viernes, 25 de mayo de 2018

Facinerosos




   Serían las cinco de la mañana, estábamos descargando el camión de combustible en la estación de servicio. Entraron cuatro coches  oscuros de alta gama con intención de repostar. Me dirigí al conductor del primero: —Lo siento, señores, tendrán que esperar a terminar de descargar el camión; unos veinte minutos. —Esperaremos, respondió, no hay problema. Se fue hacia el coche siguiente. —Don Enrique, tendremos que esperar un poco; si usted lo desea puede acercarse a los servicios…  —Grrriijj, grrriijj… -don Enrique siempre empezaba cada frase con una especie de gruñidito, tenía ese tic- ¡Bien! ¡Pero despejen el camino, que no haya nadie! y acompáñenme. Contestó el don Enrique desde dentro del coche.
   En efecto, se adelantaron dos fulanos de la comitiva a supervisar el terreno, y, al poco salió don Enrique entre dos “gorilas” con cara de malas pulgas totalmente pegados a él. Fueron saliendo de los otros vehículos hasta nueve individuos, todos de buena envergadura y trajeados; algunos de ellos pelados y con pendiente en una oreja.
   Contrastaba su vestimenta con la del jefe; el don Enrique iba en camisa por fuera del pantalón con intención de tapar unos michelines muy difíciles de disimular. La pandilla, mientras andaban, miraba para todos lados con desconfianza, llevando un brazo metido en la americana, dando la impresión que en cualquier momento sacaban la “pipa”.
   Pasaron los expedicionarios por la tienda y por un ancho pasillo, los aseos estaban al final. Entraron; efectivamente, no había nadie. Al salir escucharon detrás de un biombo con cortinas que cortaba la prolongación del corredor, unos ronquidos y algún regüeldo. Acostumbrados al “aquí estoy yo” sin que nadie les tosa, penetraron detrás sin llamar. Efectivamente, en la penumbra, descansaban tres “angelitos” envueltos en mantas y lonas, - la noche anterior el encargado de la gasolinera, les dio permiso para dormir a cubierto, puesto que llovía- oyeron bien el concierto de ronquidos y, por añadidura, sonaron cuatro ventosidades restallantes acompañadas de muy mal olor.
   Fue el detonante para que los guardaespaldas sacaran el arma; de ellos no se reía nadie
   — ¡Alto! ¡En pie con las manos arriba! ¡Rápido, o les pesará! –decían esto al tiempo que avanzaban hacia los durmientes sin darse cuenta que había una cuerda a medio metro del suelo, de pared a pared con ropas puestas a secar. Tropezaron, claro. Cayó uno encima de un transeúnte y el otro de narices contra el suelo.
   Sorpresa y susto se llevaron los que descansaban, pero estaban habituados a cosas peores. Al “Paquidermo” le supo malo sobremanera que lo despertasen de esas trazas, y a “Carpanta” y “Feliso”, lo mismo. La emprendieron a varazos y patadas contra los despertadores. A buen seguro que les rompieron huesos y algunos dientes.
   Mientras, don Enrique y los “gorilas” avanzaban hacia el aseo, oyeron ruidos, “grrriijj, grrriijj…¡No me dejen solo! ¡Después verán qué pasa y ayudarán a los otros!” –este hombre se hacía acompañar hasta para mear. El Feliso que los vio, “¡Quiooos, esos son de los mismos…!” Avisó. Entraron detrás de ellos en el aseo y, al pillarlos de sorpresa, les aplicaron una ración de palos descomunal. En concreto a don Enrique le metieron la cabeza en el inodoro sin haber tirado de la cadena antes. “¡Grrriijj, grrriijj… Que soy del gobiejjjno!”, decía; pero los otros, ni le oían.
   Ante semejante escandalera acudieron dos de los de afuera; Feliso al verlos acercarse, calculó el terreno y al asomar la jeta el primero, le dio un portazo que casi lo mata, obligándole a retirarse con las manos en la cara; “pasa tú, que a mí me da mucha risa” acertó a decir al compañero… ¡Blaam! Nuevo portazo y otro fuera de combate.
   Carpanta, al ver llegar a los tres restantes, atrancó la puerta justo cuando los gorilas comenzaban a empujarla intentando entrar. Acompasaban los empujones los tres a la vez al tiempo que gritaban: ¡Abrid, malditos! ¡Esto os costará caro! Carpanta calculó la secuencia de los empujones y abrió cuando empujaban con más fuerza entrando los seguratas de pronto al tiempo que los zancadilleó, cayendo de bruces. Ocasión que aprovecharon, Paquidermo y los otros para molerlos a palos y dejarlos amontonados fuera de combate también.
   — ¡Vámonos! ¡Aquí, estamos de más! Gritó Paquidermo. Recogieron sus pertenencias, pillaron un coche de la flota de don Enrique y se dieron el piro a toda marcha.
   Ya en la huida, preguntó Feliso: ¿Quién serán esos fulanos?  —No te preocupes, Feliso, contestó Carpanta, seguramente alguna banda de facinerosos con el jefe al frente. Igual hasta nos condecoran.
   —Tendremos que escondernos bien, que no nos encuentren. —No tengas cuidado, si nos pillan con seis u ocho meses de cárcel, estamos en la calle. Con nosotros tienen poco que rascar. Además, repito, tenían pinta de mafiosos.
   Al llegar los guardias y ambulancias para el atestado y atender a los heridos, después de las consabidas preguntas, redactaron aproximadamente el siguiente informe:
   “Incalificable apaleamiento a don Enrique Murria, alto cargo del gobierno, y a sus guardaespaldas, que eran nueve. Los agresores, debían ser una banda bien organizada y muy peligrosa por la violencia y ensañamiento que emplearon. Huyeron robando uno de los vehículos de la escolta. Se les sigue la pista para su pronta identificación y detención”.


Vicente Galdeano Lobera.