Sir Josefo Flanagan, ya desde pequeño demostró una clara afición
al ámbito castrense; incorporado al ejército, no perdía ocasión
de lucir uniformes de las distintas armas. Claro, al ser de alta
alcurnia se libraba de los penosos servicios de cuadra, de guardias y
demás impertinencias de la milicia. Al cumplir la edad
reglamentaria, sir Josefo Flanagan se decidió por jugar a
marineritos…, digo, se inclinó por hacerse marino. Se aplicó el
cuento y en los exámenes de ingreso sacó buena nota. Una vez en la
Escuela Naval, sir Josefo Flanagan fijará su residencia fuera de la
propia Escuela, sin convivencia con sus compañeros, sino en un
palacete cedido por un noble del lugar. Allí sir Josefo Flanagan
vive rodeado de seis ayudantes a su servicio. En los días siguientes
el gobernador civil y otras autoridades le ofrecen a sir Josefo
Flanagan una recepción que le explica al infante, más o menos:
Mientras os dignéis, sire, permanecer en esta ciudad, honrándonos
tanto, vuestra alta personalidad será sagrada y, como tal, atendida.
Unos meses después, pese a su carácter sagrado, tan
alta personalidad tendrá que
escapar por patas procurando por todos medios no ser reconocido. Son
cosas de los cambios bruscos de régimen, el discurso suele cambiar
también. Con brusquedad.
Menos
mal que el progenitor de sir Josefo Flanagan, había
escapado días antes y como
cualquier gobernante que se precie, había acumulado riquezas fuera
del país como para vivir a todo trapo tres generaciones. Queridas
incluidas.
A
raíz de otro cambio de régimen, le
abrieron la veda y sir Josefo Flanagan pudo regresar a su país.
Habían pasado más de cuarenta años. Ya aposentado, a sir Josefo
Flanagan le entró vocación de reformar el mundo; pero
se dio cuenta de que quien mucho abarca poco aprieta y
se decidió por reformar su patria. Al ver que no le respondían las
fuerzas para semejante empresa decidió reformar su estatus; por
algo hay que empezar, lo de la patria que espere.
En el exilio, sir Josefo Flanagan se pegó la vida padre –gracias a
los millones evadidos por su padre cuando escapó– pero
ya en su patria, acogiéndose a la costumbre, se propuso y lo
consiguió, pegarse la vida padre y muy señor mío. Todo
dios le bailaba el agua, una cohorte de dirigentes, periodistas y
espoliques se encargaban de trocar las muchas torpezas del sir y
presentarlas como grandes aciertos; como
por ejemplo la venta de un palacio que le regalaron a su padre –el
que escapó en plan correcaminos bien forrado, como se dijo– por
cuestación popular. Para revertir dicho palacio al municipio, el
consistorio tuvo que pagar a sir Josefo Flanagan una caterva de
millones.
Sir
Josefo Flanagan recordaba con nostalgia su afición juvenil: ser
marino de guerra; afición que tuvo que renunciar cuando salió por
patas. Este detalle de renuncia le vino bien al sir para presentarse
con una vida llena de renuncias y sacrificios
para con su patria. A partir
de ahí a sir Josefo Flanagan comenzaron a nombrarlo como el
muy patriota. Hubo algún
somarda que dejó caer eso de: qué bonito es ser patriota
con los bolsillos bien llenos, cubierta la retirada, por si luego
vienen mal dadas, y hay que escapar bien lejos. Así cualquiera es
patriota. Como pago a estos
sacrificios el gobierno
nombró a sir Josefo Flanagan almirante de la Armada. Envanecido con
este nombramiento, sir Josefo Flanagan se procuró para lucirlos buen
número de uniformes y condecoraciones –lo
malo es que con su figura los sastres tenían que hacer maravillas;
con los años, sir Josefo Flanagan se había convertido en un gordo
inmenso, que unidos la papada y el pestorejo parecía que una bandeja
sostuviera una
cabeza sobre su corpachón redondo. Su figura empeoraba cuando sir
Josefo, en plan deportivo lucía calzón corto. Entonces espantaba no
solo a los pájaros, espantaba a todo bicho viviente–. También
faroleaba con términos marineros aprendidos en su corta estancia en
la Escuela Naval: proa, popa, babor, estribor, sotavento,
barlovento…, aunque no
entendía bien su significado –es igual, ya aprenderé; y si no,
tengo espoliques a mi servicio que me sacarán de apuros–. Hay que
reconocer que sir Josefo Flanagan en su día conjugó
alguna frase de su cosecha, como: esto va viento en popa.
Le entró afición desmesurada por la marinería y se embarcó en un
buque escuela a recorrer mares y países del mundo mundial, con
barra libre para gorronear con presupuesto del estado. Por
que yo lo valgo y lo merezco.
Asímismo fue repatriando a
familiares fallecidos en el exilio –que también ejercieron de
vividores– para inhumarlos en la patria. Personas influyentes se
arrimaron a sir Josefo Flanagan, incluso un banquero con título de
doctor honoris causa.
—Será
para instruirlo en ingeniería financiera. Lo digo por los continuos
viajes que hace el sir a Suiza –dijo alguien.
—No,
qué va; lo que pasa es que ese banquero, amén de altruista,
le tiene mucho aprecio al sir y pasan el rato jugando al parchís, a
la oca…, incluso a los chinos. En cuanto a los viajes a Suiza, sir
Josefo Flanagan,
como glotón que es, va a
proveerse de chocolate y quesos, que los de Suiza llevan fama
mundial.
—
¡Ah…!
También
protagonizaba el sir hazañas que era harto difícil el presentarlas
como buenas. Estos episodios
no convenía airearlos, pero siempre trascendía alguno. Mostraremos
un par.
En
un puerto deportivo de la Costa Azul, se habían puesto tibios de
comer y beber sir Josefo Flanagan
y compañía. A la hora de
retirarse iba el sir a entrar en su coche aparcado junto al mar;
estaba el conductor sujetando la puerta, gorra en mano en actitud de
respeto. Sir Josefo Flanagan no es seguro que estuviera borracho,
pero por los traspiés que daba lo parecía.
—
¡Aivadeai…! Que conduzco yo –le dijo el sir al chófer
´
—Disculpe, sir,
veo que Vuestra Señoría no
va en condiciones de conducir….
—
¡Aivadeai hi
dicho! ¡Y
no me gusta repetir las cosas!
El
chófer porfió intentando impedir que el sir condujera. Pero el
mosqueo de Su Señoría
fue en aumento que hasta
sacó su vena cuartelera y recetó al conductor una semana de cuadras
¡Así aprenderá! Sir
Josefo Flanagan se puso al volante del buga y se conoce que entre
el mosqueo y el
principio de pedal que llevaba, en vez de poner la primera puso la
marcha atrás, aceleró y el coche partió como un rayo directico al
mar, con el impulso pasó por encima del bordillo que hacía de
parapeto y le faltó el canto de un duro que no se capuzó en el
agua. Quedó el coche balanceando en un me caigo no me caigo; sin
la pronta actuación de sus
quince guardaespaldas la cosa
hubiera sido dramática. Eso
sí, sir Josefo Flanagan se llevó tal susto que hasta
se le pasó el pedal. De
golpe.
Otra
proeza del sir digna de mención fue
una jornada de caza. Convidado
junto a otras personalidades a una montería, sir Josefo Flanagan
acudió a la cita debidamente ataviado con atuendo de camuflaje,
calzado adecuado y tocado con un gorro de
piel de
mapache con rabo y todo, como
mandan los cánones. Ya
metidos en harina, el sir vislumbró una res, quizá
un corzo, a cierta distancia
junto a una loma con abundantes arbustos. Vio
oportunidad de lucirse y decidió que ese trofeo sería para él.
—
¡Dejarme solo! Que me basto para cobrar esa pieza sin ayuda.
—Pero
Señoría, conviene que le acompañemos, hay mucho jabalí y si
alguno está herido es muy peligroso…
—
¡Que me dejís
solo, hi dicho…!
Los
otros, sabedores de cómo las gastaba
el sir, no porfiaron. Sir Josefo Flanagan, carabina en ristre
emprendió la marcha con mucho ánimo, pero
enseguida ralentizó
el paso porque se dio cuenta
que estaba
desprotegido y su orgullo le impidió pedir ayuda. El caso es que
andaba con excesivo sigilo mirando
para
todos lados; como si le
fueran a atacar una manada lobos, vamos.
Los otros contenían la risa como podían. Al
llegar en un claro de los matorrales allí estaba el corzo comiendo
en las manos de un transeúnte que merodeaba de continuo por esos
lares y tenía viciada a la res que confiaba plenamente en él. Sir Josefo Flanagan, viendo la presa a
tiro iba a disparar cuando tropezó con algo y se pegó tal morrazo
contra el suelo que de la carabina, al tener el dedo en el gatillo,
salió un disparo que le fue por los pelos no le arreara al
transeúnte. Con el susto del disparo el corzo salió despavorido, de
un salto cruzó un riachuelo y desapareció entre la maleza. La
reacción del hombre, al ver que habían espantado a la niña de sus
ojos –después de aventar la carabina del sir al arroyo–, fue que
con una vara de fresno le midió bien medidas las costillas al sir
–que comenzó a gritar pidiendo auxilio–.
A pesar de la granizada de
palos que recibió sir Josefo Flanagan, su aparato locomotor estaba
intacto. Parecía imposible que tan enorme corpachón escapara con la
agilidad de un gamo.
Está
visto y comprobado que la estupidez, lo mismo que la inteligencia, no
conoce rangos sociales; afecta lo mismo a las clases dirigentes que a
las clases medias. Incluso a los peones camineros.
Vicente
Galdeano Lobera.