El teléfono comenzó
a sonar de madrugada.
—Digaaaa…
Se oyó en el
auricular una voz deformada, pero que apenas disimulaba la burla.
—Oiga, ¿es aquí
“ande” arreglan “becicletas”?
—¿Bicicletas aquí?
¡Sí, de cojón! Como te agarre, vas a ver tú, ¡Tontarra! ¡Mas que tontarra!
José Crespillo
Gómez había empezado a trabajar en una estación de servicio dos años atrás.
Crespillo, no estaba contento del todo, no se acostumbraba a los turnos de
mañana, tarde y noche; además del riesgo de los atracos, cada vez más a menudo
soportaba gamberradas por teléfono. El pitorreo le enfadaba, se lo llevaban los
demonios.
La gasolinera
estaba ubicada en un paraje donde soplaba un cierzo que arrancaba las piedras,
y en esa noche acompañado con ráfagas de lluvia.
Sonó otra vez el
teléfono, no lo podía eludir, se oía en la pista como las campanas de su pueblo
en fiesta mayor.
Ahí va otra vez
Crespillo a toda marcha, que casi se cae, renegando a contestar.
Ver al Crespillo
correr por la instalación era todo un poema. Era menudo, pero con la cabeza
grande, tapada con una visera de hule con orejeras y con bufanda que apenas se
le veían sus pequeños ojos. Para colmo, el uniforme se lo habían dado dos
tallas grande; y al tener las piernas cortas, producía sensación de que corría
un chaquetón sin hombre dentro.
El teléfono seguía
sonando.
—Ahora se va a
enterar este, no conoce bien al hijo de mi madre; -se dijo Crespillo-
descolgó y espetó: ¡Tócame los cojones! ¡Que ya está bien,
hombre! –y colgó.
Se quedó más ancho
que alto. Volvió a sonar, pero Crespillo ya no contestó.
Al rato oyó el
pitido del fax, que arrojó una escueta nota:
“Crespillo:
De momento,
apúntese quince días de empleo y sueldo por contestación
improcedente; es una falta grave. Y además, mañana a las once,
preséntese en mi
despacho,
que arreglaremos cuentas”.
Era su jefe, que le
había llamado par darle instrucciones, o más bien para tocar las narices, sobre
el camión de distribución que esperaba sobre las cinco de la mañana.
Vicente Galdeano Lobera.