viernes, 18 de febrero de 2022

Tándem peculiar

 

Ernesto y Quillo Pi, asociados, formaban un tándem, como poco, peculiar; la genética no había sido muy coherente con ellos, y eso que eran hermanos. Era todo un poema el verlos juntos; Ernesto era alto, grueso, con las piernas como pilares, con un cuello de toro más ancho que su cráneo; en cambio el Quillo, era chiquito, con un aire de colibrí, pero movedizo e inquieto como una ardilla y era difícil el verlo reposado. A pesar de tan distinto tamaño, o quizá por eso, se entendían bien; y eso que eran hermanos. Estos asociados eran muy emprendedores y servían lo mismo para un roto que para un descosido: eran vinateros, mieleros, pajariteros, cazadores…, también criaban perros de raza y hurones y componían aperos para el campo y arreglaban bicicletas. Además, bajo encargo, trabajaban y podaban viñas y frutales.

—Oiga, ¿y no discuten…? —Preguntó alguien.

—Pues, no. La verdad es que no les queda tiempo.

—Claro, así cualquiera prospera y se hace rico.

—Bueno, pues inténtelo usted y a ver qué sale…

Los hermanos habían notado cierta merma en las ventas de su almacén y decidieron consultar con Emilio el Cojo, hombre amarillento y de aspecto desagradable, que sin oficio ni beneficio era un metomentodo y cubría la plaza de primer alcahuete del lugar. Este hombre daba el pego, procuraba sacar tajada de todo y tenía cierta fama de instruido.

—Pero… ¡Hombres de Dios! ¿No se han dado cuenta ustedes que hoy en día las ciencias adelantan que es una barbaridad? ¿eh? Dado que acuden muchos turistas a visitar la comarca, lo que tienen que hacer ustedes es anunciarse.

—Pues nuestra madre, que en gloria esté, siempre decía: “el buen paño en el arca se vende”… –dijo el colibrí.

¿Que el buen paño en el arca se vende? Vamos, no me haga usted reír, Quillo; a otro perro con ese hueso. Hoy en día, háganme caso, hay que ponerse a la altura de lo que mandan las circunstancias. Miren, para empezar me ofrezco, por un módico precio, a confeccionarles un letrero anunciando sus géneros y ponerlo en la entrada de su establecimiento. Incrementarán el rendimiento de su negocio, seguro. Y si además contrataran a una empleada para despachar, sería mano de santo para forrarse, señores. Precisamente el próximo mes viene mi sobrina Jesusa que estaría encantada de colaborar con ustedes.

Venga pues, háganos usted el cartel y que venga a colaborar la Jesusa también, y a ver qué pasa; por probar poco se pierde.

Emilio el Cojo ya tenía terminado el letrero con amplios caracteres y color adecuado cuando acertó a pasar por su casa el padre Damián, párroco del pueblo. El Cojo le mostró su obra y el cura casi se desmaya. El cartel decía así:

Hernesto Pi y ermano, asociados. Benta de bino, orugo, miel y productos del campo. Gilgueros y berderones cazados con red. Camadas de perros de caza y urones. Se hacen trabajos agricolas.

Pero, cuidado que eres bruto, Emilio; aparte de las faltas de ortografía hay actividades que son de tapadillo y que no se pueden anunciar –le sermoneó el padre Damián– ¡A quién se le ocurre poner lo de la caza de pájaros con red, la venta de orujo y la cría de hurones! ¡Has de saber que todo eso está prohibido! ¡A ver si aprendes! Venga, borra todo y te diré qué has de apuntar.

Una vez enmendado, el rótulo decía:

Hermanos Pi, asociados. Venta de vino y miel de cosechero. Productos del campo de calidad. Perros de caza. Se arreglan aperos agrícolas y bicicletas.

Poner el cartel y subir las ventas como la espuma fue todo uno. Y no te digo nada cuando se puso la Jesusa de dependienta: el negocio marchó viento en popa.

La verdad es que la Jesusa era mujer bien compuesta –algún tiquismiquis la tachaba de gorda–, que con su cintura estrecha, sus amplias caderas y demás atributos bien puestos y bien proporcionados atraía y tenía embobado al paisanaje y, sabedora de su gracia, no le importaban las miradas llenas de deseo que era objeto. Es más, Jesusa, halagada, revoloteaba adrede por el almacén y colocaba cosas en las estanterías, o barría la estancia. Sus movimientos rápidos levantaban a veces el ruedo de su falda por encima de sus rodillas dejando ver sus muslos aguerridos y esculturales, o, cuando se inclinaba, también aposta, a coger algo, descubría el comienzo de sus pechos, sueltos y soberbios bajo el ligero atavío de seda. Los clientes, encendidos, la observaban y no perdían ni un movimiento de la dependienta.


La verdad es que a Ernesto Pi, el mariposeo de su esposa Jesusa por el almacén ya no le hacía gracia; ni pizca (la Jesusa, cuando el gigante la pidió en matrimonio, vio que allí había tomate, pasó de romanticismos y dijo que sí, mi amor; en adelante seré la dueña del cotarro, digo… de tu corazón, y te amaré más allá del hasta que la muerte nos separe). Pero lo cierto es que el negocio marchaba y se estaban enriqueciendo. Aun así, Ernesto caía de vez en cuando a deshora por el colmado a ver que carajo pasa aquí. Miraba con altanería a los clientes dándoles a entender que aquí en único que tantea a la Jesusa es mi menda; sépanlo ustedes.

Menos gracia le hizo aún cuando pilló a su esposa con el Quillo en la trastienda en plena faena. Era digno de ver cómo el pajarito agarraba y acometía con fiereza a su Jesusa que se deshacía de gozo (ella veía en su cuñado una insignificancia, pero le apeteció probar a ver qué tal funcionaba un pigmeo, puesto que el grande la tenía desatendida).

Los aldabonazos que sonaron en la puerta del almacén libraron al Ernesto de cometer una barbaridad. Era mosén Damián, que vio entrar al gigante un poco antes y olió la tostada; además, como confesor estaba en el ajo, fue al grano:

—Que digo yo, hijo mío, en nombre de la caridad cristiana, si no te costaría mucho el mirar para otro lado…

— ¿En qué, padre? –Al Ernesto, al ver al cura le desapareció la ira; de golpe.

—En lo que tú sabes, hijo mío… Al fin y al cabo los humanos estamos llenos de flaquezas. Acércate a la parroquia y hablamos en secreto de confesión. Te espero.

Pero, bueno… ¿Se vengó o qué? –Quiso saber uno.

— ¡Hombre…! Vengarse, lo que se llama vengarse, no sé; sería cuestión de indagar. Aseguran que fue a la parroquia y dijo: Ave María Purísima, padre mío, vengo a confesarme.



Vicente Galdeano Lobera