jueves, 31 de diciembre de 2020

Despatriados

 

   “Amed, criatura, mientras te duermes, permitirás a tu abuelo que te instruya algo para cuando crezcas. No, no temas, no te voy a contar batallitas; entre otras cosas porque no las hice. En cambio, te podría ilustrar durante buen rato de la sarta de estupideces, traiciones y fechorías, incluido el sabotaje que cometí con otros a la cinta transportadora de fosfatos Fos Bu Cra y tender emboscadas donde murieron  soldados españoles. Podría descargar mi conciencia diciéndote que me utilizaron junto a otros jóvenes  para estas tropelías. Pero, no; a partir de cierta edad, la persona, si no alcanza a saber lo bueno, sabe muy bien lo que está mal. Es decir, engañarás a quien se deje, pero es difícil engañarse a sí mismo”.

    Sáhara Occidental, abuelo y nieto estaban protegidos del sol en una jaima confeccionada con pelo de camello, en un campamento de refugiados saharauis.

    Amed se durmió; aun así el abuelo continuó con su voz calmosa, explicando vivencias al niño, que de estar despierto, no entendería aún. “Hijo mío, deberás aprender que nosotros mismos solemos ser nuestros peores enemigos, que algunas personas, cuando tienen mando, su codicia y crueldad no tienen límite; soy viejo y te lo puedo asegurar con conocimiento de causa. Debes desconfiar cuando te deleiten los oídos con palabras como: pueblo soberano, libertad, voluntad popular y demás; estas camarillas de políticos te azuzarán como a un perro –yo me quedé sin piernas al explotarme una mina cerca del territorio ocupado por Marruecos-, mientras ellos, clases improductivas  instalados en el bienestar, no dan la cara nunca. Mande quien mande, nadie te regalará nada; si acaso palos, que tendrás que espabilarte para evitarlos”.

    “Recuerdo en 1975, los españoles sufrieron vejaciones por parte nuestra; aparte de insultos y pedradas, sus hijos no podían acudir a la escuela. “Fuera España”, gritábamos; sin agradecer las ayudas recibidas; no sólo alimentarias sino en educación, empleos decentes y los viajes a La Meca para saharauis pagados por Madrid. Ellos, los españoles, se quedaron sin nada. Hasta los cementerios los evacuaron a Canarias”.

    Aprovechando la agonía del dictador, algo tramaron presuntamente, y nada bueno, Marruecos y la casta gobernante colonizadora.

    Extraña que después de verter tanto odio sobre la España “opresora”, nuestros descendientes reclamen hace años soluciones a su situación y exijan además pasaporte español. Sin duda, algunos de estos refugiados adoctrinados por las castas dirigentes, piensan sacar tajada y conseguir migajas de las subvenciones.

 

 Vicente Galdeano Lobera


domingo, 29 de noviembre de 2020

Episodio no recomendable

 



Un allegado me explicó un sucedido, donde él estuvo involucrado de lleno. Versaba sobre lo propensas que somos las personas a meter la pata, involuntariamente, pero la metemos.

Me relató más o menos lo que sigue: “Estando en una tertulia literaria, donde voy semanalmente, comentando una obra más personas de lo aconsejable, cada uno argumentaba lo suyo y, a veces, dos o tres a la vez. El que hacía de secretario se pronunció diciendo algo parecido a, “esto no es así, el último mono no puede pretender acallar a los demás; hay gente que aún no ha hablado”. Precisamente lo dijo cuando yo tenía la palabra. Siguió a esto un silencio que casi se oían mis pensamientos.

Bueno, uno no es dueño de su sentir. Se me cayó el cielo encima; tierra trágame, pensé. Un movimiento involuntario como de susto me recorrió desde la nuca a las rodillas. Creo que cambió de color mi rostro; además me sentí de un ridículo atroz. Aguanté la sesión en total silencio y sin escuchar a los otros, atento sólo a mi tormenta interior. Al terminar la sesión, guardando las formas permanecí hasta el final, me levanté corrido y abochornado y emprendí la retirada. No deseo ni a mis enemigos el pasar por semejante trance.

En casa al día siguiente tuve que cambiar de habitación. Mi mujer dijo que hablaba solo y en sueños, y que no la dejaba descansar.

Estuve más de un mes sin acudir a las citas literarias. Me llamaban y yo siempre ponía distintas excusas. Hasta que me tocó presentar una obra según nuestro calendario. Pude comprobar que los demás no le había dado la misma importancia al episodio. Pero uno es como es, y tiene su corazoncito”.


 Vicente Galdeano Lobera.


viernes, 30 de octubre de 2020

Amador insistente

 



—Pero, bueno… ¿Es que me tomáis por tonto, o qué?

—¡No, por Dios…! Por payasote, sí; que son adorables –Esto lo dijo el padre la chica.

La escena era digna de opereta; La disputa comenzó por cuestión política, “si no estás conmigo, estás contra mí”. En este asunto, como en pedir café, ciertas personas raramente coinciden. Había que ver a Lumbreras todo airado, mirando su móvil, dando paseítos en plan Chiquito de la Calzada. Por otro lado, todo el clan familiar y adjuntos, incluida la hermosa joven a la que Lumbreras pretendía, observándole. Todos pertenecientes al club de lectura.

—¡Hala… Encima me insultáis!

—Que no te insultamos, hombre; sólo te hacemos saber nuestras discrepancias, al no atenerte a

razones.

—Ya está bien de razones; estoy hasta las narices de vosotros –argumentó Ramoncito enfadado-, ¡Artemisa…! ¡¿Tú qué dices?! Sabes que vengo por estar contigo.

Ella contestó que si estaba fijándose en ella como proyecto matrimonial o similar, “bórrame de tu lista, no eres mi tipo; pertenezco a las solteras anónimas y tienes mi permiso para largarte”.

— ¡Es que… No es eso, no es eso! Esto no son formas; solicito entrevistarme contigo a solas.

Artemisa, muy risueña, le hizo negación con su dedito, dando por terminada la conversación. Aún duró un rato el altercado pero en un tris tras, sin avanzar; Ramoncito, con sus paseíllos, mostraba a las claras su cabreo. Se fue.

Cuando tiempo atrás Ramoncito Lumbreras acudió al club de lectura atraído por la belleza de su presidenta, calculó mal; no pensó en el berenjenal que se metía. Detestaba la literatura. “Bueno, yo acudo a las sesiones y doy el pego; lo importante es estar junto a ella”.

Artemisa, la guapa presidenta, era una joven de cabellos negros y tez blanca salpicada con algunas pecas y con hechuras de muñeca; a Lumbreras le gustaba a rabiar. Haciendo el paripé, acudió a exposiciones, excursiones y otros eventos del club; además de las sesiones literarias, claro. Todo para desembocar en rechazo puro y duro.

Pero no se daba por vencido; quizá por amor, despecho, coraje o por todo. Quería estar con ella.

Este Lumbreras, no era precisamente un lumbrera; era quisquilloso y suspicaz, pero era amable y servicial y, sin tener agudeza de gorrión, digamos que cubría el expediente. Y era bien parecido. Pero se ilusionó en exceso de Artemisa y comprobó el sabor del desaire. Decidió insistir por otro frente para acercarse.

Se llamaba Irina, hermana de Artemisa; también guapísima, pero de una belleza rotunda, de las que si se lo propusiera torcería la dirección del viento. Resuelto le escribió algo así: “El amor de mi vida has sido tú, el amor de mi vida sigues siendo tú; te quise te quiero y te querré; si tú me dices ven lo dejo todo”; y estrofas de canciones parecidas.

En la bella Irina, la diplomacia no era su fuerte: “¡Eres un impertinente…! ¡Déjame en paz!”, respondió.

Lumbreras, entristecido, desahogó sus penas con don Venancio, un viejo maestro digno de toda confianza. Este maestro, formado en la escuela del mundo, apreciaba de veras a Ramoncito y veía su falta de corretaje.

—Pero, vamos a ver, Lumbreras, usted es universitario…

—Sí, don Venancio; soy ingeniero y licenciado en químicas.

El maestro se sujetó las gafas y continuó. —Veo claro que con tantos estudios, usted no ha mirado siquiera la asignatura de la vida, tampoco domina la gramática parda; siendo ambos tratados de vital importancia.

—No sé qué quiere usted decir, señor maestro – dijo Lumbreras desconcertado.

—Quiero decir que está usted verde, Ramoncito; como no se aplique, no se comerá una rosca jamás –don Venancio pretendía sermonearle de manera instructiva-. Porque… ¿Usted ama y le gusta Artemisa?

—Sí, don Venancio, muero por ella y me gusta más que las torrijas…

—Se nota que no ha hecho usted el servicio militar -don Venancio argumentó con firmeza-, en ese asedio ha dejado usted una rendija que de estar en campo de batalla lo muelen a palos. Artemisa tiene también un hermano ¿No?

—Sí, señor, sí; Ibrahim se llama.

— ¡Pues vaya usted deprisa a ganarse la confianza y la amistad de Ibrahim! ¡Por Dios! ¡Vaya usted antes de que sea tarde…!

—Pero… ¿Qué le digo, cómo le entro?

— ¡Ah!, ¡usted sabrá! Invítele a jugar al ping pong, al futbolín, al parchís… ¡Lo que sea, pero pronto!

A Ramoncito se le abrió el cielo con los razonamientos del maestro; se le iluminó la cara, y en sus ojos, a pesar de estar humedecidos, se reflejó un brillo parecido a quien alcanza la felicidad.




 Vicente Galdeano Lobera.


miércoles, 30 de septiembre de 2020

El columnista se rebota

 



El personaje en cuestión, Bernardo Gálvez, a fuerza de disciplina y bastante sumisión, estaba consolidado como columnista en un diario de notable tirada.

En esta ocasión, en conmemoración de uno de los múltiples eventos celebrados alrededor del gobernante de turno de un lejano país sudamericano, le mandaron escribir un panegírico dando excesivo jabón a dicho jefe, que de tener más luces –el jefe- seguro que le hubiera molestado.

Que todo tiene sus límites, la adulación también.

Comenzaba así: “Señor, esta nación, aunque viviera seis vidas, no tendría tiempo suficiente para agradecer sus desvelos y renuncias para con ella; me consta que su persona está siempre agarrando con fuerza el timón de esta nave para dirigir por los derroteros más favorables a sus ciudadanos. Todo sin escatimar sacrificios, sin pedir nada a cambio. Por todo eso y más, reciba, señor, el merecido homenaje de su pueblo que le da las gracias por tantísimo trabajo en pos de todos nosotros. Repito, gracias, señor.”

Bernardo Gálvez, echó la vista al escrito y se dijo en su interín que ya estaba bien. Que pegarse la vida padre viviendo en la Costa Azul y viajando a todo trapo a los lugares más maravillosos del mundo, que eso no era ningún sacrificio. Asímismo pensó que al gobernante, el bienestar de su pueblo, no le pasaba ni por la cabeza, que estaba acumulando y sacando del país divisas para vivir a cuerpo de rey él y su familia tres generaciones.

El personaje, Bernardo Gálvez, se reveló, y plasmó más o menos:

“Señor, conocida su afición a jugar a soldaditos, a disfrazarse de almirante, a presidir desfiles, también a pronunciar discursos sin entender casi lo que mal lee, y otras payasadas por el estilo, le conmino a que se incorpore en la tripulación del destructor “Marsopa II” en calidad de cabo furriel, que partirá en misión de maniobras tácticas, pero con posibilidad de entrar en combate al Océano Índico. Tengo la seguridad, señor, que se encontrará usted en su salsa, y podrá demostrar sus extensos conocimientos castrenses de los que tanto presume. Y, al mismo tiempo, podrá usted reconsiderar el retorno al país de los millones evadidos. Si no, no saldrá del barco.

Esta es una forma de borrar su merecida fama de pendón, de torpe y despilfarrador, que no desperdicia ocasión de hacer gala.

Espero que cumpla fielmente mis órdenes. En caso contrario será severamente castigado. ¡He dicho! Y; ahora me retiro.”

Al personaje, Bernardo Gálvez, no le publicaron el escrito; es más, lo cesaron del diario. ¿¡Y qué!? Ya escribiré en otro sitio.


Vicente Galdeano Lobera


domingo, 30 de agosto de 2020

Olor a miel

 



Don Modesto es un viejo que hace honor a su nombre; a fuerza de modestia, se ganó a pulso el desprecio de las mujeres.

En su matrimonio no tuvo suerte; su esposa, guapísima, resultó ser una ordinaria semianalfabeta, pero con aires de marisabidilla que siempre lo trató mal, procurando hacerle de menos y dejarlo en evidencia continuamente. Se casó con ella por obligación. Sabiendo el error que cometía. Por no molestar, una vez más, cargó con su infelicidad. De por vida.

De pasada había conocido alguna mujer, pero ninguna con mención de apoyarse en su hombro; adivinaban su falta de carácter. Don Modesto, además de modesto, era sensible y tenía su corazoncito; echaba de menos un pecho donde posarse, un arrullo amoroso, besos a destiempo, un buenos días con sonrisa…


Gracia María es gentil como la flor del romero; Gracia María es joven como un trovador: Gracia María es esbelta como los álamos de la ribera; Gracia María es pura como el aire de las cumbres que guardan nieves eternas y linda como un bosque en otoño. Gracia María, al pasar, se lleva todas miradas y arrebata los sentidos de los que miran. Es que Gracia María tiene la belleza de las mujeres que son bellas de verdad.

Esta es Gracia María, la joven que conoció don Modesto hace un tiempo. Por afinidades literarias y amor a la naturaleza, se juntaban alguna vez; siempre con otras personas. Últimamente, ese círculo de afines, les habían dado de lado, y Gracia María y don Modesto se reunían más a menudo. Muy de acuerdo, hicieron alguna excursión, siempre con más amigos.

La situación desembocó planeando recorridos turísticos él y ella solos; primero irían a una ciudad cercana que, aparte de monumentos, tenía parajes, sotos y un río que inspiraron a escritores y poetas. Proyectaron más rutas comarcales; siempre los dos solos. Don Modesto, a pesar de su modestia, estaba eufórico; más contento que un estudiante con el curso aprobado; y disfrutando de la compañía y conversación de una mujer hermosa.

Un metomentodo le aconsejó:

—Don Modesto, vengo observándole y no me salen las cuentas ante el bocado tan exquisito que maneja; temo que se le indigeste…

—No hay cuentas que sacar, don Isaías; y no tema usted nada –replicó don Modesto con suma modestia-; es asunto platónico, sin derecho a roce. Pero teniéndolo cerca lo saboreo y me aprovecha su aroma; además gozo con la envidia que provoca. Y eso, don Isaías, no es pecado.


— Pero ¡Ay…! Gracia María que es bella entre las bellas, joven y gentil, esbelta y pura, sin venir muy a cuento, dijo que se suspendían las excursiones; por asuntos familiares (…) Viendo su gozo en un pozo, don Modesto, con modestia, puso cara de circunstancias.

La verdad es que, como diría Sabina, no le dejó un neceser con agravios, pero sí con la miel en los labios y complejo de lelo.




 Vicente Galdeano Lobera.


miércoles, 22 de julio de 2020

Las altas miras de don Amado Rico García




Don Amado Rico García, ya desde niño apuntaba alto; quería medrar a toda costa, a poder ser sin esfuerzo. Por eso, a pesar de ser perezoso y enredador, en la escuela mostraba aplicación; más que nada para evitar en lo posible las tortas que vinieran a cuento o no, arreaba don Alejandro el maestro. El enseñante se atenía rigurosamente al principio de “la letra, con sangre entra”.
Nacido en 1945 en una comarca murciana de singular belleza y mucha tradición minera; cerca de su aldea estaban las Reales Fábricas del Bronce, donde trabajaban con buena remuneración que complementaban el producto agrícola o ganadero de las familias de gran parte de los lugareños.
Aún recuerda cuando le fue con el cuento al maestro –Amado tenía ya doce años-, para que le instruyera en su afición de hacerse rico con alguna fórmula; lo mismo que con las matemáticas.
—Pero, vamos a ver, Rico… ¿¡Me toma usted por tonto o qué!? ¡Si yo conociera el sistema de hacerme millonario, iba a estar aquí desasnando granujas como usted! No obstante, continuó el docente, para que vaya haciendo boca, le adelanto que en la vida, además de tropiezos, encontrará también algún golpe.
Y le arreó media docena de bofetadas; un par de ellas buenas. “¡Así aprenderá!”
Pues algún provecho sacó Rico de los golpes; en las expediciones por la ribera del río y cercanías demostró dotes de mando, siempre ejercía de jefe de una recua de ocho chavales que los mantenía a raya cumplimentándolos a tortas al que se desmandaba. Para eso se había colocado en la pechera tres chapas de gaseosa. “Soy capitán, tenéis que obedecerme”. Lo malo fue cuando apareció el Anselmo con tres tapones notablemente más grandes que sus chapas. Es probable que fueran de café soluble o algo parecido. “Soy coronel –dijo-, mando más que el capitán”. Y para reafirmarse en su tesis, le arreó un par de mojicones a Rico. Amado, humillado, sintió malos pensamientos: “cuando yo sea millonario que se preparen mis subordinados”.
En cuanto Rico cumplió catorce años, huyó como de la quema del negocio familiar; consistía en un cortijo con modesta extensión de tierras con olivos y vides. Junto a la casa también había un huerto con frutales y hortalizas; y un cercado con abundantes gallinas y cochiqueras con dos cerdos. La familia no tenía mal pasar, Había siempre productos de temporada; incluso a veces para regalar. Pero él quería ser rico y la casa se le quedaba pequeña. Se colocó en las Reales Fábricas del bronce, en su ocupación supo aplicarse y fue subiendo grado hasta llegar a contramaestre. Momento en que lo llamaron a filas. En el sorteo le tocó Madrid. A regañadientes tuvo que emprender viaje; a lo desconocido. Solo había viajado una vez a Albacete.

Amado Rico García se dio cuenta pronto que Madrid le ofrecía más posibilidades de prosperar, de hacerse rico, vamos. En el cuartel observó la labor socializadora de la milicia; sobre todo para mozos de comarcas alejadas. Les enseñaban normas de higiene, comportamiento en la mesa, urbanidad… Amén de alfabetizar a los que no sabían escribir. Lo mismo que otros mozos, Amado decidió que sólo regresaría al pueblo de visita, a presumir.
En el ejército supo Amado prosperar rápido; después de jurar bandera al poco lo nombraron cabo furriel, destino que además de estar rebajado de servicios, regía los trabajos de otros. Claro, en este ascenso se conoce que influyó bastante, que al regreso del permiso de jura trajo del pueblo buen recado de embutidos, algún jamón, aguardiente y olivas. Todo de casa y abundante; y con semejante unto sus superiores casi ponían alfombra al paso del soldado Rico García. O sea, como la vida misma. Con estas martingalas y otras, ganó Amado merecido prestigio y cultivó buenas amistades con compañeros. En especial con Bernardo García-Robledal y Urquijo, de muy buena cuna. “El próximo fin de semana, te presentaré a mi familia, Rico; les he hablado de ti y desean conocerte”.
—Gracias, Bernardo; pero no se si estaré a la altura –respondió Amado.
—Que sí, que sí; no te preocupes, será un honor para nosotros.
En su visita a casa de los García-Robledal, se presentó vestido con cierta elegancia que, junto con ciertas maneras exquisitas que aprendió, la verdad es daba el pego. Conoció a los moradores de la casa; don Bernardo, padre, a doña Amelia de Urquijo y también a Dolores, hermana de Bernardo, dama de notable belleza y correcta educación que no quedó indiferente ante la apostura de Amado. El tiempo se encargaría de dotar a Dolores de más de un dolor a causa de su amable Amado.
Al ser preguntado Rico por el jefe del clan por la situación familiar allá en la remota región de Murcia, Amado no se cortó un pelo modificando al alza las posesiones y actividades familiares. Sacando a relucir las imaginarias hectáreas de olivares y viñas del cortijo incluido el extenso carrascal donde engordaban piaras de cerdos y una buena punta de ganado. Eso sin contar el establo con una docena de vacas productoras de abundante leche.
—Pues tendrán ustedes mucho trabajo –dijo don Bernardo-, supongo que dispondrán de temporeros en las campañas de recolección…
—sí, sí, don Bernardo, disponemos de una plantilla fija de trabajadores con vivienda en la propia heredad. Viven con sus familias. Disponemos de capilla y escuela de enseñanza primaria para la prole.
Este detalle, el de la capilla, entusiasmó a los García-Robledal y Urquijo que eran muy religiosos. En su casa siempre se bendecía la mesa en las comidas. Detalle este que arraigó mucho en Amado.
En la nota de agradecimiento que envió Amado a los García-Robledal, abultaba más la firma que la propia nota. Aprovechando que su padre procedía de Ruidera y mamá del valle de Guadalimar, compuso su firma: Amado Rico de Ruidera y García-Valle, servidor de ustedes. Las circunstancias se encargarían de quitarle vanidad más adelante.
Ya en el cuartel, preguntó Bernardo…
—Pero, bueno… Y tú, ¿Quién eres pues? ¡Qué callado te lo tenías!
Amado no pudo disimular su esponjamiento, aprovechó para darse pompa.
—Es que uno es, de suyo, muy modesto; pero a veces cuesta disimular sus orígenes de alta alcurnia.
Amado reconoce que se pasó con lo de los orígenes, lo mismo que con las propiedades familiares, pero en su momento ya discurriría algo para evitar quedar como un cantamañanas cuando descubrieran el pastel.

Amado y Dolores ya tenían tres hijos, dos varones y una chica. Se habían casado cuando amado terminó la mili y se colocó en una fábrica de camiones en el propio Madrid. Los García-Robledal aportaron como dote para Dolores una vivienda decente en un barrio cerca del trabajo de Amado y toda clase de ayudas a la nueva familia. Él alegó complicaciones en el patrimonio familiar, bancarrota, expropiaciones y tal, y solo aportó buenas palabras y su afán de hacerse riquísimo. Bueno, por algo se empieza; de momento el braguetazo, la cosa no pintaba mal.
Amado seguía con sus delirios de grandeza a pesar de ser un modesto empleado y de no hacer ascos a las ayudas de su familia política. “Cuando sea poderoso, se sentirá orgulloso de su yerno, don Bernardo; de momento juego a la lotería todas semanas y tengo la certeza de que me va a tocar. Ya verá, ya; voy a convertir a Dolores en multimillonaria”.
—Pero, Amado; va siendo hora de que sientes la cabeza. Tienes más de cuarenta años y gastas más de lo que ganas… -amonestaba Dolores con dolor de corazón.
—Es que tengo que aparentar, Dolores; siempre se ha dicho que el dinero llama al dinero…
—Pues Amelita ingresa este año en la Universidad, y eso cuesta mucho. Y tanto a ella como a sus hermanos les gusta vestir prendas de marca; en eso se parecen a ti. Si no fuera por la ayuda de papá, mal lo pasaríamos. –Dolores, sermoneaba a su amado; con mansedumbre pero le sermoneaba.
—No te apures, Dolores, que pronto seremos ricos e inundaremos de millones a tu familia.
Amado en estos diálogos siempre mostraba apacibilidad, ética, mansedumbre y otras virtudes cristianas que ablandaban el corazón de su esposa. Pero a su vez, este hombre revelaba a las claras una necedad que casi anulaba dichas virtudes.
Conviene parar cuenta muy por encima de los derroteros que siguieron la prole del matrimonio. Amelita, conoció en el pueblo de su padre a un lugareño vulgar, pendenciero, jugador, algo borracho y con clara aversión al trabajo; Antolín, se llamaba. Tuvieron un hijo. Sin casarse, claro. Este hombre además de lo enumerado era un déspota que maltrató siempre a Amelita y al niño. Con abundantes vejaciones, varias veces la arrastró a ella por las calles del pueblo dando lamentable espectáculo. Menos mal que lo pilló en una de estas hazañas la Guardia Civil que le administró el calmante adecuado, majándolo a palos, claro. Ya en el juzgado, su señoría le recetó cárcel. Cumplió tres años. Debió recibir la medicina adecuada porque libertado, ya no le vieron el pelo.
Bernardito, el siguiente de la saga, demostró ser tan atolondrado como su padre, buena persona pero con los mismos aires de grandeza; sin apenas estudios, siempre presumía de no haber leído un libro en su vida “para qué, a mi quien me instruye es la vida misma”, quería también volverse millonario y también aficionado a juegos de azar. En el pueblo, conoció a Candy, que sería el amor de su vida. Matrimoniaron y Candy manifestó su deseo de trabajar para mejor desahogo de las finanzas de casa. “En mi casa me considero con la suficiente fuerza para mantener decentemente a mi mujer y a mis hijos cuando vengan”. Semejante argumento no admitía réplica. Luego el tiempo se encargó de bajarle los humos.
Amadín, el pequeño, resultó ser un pasota de calibre. Influenciado por el discurso en Madrid del nuevo alcalde, un viejo profesor que en la euforia del cargo alcanzado, soltó aquello de: “¿Estamos todos reunidos? ¡Pues a colocarse y al loro! ¡Y después, todos a bailar!” Que yo ya estoy colocado con sueldazo, le faltó decir. Y, claro, Amadín lo cumplió a rajatabla; lo de colocarse, digo. El angelito tocaba todos palos; porros, maría, coca… Lo difícil era verle descolocado. Cuando la familia partió para el pueblo del padre, Amadín siguió con su afición; se conoce que la tenía muy arraigada. Conoció una mujer mayor con vicios parecidos que congeniaron de maravilla. Incluso tuvieron un niño; que criaron los abuelos, claro.

Don Amado se metió ya en la cincuentena y sus ansias de enriquecerse no disminuían. Al contrario; al escuchar a cierto ministro que dijo aquello de: “España es el país europeo donde más fácil es hacerse rico”, habló enseguida con su mujer.
– ¿Lo ves, Dolores? No lo digo yo, lo dice un ministro; la democracia me ha traído la posibilidad de volverme rico…
– Pero, Amado; no seas iluso, dijo Dolores dolorida, ellos tienen acceso a los fondos reservados y tú no controlas no las finanzas de tu casa.
–Que sí, que sí, me meteré en política y marcharemos a mi pueblo a servir a mis paisanos; seré alcalde y me forraré, sino ya lo verás. Mira el Virgilio como ha medrado sin saber hacer la “O” con un canuto ¡Y solo es concejal!
–Estás vendiendo la piel del oso antes de cazarlo ¿Ya sabrás expresarte en público? Tendrás que desarrollar un programa y ser íntegro para que te quieran y te voten, y eso es difícil…
–Que sí, que sí; les prometeré el oro y el moro y un poco más; el caso es que me apoyen para ser alcalde y forrarme pronto.
–Cuenta con la oposición, Amado; si no cumples lo prometido te cesarán -Dolores quería que su amado pusiera los pies en la tierra.
–No te preocupes, Dolores; el alcalde de Madrid ha dicho que “¡las promesas electorales están para no cumplirse!”, y es un profesor que sabe más que tú.
Amado comenzó a ver algo de resplandor de su afición cuando en la fábrica empezaron las remodelaciones de plantilla; es decir, comenzaron a despedir personal. Había cumplido cincuenta y ocho años cuando le ofrecieron le ofrecieron prejubilarse con veintidós millones de pesetas y buen sueldo hasta los sesenta y cinco. Aceptó sin titubeos.
– ¿Ves, Dolores? Ya te lo decía yo. Esto es solo el comienzo de lo ricos que vamos a ser…
–Ya somos, Amado; para celebrarlo haremos un viaje por España que apenas conocemos. También ayudaremos a los chicos para abrirse camino en la vida.
Amado escuchaba a su esposa pero luego obraba a su modo; él tenia miras más altas: servir a sus paisanos haciéndose alcalde de su pueblo. Para enriquecerse, claro.
–Amado, no seas cabeza de chorlito, tienes ya poco pelo y muchas canas ¡Venga, amor, tenemos más que suficiente; no te compliques la existencia!

No hubo tu tía; se mudaron a la comarca natal y ahí tenemos a Amado en su salsa con sus compañeros de partido haciendo campaña. Lo eligieron alcalde. Ya apoltronado comprobó el escaso sueldo asignado. “Esto lo arreglo enseguida”, se dijo. Convocó un pleno extraordinario y expuso unos razonamientos tan difíciles de rebatir, que los miembros de la corporación municipal aprobaron subirse los emolumentos un treinta por ciento. Por unanimidad. Para que luego digan por ahí que discrepan.
En sus labores de mandatario tenía clara inclinación a aplicarse más a las palabras que a los hechos y en vez de matarlas callando, ni las mataba ni callaba; demostraba estar exento de astucia hasta para lo suyo. En sus actitudes leían sus adversarios como en un libro abierto.
Hacer, lo que se dice hacer, aparte del ridículo y entramparse, hizo muy poco por su pueblo. Lo más notable fueron los resaltes transversales instalados en la calle Mayor para que los coches fueran despacio. En dicho trayecto, los conductores tenían presentes al alcalde y su familia.
En su afán de hacerse rico, se dedicó de lleno a sus finanzas; Instaló un gran almacén de materiales de construcción regentado por Bernardito. Y un supermercado para Amelita, que a su vez contrató de colaborador de confianza a Amadín, que colaboraba puntual metiendo mano en la caja. Todo en un pueblo de unos cuatrocientos habitantes. “Ya vendrán a comprar de la comarca, ya. Si quieren permiso para construir tendrán que abastecerse de mis negocios”.
Ante las protestas del vecindario, a los dos años tuvo que dimitir; si no, lo corren a gorrazos. Se dio cuenta también que eso de “las promesas electorales están para no cumplirse” que dijo aquel, conviene cumplirlas al menos en parte; si no, pasa lo que pasa. Lo que sí comprobó de muy primera mano, es que los préstamos bancarios están para pagarse. Si incumples te embargan.

Viéndolas venir, llegó justo a tiempo para poner la vivienda de Madrid a nombre de Bernardito. Y las propiedades del pueblo a nombre de Amelita. Así, al menos salvó su patrimonio del embargo. Hizo lo mismo que en aquel tiempo, para evitar la justicia, un secretario de estado puso sus inmensas propiedades a nombre de su suegro.
Puso tierra por medio y se fue a Madrid a malvivir de la pequeña pensión intervenida por el banco. Lo complementaba haciendo trabajos de mecánico, siempre cobrando bajo mano. Amado Rico García simplificó sus apellidos y se hizo más modesto; ya a los setenta, dejó sus ocupaciones por motivos de salud. Aún sigue jugando semanalmente a distintas loterías y bendiciendo la mesa en las comidas; sueña que después de tantas penurias Dios Nuestro Señor, le favorecerá con un premio gordo para hacerse millonario. Los hay con mucha fe; y muy recalcitrantes.


Vicente Galdeano Lobera


martes, 23 de junio de 2020

La maestra




Me llamo Adela, soy maestra, y esta vez me ha tocado capear el temporal en una comarca muy apartada, donde me ha destinado el Ministerio de Cultura.
Al llegar el autobús estaba esperándome el secretario del concejo; me dio la bienvenida y me acompañó a mi alojamiento. En el corto trayecto pude observar la pobreza del pueblo, las calles sin pavimentar y con rastro del paso continuo de ganado, costumbre insalubre pero muy arraigada en zonas rurales. También me sentí observada como cuando tasan una res en la lonja; me miraba todo dios sin ningún disimulo. Aunque me incomodaba, no le di mucha importancia; es actitud propia de aldeanos simples. Procuré salir del paso dando los buenos días con naturalidad a mis nuevos vecinos. “Haga lo que haga, me criticarán igual” –pensé.
Estamos en 1955. En la escuela tendré que guardar las formas vigentes. En actos protocolarios no me significaré hacia ningún lado; haré lo que pueda para no dejar de ser “yo”. En mi trabajo lo que no voy a hacer nunca es adoctrinar. Sólo enseñar a mis alumnos; instruirles en lo posible para que usen criterio propio y separen el grano de la paja. Les recomendaré buenos libros para intentar crearles hábito de lectura. Con la literatura recorrerán mundo y experimentarán muy variadas situaciones sin salir del pueblo; espero que aprendan. No quiero que se conviertan en esas personas que insisten en ver las cosas de una sola manera, como si llevaran orejeras igual que borricos.
Intentaré también explicarles que la sociedad, a pesar de políticos y gobernantes, siempre suele tirar para adelante; y que, mande quien mande, se acostumbren a que los palos y miserias los cargan siempre los mismos. Y jamás se ha exigido responsabilidad a ningún rey o mandatario; y cuidado que los ha habido torpes. Y ladrones. Esto se ve claramente mirando un poco la Historia. Por el momento no se vislumbra cambio.
Han pasado unos meses y con relativa facilidad voy cumpliendo los objetivos previstos, el alumnado y sus familias me aprecian; en mi hospedaje nunca faltan frutas, huevos, productos de la matacía… raro es el día que no me obsequian. Al ser aficionada a las costura, conocí a Adoración, que enseña en su casa a coser a mujeres y organizan tertulia y café. Cambiando confidencias, Adoración se sinceró conmigo, contándome cómo mataron a su padre al terminar la guerra; dijo donde estaba enterrado con otros; deseaba inhumarlo en sepultura decente. Pero no se atrevía a remover el asunto por temor a represalias.
Me decidí. Eso no estaba bien. Me dirigí al párroco con la pretensión de que me concediera ayuda y consejo bajo secreto de confesión. No fue así. Actuó de acusica; me destituyeron fulminantemente.
El día del relevo, la nueva maestra se negó a saludarme; debía llevar las orejeras puestas.
En mi partida, por lo menos me llevé buen sabor de boca; comprobé el reconocimiento de unas gentes sencillas y de muy buen corazón. Apiñadas en la parada y cortando el paso, el coche de línea tuvo dificultades para reanudar la marcha; abrió camino la Guardia Civil.

Vicente Galdeano Lobera.


Conversación entre damas






Una bofetada de bienestar me invadió al entrar. El bar tenía grandes cristaleras y se veía bien la calle; mesas y sillas estilo retro y algún mueble antiguo con asientos a juego que junto a bonitas plantas de interior y una limpieza extrema, reconfortaba.
Hacía fresco y apetecía resguardarse; tenía yo una cita cerca de allí, pero faltaba una hora aún; me distraería leyendo.
Había pocos clientes, un hombre junto al mostrador, “¡a ver esos huevos con jamón, que ya está bien! ¿Vienen de la granja o qué…?” Disculpe, señor; es que estoy sola, enseguida van, -contestaron desde dentro. En una mesa estaban dos mujeres en animada charla.
—Marisa… ahora que no están las demás, ¿con quien estuviste liada que no acudías al baile? ¿Era guapo? –Quien preguntaba era una cincuentona de ojos saltones y poco agraciada. Sin darse cuenta, o dándosela, hablaba en voz alta-. Me tenías preocupada, añadió.
— ¿Preocupada tú? Dirás que sentías envidia, Paqui… -Contestó la otra.
— ¿Envidia? ¿De qué? De que despachaste a dos maridos; el último, tres años te duró…
Marisa, acercando su cara a Paqui con viveza, le soltó:
— Sacas a relucir cosas inciertas y que no vienen a cuento; pero hasta en eso me envidias. Por lo menos se fueron ahítos de placer; no como el tuyo, murió de aburrimiento.
— ¡Ayy! Que no quiero pendencia, Marisa; sólo te preguntaba si tenías algún novio.-Paqui, plegaba velas.
—Mira, Paqui; no tengo que dar cuentas a nadie, y menos a ti. No, no he tenido novio, ¡no me apetecía salir!
Marisa, algo mayor que su amiga, era guapa de verdad y, a pesar de estar sentada, se adivinaba mujer con bonita figura. Noté que perdía la paciencia.
— ¡Ah! Como siempre que vienes te veo rodeada de hombres… -Dijo Paqui con gesto que quería mostrar indiferencia, pero que delataba rabia.
—Pues sí, qué fastidio, los tengo que espantar a manotazos.
—Por eso me extrañó que, pudiendo elegir, bailaras con aquel negro retinto; si lo encuentras en la oscuridad y no abre los ojos y sonríe, no lo ves…
— ¡Jope…! No pierdes detalle, Paqui. Pues era simpatiquísimo, dijo que quería conocerme y ser mi amigo.
— ¡Uy! Pues ten cuidado; es Mamadú, un senegalés de los que les dieron papeles y subsidio hace unos años y, con eso de que los negros están bien dotados, se dedica a seducir y sablear mujeres maduras para ejercer su oficio de gorrón.
—Pues a mi me dijo que tenía empleo con buen sueldo… -comentó Marisa inquieta.
—Sí, sí, todo lo que quieras; eso dice a todas, es famoso en el baile, pero él va a lo que va.
—Haré lo que me plazca; además a mi nadie me sacará una perra. Y seguro que ese no pega gatillazo; estoy escarmentada de galanes elegantes.
Continuaron hablando buen rato; desde mi mesa yo oía y observaba todo. Después pasaron a despellejar a las ausentes, mostrando al detalle todos trapos sucios haciendo chanza. Confieso que se me pasó el rato volando.
Marché a mis asuntos, con la firme decisión de acudir a menudo al bar; no estoy dispuesto a renunciar a la instrucción y placer que ofrecen unas pláticas tan ricas en chismes, murmuraciones y expresiones teatrales. No solo de pan vive el hombre.

 Vicente Galdeano Lobera.





















miércoles, 29 de abril de 2020

Precio de un peine




El coche “Z” de la policía paró junto a un camión aparcado a las afueras de la ciudad, justo donde le indicaron. El inspector Pereira, hombre alto de treinta años, de paisano, se apeó ordenando a dos números que esperaran dentro del coche policial. Eran las dos de la mañana. Golpeó suavemente la cabina del camión. Asomó, corriendo un poco la cortina, un sujeto de unos cincuenta, con poco pelo, grueso y mal encarado.
—¡Qué pasa!
—Buenas, soy de la Policía, contestó enseñando la placa, ¿eres Servando Repiso?
—Sí, señor. Usted dirá.
—Me vas a explicar lo que ha pasado hace un rato en tu casa… Después pensaré qué hago contigo. –Servando pensó, qué diligentes son los polis con gente normal.
—¿¡Que qué ha pasado!? Pues que al llegar a casa, después de dos semanas de viaje, encuentro a mi mujer con un moro en plena faena. –contestó Servando bajando del camión.
—¿Cómo reaccionaste? —Aplicándole al moro una sarta de patadas, paraguazos y bofetadas; si no escapa lo mato, contestó Servando, todo acompañado de recias palabras que no sé si entendería.
—Sí que entiende, sí. Habla bien español, dijo el inspector. Y, ¿porqué le arreaste candela? —¿¡Cómo!? Usted, ¿qué hubiera hecho? —El que pregunta, soy yo.
—Más le tenía que haber dado, y ella porque escapó, si no cobra también. ¡Después que la retiré de prostituta! ¡Mire cómo me paga! -Servando se encolerizaba.
—Mira, Servando. Según la ley, tu mujer tiene derecho a irse con quien le apetezca y, si se separa de ti, seguro que se queda con tu casa y, encima le pagarás pensión.
—¿Pagarle yo? Antes la mato.
—Baja del burro, Servando. Mira, continuó el poli, tengo una denuncia contra ti de un tal Mohamed Adhal por agresión e insultos xenófobos. Sólo por eso, y sin darte explicaciones, te tendría que llevar esposado al calabozo, pero, digamos que me fastidia moralmente; lamentablemente las leyes son así. –Aún refunfuñaba algo Servando- Y puedes dar gracias, siguió, que no le hiciste sangre. Hubieras ido aviado, que si cárcel, que si indemnización y demás… —Pero, bueno, ¿en qué país vivimos? -saltó Servando.
—En España; la legislación es así, no la pongo yo, la pone el gobierno con los votos de la ciudadanía. Te recomiendo que te enmiendes y seas bueno. Sólo te aviso. Buena parte de culpa la tienes tú. — Yo, ¿porqué? —Por casarte con ella, que le doblas la edad, ¿te crees un Robert Redford? Ella va a por todas, se sabe las leyes y comprobarás que sacará tajada.
Servando conoció a Graciela en una rotonda en un polígono industrial. Se hacía cruces que una joven tan guapa ejerciera la calle. Ella había recabado en España pensando en trabajar. Pero al comprobar las condiciones laborales existentes, prefirió prostituirse por su cuenta; aun a riesgo de que la apalizaran las mafias. En esta actividad en una semana ganaba más que en cuatro meses limpiando. En un centro de acogida, se ilustró bien en legislación vigente. Decidió pillar marido y obtener así nacionalidad y derechos. Servando quedó prendado de la joven que subió al camión portadora de una melena hasta la cintura con un rostro color tostado claro que guardaba unos ojos y una boca, siempre sonriente, que sabría mejor que todos placeres mundanos. Le gusto más aún la musicalidad de su hablar, “sí, señoool; lo que mande el señool; qué placel me da, señool; junto a usté no envidio ni a la reina de Java, señool” Y más adelante, “Selvando, mi amoool, quiero que me hagas tu esposa, mi amool, te haré requetefeliz, mi amool; a tu lado no necesito a nadie más, mi amool…” Y lindezas así. Y picó, claro.
El tiempo se encargó de explicarle a Servando lo que vale un peine.

                                                                                                      Vicente Galdeano Lobera.

lunes, 30 de marzo de 2020

Desliz


Desliz

Estoy embarazada. No le voy a decir nada a Julián; guardaré el secreto y nadie sabrá quien es el padre de mi hijo.
Julián estará de fin de semana con su familia y no le voy a incordiar. Tampoco quiero romper un matrimonio que parece bien avenido. Además, Julián no me gusta, se está quedando calvo y tiene papada y barriga.
Reconozco que tuve yo la culpa, al asistir a su clase, otras alumnas se lo disputaban con intención de que las aprobara; la verdad es que él se ponía las botas. No sé cómo entré en ese juego, en esa competición estúpida. En parte porque yo me he considerado siempre la más guapa y, sobre todo, muy deseada por los hombres; y claro, en este asunto tenía que ser la primera también. Y pasó lo que pasó.
Menos mal que tengo a mi novio de siempre que me adora, me idolatra, cuando está conmigo se deshace y no ha estado con ninguna mujer, yo lo sé; será fácil por tanto cargarle el mochuelo.
En mi interior, algo me dice que es pecado muy gordo lo que voy a hacer. Lo reconsidero y como lo mantendré oculto, ni Julián sabrá nunca que es hijo suyo.
Aun reconociendo mi culpabilidad, no pasa de ser un desliz.

 Vicente Galdeano Lobera.



miércoles, 26 de febrero de 2020

Dulce amargor




Bonifacio, ya cuarentón, había conseguido por fin su sueño de vivir del cuento; pegó braguetazo y se colocó en escalafón social alto. En su día se empleó de recio para conquistar a Edelmira, dama cuya amplia riqueza, es solo comparable con su fealdad. Tenía el cráneo deformado por hidrocefalia, y poseía un ojo como un huevo y el otro chico como una lenteja. Bonifacio pasó por alto estos detalles, pues su estampa se asemejaba a una albóndiga con patas; además, él iba a lo suyo. Pero al tiempo notó hastío, Edelmira lo rechazaba del lecho nupcial; como no le salían las cuentas, sintió la imperiosa necesidad de echarse una querida. Gestionó el asunto, y por azar se cruzó en su camino Dulce, venus mulata con unos ojos tan grandes y claros que daba vértigo asomarse a ellos, y con hechuras que eran una invitación al antirracismo. Esta joven recabó en la comarca con intención de echar la red.

Edelmira, con perspicacia de mujer, barruntó la tostada; mirándole de frente le dijo:
--No sé qué estás tramando, Bonifacio; seguro que nada bueno. Pero te recuerdo que la dueña del cotarro soy yo. Y no permitiré despilfarro dinerario alguno. -acompañó su advertencia con golpes de puño en la mesa.

Dulce, que también iba a lo suyo, vio que Bonifacio picó en el anzuelo; le desagradaba su pinta pero “Peores novillos he lidiado. Además este tiene la billetera bien nutrida”. Sin tanteos y con sonrisa cautivadora le soltó: “Don Bonifasio, mi amool, deseo infolmalle que pa gosá de mi compañía se necesita solvensia”. Bonifacio, sin titubeos, le entregó un estuche con un collar que combinaba bien con la tez morena de Dulce. “Esto es solo el principio”.
– ¡Oooh…! Mi amool, veo que usted entiende…, qué feliz me hace; el señool será servido…
Días más tarde, una vieja jorobada conducía a Bonifacio a la alcoba de Dulce, con la advertencia de que, dado el recato de su señora, no encendiera luz alguna hasta culminar el asunto en total silencio; la cama está justo enfrente, añadió al tiempo que cerraba. Allí reinaba espesa oscuridad que hizo temer a Bonifacio alguna celada; pero olía a eucalipto y aguzando el oído percibió la tenue respiración de Dulce. Tentando encontró la cama y dio con la desnudez de ella y, con delicadeza, retiró las sábanas; desnudo como estaba, se lanzó a solventar.
Concluyó, encendió la luz; el susto fue mayúsculo al contemplar una frente abollada y unos ojos dispares mirándole con desprecio.
En su retirada, reconsideró las consecuencias de pretender pasar quincalla por alhajas.

 Vicente Galdeano Lobera.


jueves, 30 de enero de 2020

Destacado tabarrista




Todas las mañanas Nicasio miraba el buzón, pero nunca había carta de ella… No habrá tenido tiempo, se decía. Eso decía don Nicasio a sus contertulios cuando preguntaban por sus amoríos. Se veía cogido en una encerrona al haber presumido ante ellos más de la cuenta.
--Pues sí, señores; aquí donde me ven tengo un plantel de admiradoras a cual más bella, que hace muy difícil decidirme…
Eso decía demasiadas veces; y, de paso, les mostraba buen manojo de cartas con matasellos de diversos lugares.
--Disculpen que no les muestre el contenido; pero uno, en su modestia, no deja de ser un caballero -continuaba Nicasio.
A don Nicasio, los concurrentes no le hacían ni caso; hacían grandes esfuerzos para no carcajearse en sus narices. Pero don Nicasio era feliz así al imaginar que causaba, como poco, admiración; si no envidia.
La planta que gastaba don Nicasio era singular; con doble papada y barrigudo, usaba tirantes, los pantalones le llegaban hasta arriba y parecía que sus cortas piernas le nacían debajo de los sobacos; parecía un tonel. Se retiró del ejército con el grado de subteniente y viajaba lo suyo convencido de que, dada su posición, encontraría novia enseguida. La verdad es que no se comía una rosca. Ni se la había comido nunca.
Cierta mañana, don Nicasio recibió la siguiente misiva que le alegró las pajarillas. Decía aproximadamente: “Querido don Nicasio, disculpe mi atrevimiento, me fastidia sobremanera que gaste usted su tiempo y su dinero en buscar novia tan lejos de su ciudad. Y más teniéndome a mí al lado y a su disposición. No le conozco físicamente, pero por referencias, dado el éxito obtenido con las féminas, soy desde ahora su más ferviente enamorada que se muere por conocerlo. No pierdo tiempo en mi descripción; cuando me vea juzgue usted mismo mis veintinueve lozanos años.
Si como deseo accede a mis ruegos preséntese en fecha tal en plaza X… ataviado con bermudas y camiseta de manga corta. ¡Ah! Y tocado con gorra de beisbol ladeada. Le agradeceré vista esta indumentaria; no me perdonaría confundirlo con otro. Llevaré tres claveles rojos en la mano. Besos de Angustias.”
Una vez más, don Nicasio faroleó lo suyo ante sus amigos. En la cita, día nublado y con viento frío, observó que la susodicha tendría esa edad, pero vio claramente que en báscula no bajaría de ocho arrobas y que se le haría difícil su manejo.
Espantado, emprendió la retirada al tiempo que notó gran alboroto con vivas a don Nicasio y Angustias. Unos vivas entremezclados con carcajadas y ruido de cencerros. Eran sus contertulios que, compinchados con ella, le habían embromado.
Lo encontraron tendido en su cama, inmóvil, junto a varias cartas de admiradoras que él mismo, en sus viajes, había escrito. Llevaba varios días si aparecer por la tertulia. No pudo soportar el ridículo ante los ojos de todos; y mucho más a los de su conciencia que le aconsejó no presentarse y don Nicasio no hizo ni caso.

Vicente Galdeano Lobera.