Está claro que un
día de primavera, afecta a los instintos de los seres vivos; desnuda
sentimientos que a veces conducen a impulsos que hacen perder el miedo al
guardia de la viña.
Una cosa así, más
o menos, debió pasar por la mente de don Aurelio Biscarrués Lacal, mayoral de ganado descarriado, cuando
topó, allá por las alturas del Pirineo, donde no transita ni dios, con dos
hermosas damas que formaban parte de una panda de excursionistas que descansaban
en un carasol.
Iba don Aurelio
atento a sus quehaceres y cavilaciones…
—¡¡Riiaarriaaarriiaaariiiaaarriiaaaaa…!! ¡Cagüenlaaaa! ¡Luceraaaa!
¡Pardalaaa! ¡Pequeñaaaa! ¡Sinforosaaaa! ¡Vengan toas pa bajo, cagonrriau! ¡Como
tenga que subir, probarán la garrota!
Las reses
remoloneaban sonando sus cencerros, pero obedecían algo al pastor.
—¡Y usted, Julián,
vaya pronto y haga bajar a las vacas; si no, cobrará también!
Julián era un
perro sin raza conocida, pero más agudo que el hambre. Al escuchar el aviso del
amo, partió como una centella a cumplir su mandato.
—A los buenos
días, señores… -acertó a decir el mayoral cuando vio al grupo; y desapareció.
La estampa que
ofrecía don Aurelio era para enmarcar. Era enjuto y desgarbado, de tez
renegrida y arrugada; siendo delgado, tenía la cintura ancha, y vestía unos
pantalones que le quedaban cortos, dejando ver unas deportivas que en su día
serían blancas. Tocado con visera roja de propaganda, en una oreja lucía
pendiente, que junto a unos prismáticos que le colgaban, le sentaba todo como a
un santo dos pistolas. Parecía viejo de nacimiento; o de afición. Pero
observándolo, no llegaba a los cincuenta.
Mirando al hombre,
uno añora en su niñez, la vestimenta tan distinta de los pastores, con su
zurrón, gorra, tabardo y botas; todo de piel.
Al emprender la
marcha los excursionistas, las jóvenes se quedaron rezagadas, lo que impulsó a
don Aurelio a salir de su escondite desde donde las observaba, y acercarse a
ellas a ofrecer ayuda. Hacía meses que no veía mujer.
— Perdón,
damiselas, yo les puedo indicar cómo se anda por estos riscos, y también les
puedo ayudar, que las rocas mojadas esbarizan y son peligrosas.
Sorpresa y susto se llevaron las chicas; no
necesitaban ayuda, eran ágiles y ligeras como gacelas.
— No
es necesario, señor, nos valemos solas.
— ¡Pero,
hombre! ¡Que no hay que bajar así! ¡Se van a matar! –don Aurelio quería, a toda
costa, pegar hebra- ¡Han de agarrarse bien y bajar siempre de cara! ¡ Además se
les va a hacer tarde, cuando regresen yo estaré por aquí! Les ofrezco mi cabaña
para pasar la noche; hay fuego y viandas de sobra…
— Buenaaaas… Me presento, soy Morales –era el
padre las chicas, que acudía a ver qué pasaba- ¿Cuál es su gracia?
Al mayoral le fastidió
sobremanera encontrarse con el padre. Le impulsó un no sé qué el salir de su
escondite y hablar a las damas.
— Pues
soy don Aurelio Biscarrués Lacal, mayoral, para servir a Dios y a ustedes.
— Encantado,
Aurelio…
—
Don
Aurelio, si no le importa. –El pastor sabía darse su pompa.
— Bien,
don Aurelio, me ha sorprendido que trata de usted al ganado, al perro, a todo
lo que se menea; si no es mucho preguntar ¿Hay alguna razón mayor? ¿Le obedecen
más con el tratamiento?
Aurelio, se rascó un poco la
barba mal afeitada, y miró al cielo como si sacara cuentas.
—Señor Morales,
resulta que uno, en su genealogía, desciende de muy alta alcurnia…
—Ya lo veo, ya,
don Aurelio…
—Y tengo muy a
bien, tratar a todos seres con el debido respeto. Aunque sean
bestias. Total,
los garrotazos los notan igual.
Morales no
esperaba ese razonamiento del pastor, el fulano tenía su filosofía.
—Don Aurelio,
tiene usted palabras dignas de imprimir. En otra ocasión me gustaría
conversar con
usted con tiempo.
— A
su disposición, señor Morales; por estos andurriales, mientras no haya nieve,
me encontrará siempre.
A Aurelio, aparte de buenas palabras, le
quedó claro que Morales le chafó su plan con las damas. Se las prometía muy
felices asesorándolas en su reino de las montañas.
Vicente Galdeano Lobera