de jefes, con resultado que al pastor lo arrestaban y no salía de cocinas o de cuadras. Gañarul, se adaptaba con rapidez a la situación y en cocinas se hartaba de comer y beber y en cuadras, acostumbrado a bregar con bestias, estaba en su salsa y se nombró a sí mismo Jefe Caballerizas. El caso es que mantenía el establo –entre chiflidos y garrotazos a los mulos– limpio como la patena y los jefes lo dejaban a su aire.

Se incorporó al acuartelamiento el brigada Casaprima –hombre muy ordenancista que aspiraba a ser teniente y no superó las pruebas–; al pasar junto al establo y oír juramentos, chiflidos, relinchos y golpetazos entró de sopetón a ver qué coño pasa aquí con tanta escandalera. La presencia del brigada era obligatorio anunciarla el soldado de cuadra: ¡Escuadrón, fuera gorros! A sus órdenes, mi brigada; pero Telesforo estaba ocupado en disciplinar a un mulo que había osado salirse del redil y pasando de formalidades continuó chiflando y arreando estopa al bicho. El brigada, al verse ignorado, amonestó con furia al soldado y le dijo eso de que le voy a meter un paquete para ver si así aprende usted a respetar a un superior; Chiflo, se hizo el sordo con lo de la amonestación y confundió –o hizo como que se confundió– a Casaprima con otro mulo y, entre chiflidos, también lo repasó de recio a fustazos.

Al Telesforo le recetaron una buena temporada de calabozo, pero con tanto chiflido y juramento tenía mareados a la guardia y al comandante puesto. Decidieron llevarlo al tribunal médico, a ver qué ostias le pasa a éste y lo calman. Aunque sea a tortas. Los médicos, viendo el percal, le dijeron algo así como: soldado Telesforo Gañarul Chiflo, agarre usted el montante y márchese a chiflar a la vía, que aquí está de más ¡¡Humo!!

Ya en su pueblo, al Telesforo –después de algunos altercados con forasteros para que entendieran bien eso de los chiflidos–, por mediación del párroco don Cosme, con revisión facultativa, le diagnosticaron cierto síndrome y, con la terapia adecuada, lograron suavizar lo de los chiflidos que quedó en un silbidito suave al final de cada expresión. El Chiflo, con su fisonomía de cara estrecha, nariz picuda, y ojos juntos, gastaba aire de raposo, pero de un raposo sin malicia que, junto a lo del silbido, caía casi simpático al paisanaje; además, gracias a la terapia, amplió su léxico para conversar con cierta fluidez. Complementada con el silbidito suave, claro.

Telesforo Gañarul Chiflo matrimonió con la Jacinta, la del horno, bien compenetrados y trabajando con tesón sentaron plaza como panaderos mayores de la comarca.


Vicente Galdeano Lobera


viernes, 1 de marzo de 2024

Motorolos

 

Desde que pillaron a un diputado del ejecutivo, hablando por el Motorola en un viaje a la Expo de Sevilla, allá por los años 90 –lo pillaron a 180 Km hora y no le hicieron nada, claro: usted no sabe con quién está hablando–, el auge de los celulares ha sido imparable. A su vez, desde entonces, estos motorolos han proliferado como hongos. Como en todos lados, en estas especies los hay tontos de distinta intensidad; pero más bien alta.

Comenzó enseguida la cosa con algunos fulanos que, para darse fuste, pagan a terceros para que cuando tienen una cita les llamen al móvil y demostrar así su importancia ante su dama: disculpa, pero está visto que en según que negocios soy imprescindible, muñeca.

Presencié en una ocasión a un concejal de urbanismo, bajar del coche oficial con el celular pegado a la oreja, y adentrarse a supervisar una obra; entró sin casi saludar, solo atento a su conversación –que trataba de en qué restaurante comería hoy con un acólito–, sin mirar a ningún lado ni hacer caso a los gritos de aviso de los operarios, y se metió casi hasta las rodillas en una lechada de hormigón recién echado.

Quién no ha visto por la calle algún fulano gritando solo y con gestos furiosos agitando los brazos arriba y abajo. A éste habría que encerrarlo, piensas –hasta que notas los dispositivos inalámbricos del móvil–; a éste, en otros tiempos, lo más probable es que lo emplumara la Guardia Civil por escandaloso y falto de urbanidad. Vi a uno de éstos que marchan hablando solos sin mirar, me dio un ramalazo de maldad y decidí interrumpir su trayectoria y escarmentarlo: puse un armatoste en medio y me volví de espaldas. El fulano tropezó con el bulto y se cayó de morros cuan largo era. Se levantó como un rayo y, sin disculparse, agarró las de Villadiego. No me dio tiempo ni a decirle que mire por dónde camina, que parece usted tonto.

Otras situaciones que se dan bastante con estos sujetos es en los restaurantes; aunque no quieras, si se sientan cerca, te tienes que tragar –dichas en voz alta–, sus aventuras, desventuras, exageraciones y estupideces varias que para nada habías calculado el soportar. No queda otra. A no ser que te largues, claro.

Estábamos dos amigos en un mesón cuando entró una pareja a comer, él con el móvil en la oreja hablando fuerte. Eran de mediana edad, el motorolo tenía una pinta bruto que tiraba de espaldas, pero con la pretensión de pasar por fino, y gastaba actitud de ejecutivo importante; verás cómo nos toca premio, comentamos. Efectivamente, se sentaron en la mesa de al lado. Gracias a la cercanía nos pudimos enterar, entre otras cosas, que su furgoneta –fregoneta, decía él– estaba para el arrastre, y que si la quería arreglar tenía que soltar un pastón; véndela si puedes –añadieron. A su vez llamó un comprador interesado en el furgón: mire usté, la fregoneta está a toda prueba, un verdadero chollo. Le doy mi palabra de que está impecable, y además se la vendo barata. Se pasó el colega amenizando toda la comida con el celular pegado al oído ignorando a la compañera que estaba con cara de póquer. Por cierto, la chica, ya a los postres se levantó de la mesa –el motorolo ni se enteró–, como aquel que va al baño, y ya no regresó. Junto con la cuenta, el camarero dejó una nota escrita por ella: Hasta luego, Lucas; no me esperes ni me busques. A ver si así aprendes, al menos a la hora de comer, a apagar el teléfono, a encender la charla y a no hacer el bobo. Se conoce que la muchacha estaba más que harta.

Batallar contra esta plaga es harto difícil; cual especie invasora se ha colado por todos espacios comunes. No sólo en el bus, el tranvía, los vagones de tren…, sino en lugares más evocadores como estaciones y aeropuertos donde, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta, toca despedir a seres muy queridos que el destino los manda lejos. Pero, bueno, el progreso es el progreso y hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Incluso en impertinencia.



Vicente Galdeano Lobera


martes, 20 de febrero de 2024

Sir Josefo Flanagan

 

Sir Josefo Flanagan, ya desde pequeño demostró una clara afición al ámbito castrense; incorporado al ejército, no perdía ocasión de lucir uniformes de las distintas armas. Claro, al ser de alta alcurnia se libraba de los penosos servicios de cuadra, de guardias y demás impertinencias de la milicia. Al cumplir la edad reglamentaria, sir Josefo Flanagan se decidió por jugar a marineritos…, digo, se inclinó por hacerse marino. Se aplicó el cuento y en los exámenes de ingreso sacó buena nota. Una vez en la Escuela Naval, sir Josefo Flanagan fijará su residencia fuera de la propia Escuela, sin convivencia con sus compañeros, sino en un palacete cedido por un noble del lugar. Allí sir Josefo Flanagan vive rodeado de seis ayudantes a su servicio. En los días siguientes el gobernador civil y otras autoridades le ofrecen a sir Josefo Flanagan una recepción que le explica al infante, más o menos: Mientras os dignéis, sire, permanecer en esta ciudad, honrándonos tanto, vuestra alta personalidad será sagrada y, como tal, atendida. Unos meses después, pese a su carácter sagrado, tan alta personalidad tendrá que escapar por patas procurando por todos medios no ser reconocido. Son cosas de los cambios bruscos de régimen, el discurso suele cambiar también. Con brusquedad.

Menos mal que el progenitor de sir Josefo Flanagan, había escapado días antes y como cualquier gobernante que se precie, había acumulado riquezas fuera del país como para vivir a todo trapo tres generaciones. Queridas incluidas.

A raíz de otro cambio de régimen, le abrieron la veda y sir Josefo Flanagan pudo regresar a su país. Habían pasado más de cuarenta años. Ya aposentado, a sir Josefo Flanagan le entró vocación de reformar el mundo; pero se dio cuenta de que quien mucho abarca poco aprieta y se decidió por reformar su patria. Al ver que no le respondían las fuerzas para semejante empresa decidió reformar su estatus; por algo hay que empezar, lo de la patria que espere. En el exilio, sir Josefo Flanagan se pegó la vida padre –gracias a los millones evadidos por su padre cuando escapó– pero ya en su patria, acogiéndose a la costumbre, se propuso y lo consiguió, pegarse la vida padre y muy señor mío. Todo dios le bailaba el agua, una cohorte de dirigentes, periodistas y espoliques se encargaban de trocar las muchas torpezas del sir y presentarlas como grandes aciertos; como por ejemplo la venta de un palacio que le regalaron a su padre –el que escapó en plan correcaminos bien forrado, como se dijo– por cuestación popular. Para revertir dicho palacio al municipio, el consistorio tuvo que pagar a sir Josefo Flanagan una caterva de millones.

Sir Josefo Flanagan recordaba con nostalgia su afición juvenil: ser marino de guerra; afición que tuvo que renunciar cuando salió por patas. Este detalle de renuncia le vino bien al sir para presentarse con una vida llena de renuncias y sacrificios para con su patria. A partir de ahí a sir Josefo Flanagan comenzaron a nombrarlo como el muy patriota. Hubo algún somarda que dejó caer eso de: qué bonito es ser patriota con los bolsillos bien llenos, cubierta la retirada, por si luego vienen mal dadas, y hay que escapar bien lejos. Así cualquiera es patriota. Como pago a estos sacrificios el gobierno nombró a sir Josefo Flanagan almirante de la Armada. Envanecido con este nombramiento, sir Josefo Flanagan se procuró para lucirlos buen número de uniformes y condecoraciones –lo malo es que con su figura los sastres tenían que hacer maravillas; con los años, sir Josefo Flanagan se había convertido en un gordo inmenso, que unidos la papada y el pestorejo parecía que una bandeja sostuviera una cabeza sobre su corpachón redondo. Su figura empeoraba cuando sir Josefo, en plan deportivo lucía calzón corto. Entonces espantaba no solo a los pájaros, espantaba a todo bicho viviente–. También faroleaba con términos marineros aprendidos en su corta estancia en la Escuela Naval: proa, popa, babor, estribor, sotavento, barlovento…, aunque no entendía bien su significado –es igual, ya aprenderé; y si no, tengo espoliques a mi servicio que me sacarán de apuros–. Hay que reconocer que sir Josefo Flanagan en su día conjugó alguna frase de su cosecha, como: esto va viento en popa. Le entró afición desmesurada por la marinería y se embarcó en un buque escuela a recorrer mares y países del mundo mundial, con barra libre para gorronear con presupuesto del estado. Por que yo lo valgo y lo merezco. Asímismo fue repatriando a familiares fallecidos en el exilio –que también ejercieron de vividores– para inhumarlos en la patria. Personas influyentes se arrimaron a sir Josefo Flanagan, incluso un banquero con título de doctor honoris causa.

—Será para instruirlo en ingeniería financiera. Lo digo por los continuos viajes que hace el sir a Suiza –dijo alguien.

—No, qué va; lo que pasa es que ese banquero, amén de altruista, le tiene mucho aprecio al sir y pasan el rato jugando al parchís, a la oca…, incluso a los chinos. En cuanto a los viajes a Suiza, sir Josefo Flanagan, como glotón que es, va a proveerse de chocolate y quesos, que los de Suiza llevan fama mundial.

— ¡Ah…!

También protagonizaba el sir hazañas que era harto difícil el presentarlas como buenas. Estos episodios no convenía airearlos, pero siempre trascendía alguno. Mostraremos un par.

En un puerto deportivo de la Costa Azul, se habían puesto tibios de comer y beber sir Josefo Flanagan y compañía. A la hora de retirarse iba el sir a entrar en su coche aparcado junto al mar; estaba el conductor sujetando la puerta, gorra en mano en actitud de respeto. Sir Josefo Flanagan no es seguro que estuviera borracho, pero por los traspiés que daba lo parecía.

— ¡Aivadeai…! Que conduzco yo –le dijo el sir al chófer

´ —Disculpe, sir, veo que Vuestra Señoría no va en condiciones de conducir….

¡Aivadeai hi dicho! ¡Y no me gusta repetir las cosas!

El chófer porfió intentando impedir que el sir condujera. Pero el mosqueo de Su Señoría fue en aumento que hasta sacó su vena cuartelera y recetó al conductor una semana de cuadras ¡Así aprenderá! Sir Josefo Flanagan se puso al volante del buga y se conoce que entre el mosqueo y el principio de pedal que llevaba, en vez de poner la primera puso la marcha atrás, aceleró y el coche partió como un rayo directico al mar, con el impulso pasó por encima del bordillo que hacía de parapeto y le faltó el canto de un duro que no se capuzó en el agua. Quedó el coche balanceando en un me caigo no me caigo; sin la pronta actuación de sus quince guardaespaldas la cosa hubiera sido dramática. Eso sí, sir Josefo Flanagan se llevó tal susto que hasta se le pasó el pedal. De golpe.

Otra proeza del sir digna de mención fue una jornada de caza. Convidado junto a otras personalidades a una montería, sir Josefo Flanagan acudió a la cita debidamente ataviado con atuendo de camuflaje, calzado adecuado y tocado con un gorro de piel de mapache con rabo y todo, como mandan los cánones. Ya metidos en harina, el sir vislumbró una res, quizá un corzo, a cierta distancia junto a una loma con abundantes arbustos. Vio oportunidad de lucirse y decidió que ese trofeo sería para él.

— ¡Dejarme solo! Que me basto para cobrar esa pieza sin ayuda.

Pero Señoría, conviene que le acompañemos, hay mucho jabalí y si alguno está herido es muy peligroso…

¡Que me dejís solo, hi dicho…!

Los otros, sabedores de cómo las gastaba el sir, no porfiaron. Sir Josefo Flanagan, carabina en ristre emprendió la marcha con mucho ánimo, pero enseguida ralentizó el paso porque se dio cuenta que estaba desprotegido y su orgullo le impidió pedir ayuda. El caso es que andaba con excesivo sigilo mirando para todos lados; como si le fueran a atacar una manada lobos, vamos. Los otros contenían la risa como podían. Al llegar en un claro de los matorrales allí estaba el corzo comiendo en las manos de un transeúnte que merodeaba de continuo por esos lares y tenía viciada a la res que confiaba plenamente en él. Sir Josefo Flanagan, viendo la presa a tiro iba a disparar cuando tropezó con algo y se pegó tal morrazo contra el suelo que de la carabina, al tener el dedo en el gatillo, salió un disparo que le fue por los pelos no le arreara al transeúnte. Con el susto del disparo el corzo salió despavorido, de un salto cruzó un riachuelo y desapareció entre la maleza. La reacción del hombre, al ver que habían espantado a la niña de sus ojos –después de aventar la carabina del sir al arroyo–, fue que con una vara de fresno le midió bien medidas las costillas al sir –que comenzó a gritar pidiendo auxilio–. A pesar de la granizada de palos que recibió sir Josefo Flanagan, su aparato locomotor estaba intacto. Parecía imposible que tan enorme corpachón escapara con la agilidad de un gamo.

Está visto y comprobado que la estupidez, lo mismo que la inteligencia, no conoce rangos sociales; afecta lo mismo a las clases dirigentes que a las clases medias. Incluso a los peones camineros.



Vicente Galdeano Lobera. 


martes, 30 de enero de 2024

Cabalgada

 

Timoteo Ciria Lurón, conductor experimentado, aparcó el camión en un ancho del camino junto a amplias huertas jalonadas de árboles frutales. Como hombre previsor dejó el vehículo encarado por si había que salir pitando. Hoy tocaba hacer cabalgada; la cabalgada consistía en que el Timoteo arramblaba con todo lo que no es suyo, con todo que saliera a su paso, ya fueran frutas verduras, hortalizas…, en cierta ocasión afanó también un lechón que había en una choza junto a una masía. Había buen tajo y en poco rato llenó tres sacos de naranjas; por hoy ya vale, a volar tocan. Había dejado debajo de una loseta un billete de dos mil pesetas como baza y justificante de pago por si lo pescaban. Regresaba al camión con el último saco del botín y a punto de llegar a la losa recogería su dinero y aquí no ha pasado nada. Pero a veces sí que pasa, sí. Un contratiempo le llenó de sobresalto y le encogió el ombligo, incluso le mudó la color. Menos mal que al ser noche cerrada no se notaba; aparecieron por entre los árboles y lo rodearon seis maromos de cumplida envergadura que le cortaron la retirada; tenían pinta de malas pulgas.

—Buenas noches, señoría, ¡qué! No ha habido mala cosecha ¿Eh? –dijo uno de los chavos.

El Timoteo vio claro que si no andaba con tiento la somanta palos que le caería la tenía más que asegurada. Decidió improvisar a la pata llana.

—Buenas noches, señores, pues sí, llevo un hermoso saco de naranjas, pero he de advertirles que las naranjas las he pagado.

—Más le vale, porque si no, su señoría cobrará muy de recio. A ver, ¡el recibo!

—Precisamente ahí debajo de esa loseta, junto al riego, tienen ustedes dos mil pesetas contantes y sonantes; porque a mi no me gusta robar, señores. Pero es que no lo puedo evitar –continuó el Lurón–; soy muy amante de la naturaleza y me gustan los productos directamente del campo a la mesa, sin intermediarios.

—Pues la mesa de su señoría debe ser muy amplia, se ha llevado más sacos…, que tendrá que pagar, por supuesto.

Jope, éstos me han calado; el asunto se pone feo, habrá que improvisar para evitar más complicaciones y archivar el caso. Ciria puso en marcha una treta, a su ver, infalible; para suavizar asperezas no hay nada mejor que el dinero, el único dios verdadero, que dijo aquel.

—Sí, sí…, son dos sacos más; miren, para que vean que entro en razón ahí van cinco mil pesetas más, a buena cuenta o a mala, ¿están ustedes conformes?

— ¡Ah! Vale, esto ya es otra cosa –al ver los cinco verdes, los guripas abrieron buen ojo y aun le cantaron una canción–; por esta vez pase, pero no vuelva su señoría a rondar por aquí, o le saldrá caro, muy caro. Que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan penas, y se acaba por llorar; como dice don Agustín Lara. Buenas noches, vaya su señoría con Dios.

Después del mal trago el Ciria emprendió a buen paso la retirada hacia el camión; iba que trinaba, iba rumiando que esto no quedará así, iba engordando deseos de venganza para resarcirse de las perras que había soltado, iba maquinando que las recuperaría con creces en la próxima cabalgada, vaya que sí. En fin, se dijo, el jefe no se ha enterado conque pelillos a la mar, cogeré el camión y a poner tierra por medio tocan. Por si acaso.

Lo que pasa es que a veces al echar cuentas salen rosarios. Ciria Lurón al llegar al tráiler encontró todas ruedas pinchadas; bueno, todas no, habían dejado una sana como muestra. Se conoce que pululaba otro comando de castigo distinto al que le bailó las siete mil pesetas. Lo cierto es que los hortelanos estaban hartos, siempre que veían el camión sufrían una importante merma en su cosecha. Le pillaron la vuelta para escarmentarle. Así aprenderá. Tenía razón don Agustín Lara: las rondas no son buenas.

Tamaña fechoría era indisimulable, al Lurón no le quedó otra que informar –dijo que estaba durmiendo cuando pincharon las ruedas– a los jefes. La respuesta fue más benévola de lo que esperaba. Desde dirección le razonaron más o menos que no se preocupara, que todo que se puede arreglar con dinero carece de importancia. Aun añadieron que esos percances al párroco de su pueblo no le pasarían, no; pero habría que esperar al día siguiente que llegaría un camión con ruedas y operarios para desfacer el entuerto.

Se han tragado la bola, pensó el Timoteo; no es para menos con el prestigio que tengo en el trabajo. Recordó cuando se incorporó a la entidad como chófer, empleó la máxima que reza: “agachate y entrarás”, y después, agachándose más aún alcanzó plaza como Correveidile Mayor en Plantilla, es decir: como pingajo, cargo sin remuneración especial, pero que Ciria pensaba le daba derecho para hacer lo que le viniera en gana.

Sorpresa mayúscula se llevó Timoteo el día de cobro. En la oficina le entregaron el sobre sin blanca; eso sí, junto a la nómina apareció una nota que rezaba:

Señor Ciria Lurón,

Le resumimos algunas normas que rigen en esta compañía y que le atañen a usted: aquí las equivocaciones, si son de buena fe, se perdonan; las bobadas, algunas se pasan por alto; las bravuconadas y las fantasmadas se pagan, a la baja pero se pagan; pero las barrabasadas y el latrocinio, eso sí que se paga, y se paga caro.

Recomendación: a ser bueno y a enmendarse.

Amén, Jesús.


Vicente Galdeano Lobera