Había llegado el momento, pensaste… Lo tenías cantado, recibiste a Pablo prácticamente desnuda, maquillada, embadurnada en cremas… Plena de deseo; llevabais saliendo dos meses; hablando por teléfono todas noches, una hora como mínimo, se os hacía corta. A ti, como mujer te regalaba los oídos con sutilezas a veces subidas de tono, pero siempre atinadas y desprovistas de grosería. Qué llegaste a escuchar de tu apuesto galán… Estando juntos te comía a besos… Sin embargo, pasó lo que pasó; es más, no pasó nada.
Había llegado el
momento, pensaste… Tocaba entrar a matar; al entrar en su casa, viste en Rosario
la más perfecta imagen de la decepción. Acostumbrado a verla siempre elegante,
su desnudez mal velada por una bata vulgar, te desinfló el deseo fiero que
desarrollaste en interminables pláticas telefónicas. Por no decir cuando
estabas con ella. Imaginaste un recibimiento en lencería fina, color negro, zapatos
de aguja… y demás. Descubriste el fetichista que llevas dentro. Sin embargo,
pasó lo que pasó; no pasó nada.
No, no pasó nada…
Inexplicable. “Este tío es maricón o qué”, pensaste. Vestido de punta en blanco
viste en su cara algo calcado a la decepción ¿por qué? Al sentaros a la mesa bien preparada, lo
inundaste a besos y arrumacos; “ponte cómodo, amor, venga, yo te desvisto…”
Todo en él era silencio ensordecedor. “Estará cansado, seguro”. Horrorizada por
su pasividad, no sabías qué hacer… Se levantó de pronto, “irá al baño”, cogió
su gabán y el sombrero y formulando un “encantado de conocerte, Rosario. Muchas
gracias por todo”. Se fue. Al intentar alcanzarlo, ya bajaba las escaleras como
alma que lleva el diablo.
No pasó nada… No,
no te hubiera aprovechado; Rosario preparó muy bien la mesa con viandas
apetitosas y cava frío, con adecuada penumbra; pero sus ademanes ramplones,
faltos de exquisitez te rociaron de agua fría. Digan lo que digan por ahí, tú
valoras mucho el pudor y el recato tan exentos en esa ocasión. Lo comprobaste
entonces. Fue un impulso; sin pensarlo más, cogiste tus cosas y con ademanes
corteses te despediste de Rosario. Para siempre.
Vicente Galdeano Lobera