martes, 29 de marzo de 2016

Empleo con pegas.

   El teléfono comenzó a sonar de madrugada.
   —Digaaaa…
   Se oyó en el auricular una voz deformada, pero que apenas disimulaba la burla.
   —Oiga, ¿es aquí “ande” arreglan “becicletas”?
   —¿Bicicletas aquí? ¡Sí, de cojón! Como te agarre, vas a ver tú, ¡Tontarra! ¡Mas que tontarra!
   José Crespillo Gómez había empezado a trabajar en una estación de servicio dos años atrás. Crespillo, no estaba contento del todo, no se acostumbraba a los turnos de mañana, tarde y noche; además del riesgo de los atracos, cada vez más a menudo soportaba gamberradas por teléfono. El pitorreo le enfadaba, se lo llevaban los demonios.
   La gasolinera estaba ubicada en un paraje donde soplaba un cierzo que arrancaba las piedras, y en esa noche acompañado con ráfagas de lluvia.
   Sonó otra vez el teléfono, no lo podía eludir, se oía en la pista como las campanas de su pueblo en fiesta mayor.
   Ahí va otra vez Crespillo a toda marcha, que casi se cae, renegando a contestar.
   Ver al Crespillo correr por la instalación era todo un poema. Era menudo, pero con la cabeza grande, tapada con una visera de hule con orejeras y con bufanda que apenas se le veían sus pequeños ojos. Para colmo, el uniforme se lo habían dado dos tallas grande; y al tener las piernas cortas, producía sensación de que corría un chaquetón sin hombre dentro.
   El teléfono seguía sonando.
   —Ahora se va a enterar este, no conoce bien al hijo de mi madre; -se dijo Crespillo-
descolgó y espetó: ¡Tócame los cojones! ¡Que ya está bien, hombre! –y colgó.
   Se quedó más ancho que alto. Volvió a sonar, pero Crespillo ya no contestó.
   Al rato oyó el pitido del fax, que arrojó una escueta nota:
          “Crespillo:
           De momento, apúntese quince días de empleo y sueldo por contestación  
           improcedente; es una falta grave. Y además, mañana a las once, preséntese en mi     
           despacho, que arreglaremos cuentas”.
   Era su jefe, que le había llamado par darle instrucciones, o más bien para tocar las narices, sobre el camión de distribución que esperaba sobre las cinco de la mañana. 


Vicente Galdeano Lobera.

lunes, 21 de marzo de 2016

Don Paco

    Hay profesiones como la de marino, ferroviario, tratante, también la de titiritero y otras muchas, casi todas, que tienes ocasión de experimentar toda clase de situaciones, incluso algunas buenas; y conoces abundantes lugares distintos. Y también te encuentras con personajes de muy distinto pelaje; algunos merecen ser mencionados en una cuartilla. En las líneas que siguen trataré de retratar a un sujeto que no me dejó indiferente.
    Sobre las ocho de la mañana de un mes de marzo aparqué mi camión en una explanada anexa a un bar-restaurante de carretera con intención de organizarme el trabajo de la jornada y desayunar; había cuatro o cinco camiones, y también algún turismo. Después de ventilar y ordenar la cabina del camión, puse  en regla los papeles correspondientes. Este habitáculo conviene tenerlo bien aseado, nos sirve a los chóferes de oficina, lugar de descanso, salón de lectura y más aplicaciones.
    Junto a la entrada del bar, en sitio bien visible, una furgoneta con tenderete adjunto tenía expuestos para su venta productos de la comarca; sacos de naranjas y tarros de miel. Al estar el aparcamiento al borde de un acantilado de unos cien metros, se divisaba el mar Mediterráneo en todo su esplendor salpicado junto a la orilla de algún peñón, y también de pequeñas embarcaciones de pesca. Se divisaba muy cerca un faro que parecía obsoleto, pero por las noches seguía cumpliendo su función. El panorama divisado recreaba la vista y tranquilizaba la mente.
    Ya dentro del bar, limpio y decorado con muy buen gusto, con abundantes plantas de interior, me acerqué a la barra atendida por una joven veinteañera guapísima que atendía con una sonrisa que aumentaba aún más su hermosura. Había pocos clientes, junto al mostrador tres personas, y en una mesa cerca, cuatro lugareños jugando al dominó. Me sirvieron el desayuno cuando accedió al local el sujeto de marras…
    —“A loz bueno día ceñore ¿Han descansao ustede bien?”
    —¡Hombre! Don Paco, pase, pase, que hay brasero. –Saludó la camarera siempre sonriente.
    El tal don Paco era un individuo de edad indefinida, esmirriado, renegrido y, además, feo y arrugado como el pollo de un buitre; vestía una indumentaria dos tallas grande, anticuada y no muy limpia; tocado con sombrero cordobés, a cada paso se llevaba la mano al ala para saludar, y una gayata colgada del brazo.     —“Póngame uzte un cafelito, por favó”. —Al momento, don Paco… —“Y también la tostaíta, zi no es moleztia.” —Sus deseos son órdenes, don Paco. —“Una copita de anís y un vacito de agua…” —Al momento, señor. Don Paco, después del primer sorbo del café, lo tomaba levantando el dedo meñique, se dirigió nuevamente a la chica: —“Ceñorita, ¿tiene uzté la prenza?” —Sí, don Paco, pero siéntese en una mesa, yo le acerco todo. Don Paco se sentó, y después de dar cuenta con la debida corrección y delicadeza, usando los cubiertos. y todos requerimientos, a su desayuno, abrió el periódico y se pegó  su buena media hora informándose. Se levantó, pagó lo suyo dejando buena propina, y con un, “A la paz de dio, zeñore, que ustedes lo pacen bien y tengan buen día”. Se fue.
    - ¡Caray! Qué anacronismo, por un momento pensé que estábamos en el XIX, exclamé, aunque fuera de lugar, qué exquisitez, qué buenas maneras y qué exceso de buen trato gasta este señor; ni que fuera marqués. Lástima que la pinta no le acompañe.
     Uno de los jugadores de dominó, me desengañó pronto. Dijo, más o menos, que en la república de la casa de don Paco, -empezó a ennumerar contando con los dedos- no trabajaba nadie, a saber: él con el Per, la suegra, viuda de militar, con buena paga; su mujer, se las había arreglado para cobrar pensión por inutilidad; dos hijas medio lelas que tienen, también con paga; el hijo, un malarrasa que cuando no está en la cárcel, está en cursos de rehabilitación cobrando también y, si no, cobrando el paro que dan al salir de la trena; y tienen también un perro que están tramitando a ver si les paga algo el gobierno. En esa casa, se juntan con un monto que es difícil superar por gente normal. ¡Ah! –continuó- Ahora que no nos oye nadie, le diré que de milagro no ha cogido el diario al revés. No sabe leer.
    Ni falta que le hace, pensé.

 Vicente Galdeano Lobera.     

viernes, 18 de marzo de 2016

Dama brava.

   El hombre de la gabardina metió el sobre en el buzón de una mansión de notables dimensiones; y, por las trazas, de gente rica. El sobre iba dirigido a la esposa de cierto hombre de negocios muy influyente. Margarita, así se llamaba la dama, era mujer metida en la cuarentena; pero frescachona y de muy buen ver. A su paso arrancaba suspiros, se sabía deseada y guapa y junto a su elegancia natural, andaba muy segura por la vida.
   El hombre de la gabardina era un fulano, que a fuerza de indisciplina, dejadez, estupidez y vagancia, se había convertido en un fracasado, pero con mala leche. Gimeno, se llamaba.
   Se dedicaba a extorsionar a gente encumbrada con ciertos secretos que sabía de ellos.
Todo con objeto de pillar, claro. En su negocio alguna torta recibía, pero haciendo balance, no le iba mal del todo.
   La gabardina la vestía más que nada para tapar la vestimenta raída, vieja y sucia que gastaba.
   En su juventud tuvo cierto trato con Margarita, y estaba dispuesto a sacar tajada alcahueteando, difamando y, si hace falta, calumniando.
   El sobre dirigido a ella contenía una misiva donde la conminaba a soltar la mosca, o
“usted verá, señora, voy a cantar por peteneras; y quizá a su marido no le entusiasme esa música”.
   Gimeno recibió audiencia enseguida.
   —Pero, vamos a ver, gabardinero, digo… caballero, ¿Qué le va usted a contar a mi marido que él no sepa? ¿Qué me conoció usted de jovencita cuando íbamos por los guateques? ¿Qué era muy propensa a darme el lote con quien me apetecía? Pues nada piojoso, digo… caballero, por mí como si le cuenta que me desfloró y que tengo hijos secretos.
   Gimeno se empezaba a dar cuenta que había topado con hueso; quería argumentar con fuerza, pero la belleza y entereza de esa mujer tumbaba al más templado.
   —Oiga, señora, yo no tolero insultos ni a mi padre…
   —Mire usted, maloliente, digo… caballero, si le digo tontolava, aún le alabo. Lo que le digo no son insultos, sino elogios. Además le propongo que cuando regrese mi marido, ahora está de viaje, yo misma le ayudaré a usted a que le explique lo que tenga que explicarle.
   Gimeno se convenció que sí, que efectivamente, había topado con hueso.
   —Lo que sí le puedo garantizar, mierdecilla, digo… caballero, es que al finalizar el trámite, recibirá usted como pago una buena mano de palos…
   A Gimeno le cambió la color varias veces ante el discurso de la dama; se enfadó, dijo que se acordaría, que de él no se reía nadie, que no sabe usted quien soy yo, que la denunciaría por amenazas…
   —Puede hacer usted lo que quiera… yo también le puedo acusar de tocamientos y de extorsión. Y ahora ¡Fuera de mi vista! ¡Tomasín!
   —Mande usted, señora…
   Acompañe al gabardinero a la santa calle.
   El tal Tomasín era un segurata con pinta de armario que en las convocatorias para madero, lo habían echado para atrás cuatro veces. Esos son los más violentos… No dudó en aplicarle al Gimeno el paso señorito hasta el portalón de la finca.
   —¡Uf! Menos mal que lo he amedrentado. A este no se le ocurre acercarse a mi marido ni en seis kilómetros a la redonda.


Vicente Galdeano Lobera.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Argimiro se deja asesorar.


    Argimiro Vallejo, solterón de cincuenta y tantos, era empleado con sueldo decente, pero su tacañería rayaba lo patológico. Vivía en la ciudad en un quinto piso sin ascensor, casi sin muebles. Dormía en un jergón viejísimo con un colchón de lana que, al no varearlo nunca, hacía cuenta que descansaba sobre una piedra. Eso sí, al estar falto de higiene, estaba bien acompañado de parásitos.
    Al fallecer su madre, se encontró con una notable fortuna. Decidió tirar la casa por la ventana y comprar una cama decente. Ahí tenemos a Argimiro en una gran superficie, en la sección de muebles donde hay de todo y casi nadie atiende. Se había fijado en una cama toda equipada que formaba parte de un decente dormitorio ofertado. Estaba en sus cavilaciones… —Yo con la cama tengo bastante; preguntaré cuánto cuesta.
    —Perdón, caballero, soy Valeria, supervisora del departamento ¿Puedo ayudarle en algo?
    Al volverse, Argimiro, se encontró con unos ojazos oscuros mirándole de frente y una boca sonriente que imaginaba tendría el sabor de las fresas; todo dentro de un rostro color café con leche enmarcado con un flequillo y dos trenzas de colegiala color de la noche que le llegaban hasta el pecho. Vestida de negro con delantal y cofia blanquísimos, calzada con zapatos de medio tacón, portaba un plumero en la mano. Hermosa como el Sol, no pasaría de los treinta años y cincuenta kilos de peso.
    Tardó algo en contestar, quedó embobado con la visión.
    —Pues yo querría saber qué vale esa cama… Acertó a decir.
    —No la vendemos suelta; está ofertada con el resto del dormitorio incluidos las alfombras y los espejos, todo a un precio superespecial.
    —Sí, pero yo con la cama tengo bastante…
    —Ya veo que tiene usted buen gusto; mire, mire, acérquese, toque… -al acercarse Argimiro mientras ella le mostraba las virtudes de la cama, una de sus trenzas rozó la cara de él y comprobó el sedoso tacto y tenue perfume que no sería mejor el del paraíso. Quedó narcotizado asintiendo a todo como un perrillo- Tiene somier de láminas y colchón de primerísima marca; por supuesto que la colcha y las sábanas están incluidas en el precio… Por cierto ¿Cuál es su nombre?
    —Argimiro, para servirla…
    “Y tanto que me vas a servir, so torpe, te voy a sacar hasta las entretelas”. Valeria se sabía hembra capaz de torcer voluntades, y más a un tarugo pequeño y feo como Argimiro. Había olfateado no solo su desaseo, sin también su dinero. Ella se encargaría de hacer fluir ese caudal.
    Había pasado año y medio, al principio fue todo  bien entre ellos, si exceptuamos las dos bofetadas que recibió Argimiro al intentar acariciarle las trenzas, cuando Valeria acudió a su casa para asesorarle… —¡Puerco! ¡Para acercarse a mí, necesita usted un baño y ropa limpia! ¡Y dé gracias que no le denuncie! Le espetó.
    Vendió el piso y compró otro nuevo equipado con cierto lujo, Y con garaje para el coche de Valeria. Por supuesto que se casó con ella; si no, no se dejaba ni tocar, –a mi cama se llega pasando por la vicaría, señor.
    Al ser extranjera se acogió a la reagrupación familiar, trayendo a España a sus dos hijos, y también “a mis papás, que harán de canguro”. Para afianzarse económicamente, Valeria había tenido una niña con Argimiro.
    Un hombre joven y bien plantado acudía demasiado al domicilio y, a veces, se quedaba a dormir. “Un familiar de allá de Nicaragua, que necesita apoyo”.
    Argimiro pensaba en el drástico cambio experimentado en su vida desde que se le ocurrió cambiar de cama. De su soledad antes, ahora en casa con el perro, eran nueve. Y sólo trabajaba él.

 Vicente Galdeano Lobera.