martes, 26 de enero de 2016

Breve escaparate de sonrisas


    ¿De qué color es una sonrisa? Pues depende bastante del estado de ánimo del receptor y también de quien la emite. Se han de contemplar asimismo algunas variantes: si la sonrisa es franca, forzada, amistosa, si promete algo… Incluso hay sonrisas que preceden a muy crueles castigos.
    Para colorear la risa haríamos corto con todos tonos del Arco Iris y de la Madre Naturaleza; cada persona, según su cristal de mirar, la verá distinta.
    Por ejemplo, los matices de la sonrisa de un niño de seis meses, para mí serían de un blanco inmaculado con ribetes dorados; lo mismo que pondría tonalidad de un verde esperanza si la que me sonríe es una mujer hermosa. Pero… ¡Cuidado! Hay que calibrar si esa risa conlleva burla o, lo que es peor, conmiseración. Conviene, por tanto, estar atento. Si la sonrisa es de una madre, pintándola con los colores cálidos del verano, estoy seguro de no errar.
    Punto y aparte merece la sonrisa de cualquier político; no me equivocaré si le pongo el color más sombrío de los que emplean en las covachas de las sectas. Un morado oscuro muy apagado sirve bien. Y si está en campaña electoral, le añadiría crespones negros.
    Por supuesto que hay muchas más sonrisas; se podrían añadir la de un futbolista, la de un excursionista, un bombero, un mariscal, un peón sin especializar… La de un cantamañanas también es digna de tener en cuenta.
    Y así cada uno, según su albedrío, le aplicaría a cada cual la tonalidad más adecuada.

 Vicente Galdeano Lobera.


viernes, 8 de enero de 2016

La primavera, desnuda el sentir del mayoral.

   Está claro que un día de primavera, afecta a los instintos de los seres vivos; desnuda sentimientos que a veces conducen a impulsos que hacen perder el miedo al guardia de la viña.
    Una cosa así, más o menos, debió pasar por la mente de don Aurelio Biscarrués  Lacal, mayoral de ganado descarriado, cuando topó, allá por las alturas del Pirineo, donde no transita ni dios, con dos hermosas damas que formaban parte de una panda de excursionistas que descansaban en un carasol.
    Iba don Aurelio atento a sus quehaceres y cavilaciones…
    —¡¡Riiaarriaaarriiaaariiiaaarriiaaaaa…!! ¡Cagüenlaaaa! ¡Luceraaaa! ¡Pardalaaa! ¡Pequeñaaaa! ¡Sinforosaaaa! ¡Vengan toas pa bajo, cagonrriau! ¡Como tenga que subir, probarán la garrota!
    Las reses remoloneaban sonando sus cencerros, pero obedecían algo al pastor.
    —¡Y usted, Julián, vaya pronto y haga bajar a las vacas; si no, cobrará también!
    Julián era un perro sin raza conocida, pero más agudo que el hambre. Al escuchar el aviso del amo, partió como una centella a cumplir su mandato.
    —A los buenos días, señores… -acertó a decir el mayoral cuando vio al grupo; y desapareció.
    La estampa que ofrecía don Aurelio era para enmarcar. Era enjuto y desgarbado, de tez renegrida y arrugada; siendo delgado, tenía la cintura ancha, y vestía unos pantalones que le quedaban cortos, dejando ver unas deportivas que en su día serían blancas. Tocado con visera roja de propaganda, en una oreja lucía pendiente, que junto a unos prismáticos que le colgaban, le sentaba todo como a un santo dos pistolas. Parecía viejo de nacimiento; o de afición. Pero observándolo, no llegaba a los cincuenta.
    Mirando al hombre, uno añora en su niñez, la vestimenta tan distinta de los pastores, con su zurrón, gorra, tabardo y botas; todo de piel.
    Al emprender la marcha los excursionistas, las jóvenes se quedaron rezagadas, lo que impulsó a don Aurelio a salir de su escondite desde donde las observaba, y acercarse a ellas a ofrecer ayuda. Hacía meses que no veía mujer.
    Perdón, damiselas, yo les puedo indicar cómo se anda por estos riscos, y también les puedo ayudar, que las rocas mojadas esbarizan y son peligrosas.
    Sorpresa y susto se llevaron las chicas; no necesitaban ayuda, eran ágiles y ligeras como gacelas.
    No es necesario, señor, nos valemos solas.
    ¡Pero, hombre! ¡Que no hay que bajar así! ¡Se van a matar! –don Aurelio quería, a toda costa, pegar hebra- ¡Han de agarrarse bien y bajar siempre de cara! ¡ Además se les va a hacer tarde, cuando regresen yo estaré por aquí! Les ofrezco mi cabaña para pasar la noche; hay fuego y viandas de sobra…
     Buenaaaas… Me presento, soy Morales –era el padre las chicas, que acudía a ver qué pasaba- ¿Cuál es su gracia?
Al mayoral le fastidió sobremanera encontrarse con el padre. Le impulsó un no sé qué el salir de su escondite y hablar a las damas.
    Pues soy don Aurelio Biscarrués Lacal, mayoral, para servir a Dios y a ustedes.
    Encantado, Aurelio…
    Don Aurelio, si no le importa. –El pastor sabía darse su pompa.
    Bien, don Aurelio, me ha sorprendido que trata de usted al ganado, al perro, a todo lo que se menea; si no es mucho preguntar ¿Hay alguna razón mayor? ¿Le obedecen más con el tratamiento?
Aurelio, se rascó un poco la barba mal afeitada, y miró al cielo como si sacara cuentas.
    —Señor Morales, resulta que uno, en su genealogía, desciende de muy alta alcurnia…
    —Ya lo veo, ya, don Aurelio…
    —Y tengo muy a bien, tratar a todos seres con el debido respeto. Aunque sean
    bestias. Total, los garrotazos los notan igual.
    Morales no esperaba ese razonamiento del pastor, el fulano tenía su filosofía.
    —Don Aurelio, tiene usted palabras dignas de imprimir. En otra ocasión me gustaría
    conversar con usted con tiempo.
    A su disposición, señor Morales; por estos andurriales, mientras no haya nieve, me  encontrará siempre.
    A Aurelio, aparte de buenas palabras, le quedó claro que Morales le chafó su plan con las damas. Se las prometía muy felices asesorándolas en su reino de las montañas.     
  
Vicente Galdeano Lobera