viernes, 30 de octubre de 2020

Amador insistente

 



—Pero, bueno… ¿Es que me tomáis por tonto, o qué?

—¡No, por Dios…! Por payasote, sí; que son adorables –Esto lo dijo el padre la chica.

La escena era digna de opereta; La disputa comenzó por cuestión política, “si no estás conmigo, estás contra mí”. En este asunto, como en pedir café, ciertas personas raramente coinciden. Había que ver a Lumbreras todo airado, mirando su móvil, dando paseítos en plan Chiquito de la Calzada. Por otro lado, todo el clan familiar y adjuntos, incluida la hermosa joven a la que Lumbreras pretendía, observándole. Todos pertenecientes al club de lectura.

—¡Hala… Encima me insultáis!

—Que no te insultamos, hombre; sólo te hacemos saber nuestras discrepancias, al no atenerte a

razones.

—Ya está bien de razones; estoy hasta las narices de vosotros –argumentó Ramoncito enfadado-, ¡Artemisa…! ¡¿Tú qué dices?! Sabes que vengo por estar contigo.

Ella contestó que si estaba fijándose en ella como proyecto matrimonial o similar, “bórrame de tu lista, no eres mi tipo; pertenezco a las solteras anónimas y tienes mi permiso para largarte”.

— ¡Es que… No es eso, no es eso! Esto no son formas; solicito entrevistarme contigo a solas.

Artemisa, muy risueña, le hizo negación con su dedito, dando por terminada la conversación. Aún duró un rato el altercado pero en un tris tras, sin avanzar; Ramoncito, con sus paseíllos, mostraba a las claras su cabreo. Se fue.

Cuando tiempo atrás Ramoncito Lumbreras acudió al club de lectura atraído por la belleza de su presidenta, calculó mal; no pensó en el berenjenal que se metía. Detestaba la literatura. “Bueno, yo acudo a las sesiones y doy el pego; lo importante es estar junto a ella”.

Artemisa, la guapa presidenta, era una joven de cabellos negros y tez blanca salpicada con algunas pecas y con hechuras de muñeca; a Lumbreras le gustaba a rabiar. Haciendo el paripé, acudió a exposiciones, excursiones y otros eventos del club; además de las sesiones literarias, claro. Todo para desembocar en rechazo puro y duro.

Pero no se daba por vencido; quizá por amor, despecho, coraje o por todo. Quería estar con ella.

Este Lumbreras, no era precisamente un lumbrera; era quisquilloso y suspicaz, pero era amable y servicial y, sin tener agudeza de gorrión, digamos que cubría el expediente. Y era bien parecido. Pero se ilusionó en exceso de Artemisa y comprobó el sabor del desaire. Decidió insistir por otro frente para acercarse.

Se llamaba Irina, hermana de Artemisa; también guapísima, pero de una belleza rotunda, de las que si se lo propusiera torcería la dirección del viento. Resuelto le escribió algo así: “El amor de mi vida has sido tú, el amor de mi vida sigues siendo tú; te quise te quiero y te querré; si tú me dices ven lo dejo todo”; y estrofas de canciones parecidas.

En la bella Irina, la diplomacia no era su fuerte: “¡Eres un impertinente…! ¡Déjame en paz!”, respondió.

Lumbreras, entristecido, desahogó sus penas con don Venancio, un viejo maestro digno de toda confianza. Este maestro, formado en la escuela del mundo, apreciaba de veras a Ramoncito y veía su falta de corretaje.

—Pero, vamos a ver, Lumbreras, usted es universitario…

—Sí, don Venancio; soy ingeniero y licenciado en químicas.

El maestro se sujetó las gafas y continuó. —Veo claro que con tantos estudios, usted no ha mirado siquiera la asignatura de la vida, tampoco domina la gramática parda; siendo ambos tratados de vital importancia.

—No sé qué quiere usted decir, señor maestro – dijo Lumbreras desconcertado.

—Quiero decir que está usted verde, Ramoncito; como no se aplique, no se comerá una rosca jamás –don Venancio pretendía sermonearle de manera instructiva-. Porque… ¿Usted ama y le gusta Artemisa?

—Sí, don Venancio, muero por ella y me gusta más que las torrijas…

—Se nota que no ha hecho usted el servicio militar -don Venancio argumentó con firmeza-, en ese asedio ha dejado usted una rendija que de estar en campo de batalla lo muelen a palos. Artemisa tiene también un hermano ¿No?

—Sí, señor, sí; Ibrahim se llama.

— ¡Pues vaya usted deprisa a ganarse la confianza y la amistad de Ibrahim! ¡Por Dios! ¡Vaya usted antes de que sea tarde…!

—Pero… ¿Qué le digo, cómo le entro?

— ¡Ah!, ¡usted sabrá! Invítele a jugar al ping pong, al futbolín, al parchís… ¡Lo que sea, pero pronto!

A Ramoncito se le abrió el cielo con los razonamientos del maestro; se le iluminó la cara, y en sus ojos, a pesar de estar humedecidos, se reflejó un brillo parecido a quien alcanza la felicidad.




 Vicente Galdeano Lobera.