sábado, 31 de julio de 2021

Una del Oeste

 


El vaquero, mal vestido y peor aseado, entró en el saloon de un poblado de Texas, donde junto al bullicio de gentes de todo pelaje, había mesas de juego de cartas y, en un rincón, un billar. Se apoyó en el mostrador mientras ojeaba el entorno. El cantinero, hombre ya con años y pelo cano, solícito, le acercó un vaso con intención de servirle whisky.

—Yo no te he pedido de beber… –dijo el vaquero.

El hombre le retiró el vaso fue a dejar la botella en su sitio.

— ¡Eh, patrón…!

—Y, ahora, ¡qué quieres?

—Dame de beber.

— ¡¿Qué?! ¡Muy gracioso el chico…! ¿Tienes ganas de marear? –dijo el hombre algo picado. Le sirvió.

— No…, ahora, no. Estoy muy cansado y por eso cambio de opinión a cada paso.

Mientras el vaquero estaba en el saloon, su socio, hombre algo más talludo y con desaseo similar, acudió a la armería en demanda de recomponer su arma. El maestro armero, un viejo enjuto con bigotes blancos y amplia calva que relucía por encima de su visera de hule, era buen conversador y de muy buen trato. Recomponía los aparejos en un banco de trabajo que servía también de mostrador, y estaba rodeado de vitrinas con buen surtido de armas, calzado y algún atavío de caballería.

—Este parece un pueblo tranquilo ¿Verdad? –dijo el cliente.

— ¡Pst! No lo diga muy afuerte, Podría romper el encantamiento…

— ¡¿Porqué?!

— Porque Harry el Elegante está en el pueblo con sus chicos y no se necesita mucho para ponerlo nervioso.

— ¿Harry el Elegante? ¡¿Quien es?! –El cliente era parco en palabras, pero muy directo, y con un semblante serio que amedrentaba al más pintado.

—Un jugador…, un profesional, tiene una pinta de cantamañanas que tira de espalda, pero no conviene decírselo porque es muy quisquilloso y se altera enseguida. Si quiere verlo en su salsa vaya al saloon, pero no le mire a los ojos porque él lo entiende como un desafío. Le diré más, él y sus muchachos vienen al poblado de vez en cuando y en el saloon, jugando al poker, despluman uno a uno a los hacendados. De esta manera, de manera tácita, le pagan como un tributo, y, a cambio, los secuaces protegen algo sus propiedades; o, por lo menos, no les roban. Ya está avisado, forastero.

Al “socio” le entraron prisas repentinas y salió rápido del local. El armero le advirtió que estaba terminando con su arma, pero le respondió que la retiraría más tarde, que tengo prisa. “Éste en cuanto ve jugar, es capaz de cualquier cosa; y menos mal que el dinero lo guardo yo” –llevó su pensamiento a su amigo–. El vaquero observaba la partida en una mesa con cuatro jugadores bien atildados y, sobre todo, un montón de billetes, muchos billetes. Jugaban fuerte; lástima no disponer apenas de liquidez para proponer un envite. Sin poder contenerse, se dirigía a la mesa cuando el “socio”, que acababa de entrar, le cortó el paso:

— ¡Eh, tú! ¡¿Adónde vas?! ¿No sabes quien es? Es Harry el Elegante, un jugador profesional…

—Y ¡Qué pasa! ¿Te da miedo?

El socio gruñó algo y meneó la cabeza

— ¿Tienes algún dinero?

El socio, casi sonrió y le entregó buen puñado de billetes. La verdad es que confiaba en la destreza del vaquero, y lo apreciaba, pero en según que trances aventurados, prefería acompañarle. Por si las moscas. Que a veces, de una caña sale una bala. El vaquero se acercó a la mesa del Elegante en el momento que se levantaba un rico hacendado local al que los “Elegantes” habían limpiado. Harry recogía en ese momento, con buen gesto, un montón de billetes.

—Quisiera poder contar, que Harry el Elegante ha jugado conmigo. –dijo a modo de saludo.

Harry el Elegante lo recorrió con la mirada un par de veces, como se mira a una alimaña, como perdonándole la vida. Después, sin hablar, con el dedo índice hacia abajo le indicó que se sentara.

El “socio” acercó una silla y también a modo de saludo dijo que si no sería mejor cinco jugadores. Harry, levantó la vista y después del protocolo apreciativo, ante la mirada torva del fulano, le dio la venia, también con el índice para sentarse. Mesa completa; con espectadores que conocedores del paño, ni respiraban. Cogió los naipes el Elegante para repartir, cuando el vaquero objetó: la carta más alta da… ¡No? Harry casi lo traspasa con la mirada, no acostumbraba a escuchar avisos. Pero no dijo nada; sacaron cartas y, mira por dónde, le tocó la más alta a él. Cogió los naipes y echó las mangas de su americana hacia atrás para mostrar bien los valiosos gemelos de los puños de su camisa y comenzó a barajar; más bien comenzó la demostración de dominio con los naipes dignos de un prestidigitador con un aire de suficiencia con la seguridad que amedrentaría a los nuevos. Por fin, repartió las cartas. Después de mirar cada uno su juego, empezó la partida. El vaquero pasó, así, sin más; Harry lo miró con algo parecido a la furia; Un secuaz que vestía elegante peinado con raya en medio, echó diez dólares, le tocó al “socio que estuvo a punto de soltar cincuenta, pero ante la mirada del vaquero, quedó el billete en suspenso; el otro “Elegante” que vestía también muy galano, echó a la mesa cien, y Harry otros tantos. Ganó el de la raya enmedio; se disponía a recoger la pasta cuando el vaquero dijo: enseñe las cartas… El otro, con mal gesto las mostró. “Vale, todo correcto”.

Por mano, le tocó repartir al vaquero que hizo un alarde de manejo de cartas que si el Elegante parecía prestidigitador, el vaquero era prestidigitador y medio. Los otros quedaron sorprendidos. Dejó asombrado hasta su “socio”. Puso el montón en la mesa y dijo el tuerto que en su pueblo siempre se cortaba. Cortaron (se las arregló para dejar el taco como estaba. Sin que se enteraran los otros, claro). Repartió los naipes y en silencio, solo por las miradas (aquí se hace bueno eso de que la vista no guarda secretos), casi se podía adivinar el juego de cada uno. En el local, extrañados de que Harry se jugara los cuartos con unos desarrapados, la expectación y el silencio era total; no querían perderse el expolio de unos incautos. Comenzó el “baile” y el de la raya en medio apostó diez, el socio, cincuenta; el tuerto, que su ojo sano era más elocuente que todos ojos de los demás juntos, cien; Harry, cien, y otros cien más. Aforaron todos. Después de la segunda vuelta tocó levantar, la verdad es que todos tenían la impresión de haber ganado. El Elegante mostró las cartas con cuatro “sietes” y un “nueve”. Imbatible; o casi. Con un aire de suficiencia se disponía a recoger el dinero del centro cuando puso las cartas boca arriba el vaquero: cuatro ases… Había ganado. El “socio” no pudo reprimir una carcajada de júbilo, que paró en seco ante la mirada severa del vaquero. En cambio, a los elegantes, si les pinchan casi seguro que no les sale sangre.

— Has hecho trampas, chico… –dijo con voz pausada el Elegante.

— ¿Tú crees…? -y recogió el gran montón de billetes que metió en su faltriquera. 

—Sí, lo creo… –Harry se levantó, echó para atrás su elegante levita (al verlo de cuerpo entero, se vio que era hortera sobremanera) y acariciando su armas al cinto dispuestas a usarlas, añadió–: te invito a beber, chico. –Y se fue hacia el mostrador.

Los parroquianos viéndolas venir se fueron escabullendo fuera de tiro. Por si acaso. Silencio atronador en el saloon. Parecían escucharse las campanas a muerto. El vaquero, que se vestía por los pies, se acercó junto al sonriente Elegante que alegó que el whisky atenuaba el dolor de las balas. El otro, no lo contradijo, pero le aconsejó que se tomara uno doble, que así no lo notarás siquiera. Aún añadió que hacía juegos malabares; te lo demostraré. En ese momento se oyeron dos trastazos muy seguidos: los elegantes que se habían quedado en la mesa con el “socio”, habían intentado enredar y “cobraron”. Se quedó haciendo solitarios y advirtió a su amigo: no te entretengas.

Comenzó el juego malabar que se lo aplicó con reiteración el vaquero al Elegante. A saber: los dos hombres uno enfrente de otro, el elegante acariciando sus armas con seguridad pasmosa y, en ese momento, el otro saca el revolver con una mano y con la otra le aplica una bofetada, lo vuelve a enfundar, otra bofetada, saca el revolver apunta, bofetada y lo vuelve a enfundar, y, así hasta cuatro. Pero bofetadas gordas y buenas… y muy sonoras. El otro se queda que no se lo cree. El vaquero hace por explicarle:

— ¿Has entendido algo? Si quieres, te lo vuelvo a repetir. Te advertí que hago malabares…

Los presentes dan fe que se repitieron los malabares, pero con más bofetadas. Y acabó porque el “socio” le dijo eso de que “ya vale, hombre, ya vale”. Harry el Elegante dijo que esto no quedará así, a lo que el otro contestó que por mí ya vale, pero si quieres sé más juegos. El socio se levantó, y dio por terminada la danza. Harry el Elegante se retiró airado, con la promesa de que de ésta se acordarían y renegó, pateó, amenazó, gritó y más cosas. Se conoce que no asumía que lo "limpiaran" a él; y menos aún que le arrearan una tanda de bofetadas en presencia del respetable.

Harry el Elegante y sus secuaces, desaparecieron y pusieron muchas millas de por medio, y no se les vio el pelo jamás.  En agradecimiento, la población propuso por unanimidad, al vaquero y a su socio, como sheriff y ayudante. 


Vicente Galdeano Lobera