jueves, 29 de noviembre de 2018

Consejero valiente




   La primera vez que la vi, pensé… ¡Caray! ¡Esta mujer para ser bruja, sólo necesita la escoba! Después, reconsiderando, comprendí que no precisaba complemento alguno para alcanzar ese grado.
   La trajo don Óscar a la tertulia semanal del Centro Cívico; “Esta dama es Ofelia, mujer emprendedora donde las haya, muy trabajadora y de alta alcurnia, con la que pretendo, si ella lo tiene a bien, pasar el resto de mis días”. Amén, pensé, no le alabo el gusto, don Óscar. Alguna risita ahogada se oyó entre la concurrencia pero don Óscar, entisiasmado, no la oyó. 
   Don Óscar había enviudado años atrás y nada más enterrar a su santa esposa, se puso a buscar novia.
   Pensaba que con su situación desahogada se lo iban a rifar las féminas. Compró un gran automóvil y se paseaba despacio por zonas veraniegas para impresionar a las mujeres. Tuvo relativo éxito; había conseguido una colección de callos, digo de novias, de distintos tamaños, semblantes y caracteres; pero todas horribles; Ofelia se llevaba la palma, era la vigésimo sexta. Además; si se hubieran puesto de acuerdo él y las ínclitas, hubieran muy bien incrementado sus ingresos montando un museo de terror.
   Claro, don Óscar tampoco era un adonis; con setenta años mal llevados, a primera impresión daba el pego, pero enseguida agotaba su repertorio de agudezas para dar paso a toda clase de manías avarientas de viejo. Ellas, aun siendo feas, no lo aguantaban. Don Óscar me habló confidencialmente.
   —Oiga, señor ¿Usted dónde ve el fallo de mi conducta? Las mujeres conque emparejo me abandonan enseguida. Algunas ni una semana duran…
   El hombre me había cogido confianza y sinceramente pedía consejo. —De hombre a hombre, continuó,  ¿Qué me aconseja?
   Adivinaba que iba a consultarme; yo tenía la respuesta preparada.
   —Don Óscar, tengo la solución para su caso ¿Tiene usted espejo en casa?
   Don Oscar me miró con recelo; quizá pensaba que me pitorreaba.
    ¿Espejo? Pues claro que tengo espejo, señor. En el baño hay uno…
—No, no, no, no… Ese no me vale; tiene que ser un espejo mural, que ocupe toda pared y, a poder ser, complementado con otro en ángulo de noventa grados; y con iluminación adecuada.
—Lo puedo mandar instalar, contestó, pero no veo en eso ninguna solución.
    ¡Sí, hombre, sí; señor mío! Usted cada mañana, hágame caso, se pone delante de sus espejos y mira la figura que le devuelven, sin acritud; pero, sobretodo, sin mucha benevolencia. Verá cómo sus espejos le indicarán con certeza el límite de sus aspiraciones.
   Algún tiempo después, don Óscar me confesó que quedó un poco mosqueado; pero que decidió seguir a rajatabla mi consejo.
   Vino a decirme: “La estampa del espejo  -una imagen vale más que mil palabras-, me aconsejó que dejara de hacer payasadas, me comportara con arreglo a mi edad y que abandonara mi avaricia; sólo así, quizá lograra algo parecido a una compañía aceptable”.


Vicente Galdeano Lobera