Serían las cinco de
la mañana, estábamos descargando el camión de combustible en la estación de servicio.
Entraron cuatro coches oscuros de alta
gama con intención de repostar. Me dirigí al conductor del primero: —Lo siento,
señores, tendrán que esperar a terminar de descargar el camión; unos veinte
minutos. —Esperaremos, respondió, no hay problema. Se fue hacia el coche
siguiente. —Don Enrique, tendremos que esperar un poco; si usted lo desea puede
acercarse a los servicios… —Grrriijj, grrriijj…
-don Enrique siempre empezaba cada frase con una especie de gruñidito, tenía
ese tic- ¡Bien! ¡Pero despejen el camino, que no haya nadie! y acompáñenme.
Contestó el don Enrique desde dentro del coche.
En efecto, se
adelantaron dos fulanos de la comitiva a supervisar el terreno, y, al poco
salió don Enrique entre dos “gorilas” con cara de malas pulgas totalmente
pegados a él. Fueron saliendo de los otros vehículos hasta nueve individuos,
todos de buena envergadura y trajeados; algunos de ellos pelados y con
pendiente en una oreja.
Contrastaba su
vestimenta con la del jefe; el don Enrique iba en camisa por fuera del pantalón
con intención de tapar unos michelines muy difíciles de disimular. La pandilla,
mientras andaban, miraba para todos lados con desconfianza, llevando un brazo
metido en la americana, dando la impresión que en cualquier momento sacaban la
“pipa”.
Pasaron los
expedicionarios por la tienda y por un ancho pasillo, los aseos estaban al
final. Entraron; efectivamente, no había nadie. Al salir escucharon detrás de
un biombo con cortinas que cortaba la prolongación del corredor, unos ronquidos
y algún regüeldo. Acostumbrados al “aquí estoy yo” sin que nadie les tosa,
penetraron detrás sin llamar. Efectivamente, en la penumbra, descansaban tres
“angelitos” envueltos en mantas y lonas, - la noche anterior el encargado de la
gasolinera, les dio permiso para dormir a cubierto, puesto que llovía- oyeron
bien el concierto de ronquidos y, por añadidura, sonaron cuatro ventosidades
restallantes acompañadas de muy mal olor.
Fue el detonante
para que los guardaespaldas sacaran el arma; de ellos no se reía nadie
— ¡Alto! ¡En pie
con las manos arriba! ¡Rápido, o les pesará! –decían esto al tiempo que avanzaban
hacia los durmientes sin darse cuenta que había una cuerda a medio metro del
suelo, de pared a pared con ropas puestas a secar. Tropezaron, claro. Cayó uno
encima de un transeúnte y el otro de narices contra el suelo.
Sorpresa y susto se
llevaron los que descansaban, pero estaban habituados a cosas peores. Al
“Paquidermo” le supo malo sobremanera que lo despertasen de esas trazas, y a
“Carpanta” y “Feliso”, lo mismo. La emprendieron a varazos y patadas contra los
despertadores. A buen seguro que les rompieron huesos y algunos dientes.
Mientras, don
Enrique y los “gorilas” avanzaban hacia el aseo, oyeron ruidos, “grrriijj,
grrriijj…¡No me dejen solo! ¡Después verán qué pasa y ayudarán a los otros!”
–este hombre se hacía acompañar hasta para mear. El Feliso que los vio,
“¡Quiooos, esos son de los mismos…!” Avisó. Entraron detrás de ellos en el aseo
y, al pillarlos de sorpresa, les aplicaron una ración de palos descomunal. En
concreto a don Enrique le metieron la cabeza en el inodoro sin haber tirado de
la cadena antes. “¡Grrriijj, grrriijj… Que soy del gobiejjjno!”, decía; pero
los otros, ni le oían.
Ante semejante
escandalera acudieron dos de los de afuera; Feliso al verlos acercarse, calculó
el terreno y al asomar la jeta el primero, le dio un portazo que casi lo mata,
obligándole a retirarse con las manos en la cara; “pasa tú, que a mí me da
mucha risa” acertó a decir al compañero… ¡Blaam! Nuevo portazo y otro fuera de
combate.
Carpanta, al ver
llegar a los tres restantes, atrancó la puerta justo cuando los gorilas
comenzaban a empujarla intentando entrar. Acompasaban los empujones los tres a
la vez al tiempo que gritaban: ¡Abrid, malditos! ¡Esto os costará caro!
Carpanta calculó la secuencia de los empujones y abrió cuando empujaban con más
fuerza entrando los seguratas de pronto al tiempo que los zancadilleó, cayendo
de bruces. Ocasión que aprovecharon, Paquidermo y los otros para molerlos a
palos y dejarlos amontonados fuera de combate también.
— ¡Vámonos! ¡Aquí,
estamos de más! Gritó Paquidermo. Recogieron sus pertenencias, pillaron un
coche de la flota de don Enrique y se dieron el piro a toda marcha.
Ya en la huida,
preguntó Feliso: ¿Quién serán esos fulanos?
—No te preocupes, Feliso, contestó Carpanta, seguramente alguna banda de
facinerosos con el jefe al frente. Igual hasta nos condecoran.
—Tendremos que
escondernos bien, que no nos encuentren. —No tengas cuidado, si nos pillan con
seis u ocho meses de cárcel, estamos en la calle. Con nosotros tienen poco que
rascar. Además, repito, tenían pinta de mafiosos.
Al llegar los guardias y
ambulancias para el atestado y atender a los heridos, después de las consabidas
preguntas, redactaron aproximadamente el siguiente informe:
“Incalificable
apaleamiento a don Enrique Murria, alto cargo del gobierno, y a sus
guardaespaldas, que eran nueve. Los agresores, debían ser una banda bien
organizada y muy peligrosa por la violencia y ensañamiento que emplearon.
Huyeron robando uno de los vehículos de la escolta. Se les sigue la pista para
su pronta identificación y detención”.
Vicente Galdeano Lobera.