domingo, 24 de diciembre de 2017

Buenas formas

   Don Generoso, maestro escuela, estaba cansado, su salud se resentía y necesitaba bastón para caminar. Al vivir solo, se le hacían cuesta arriba la casa y sus actividades.
   Decidió contratar a un criado pagando poco. El maestro, de generoso sólo tenía el nombre. Contactó con Aniceto, joven veinteañero con pinta de rufián, que no había salido nunca del pueblo y que, haciéndose el tonto, se libró de la mili.
    Aniceto, buen cazador, vivía también solo, a salto de mata, criaba hurones y perros de caza; y si se terciaba, solía “pescar” buenos productos en la huerta del pueblo.
  — Aniceto.
  — Mande usted, don Generoso…
— Mira, había pensado en ti como colaborador en mis quehaceres ordinarios –argumentó don Generoso con sonrisa de oreja a oreja-. Por supuesto que algo te pagaré por tu compañía, Aniceto.
— Mi señor don Generoso, por el respeto que me infunde usted, y más habiendo sido mi maestro, será para mí un honor el servirle; y pondré todo mi empeño en no defraudarle.
    Aniceto había leído algo a autores del siglo de oro; le gustaban y, queriendo emularlos, gastaba ciertas reminiscencias en su forma de expresarse que le aportaban siempre muy buenos resultados; no solía dar puntada sin hilo. Además, sin ser pedante, regalaba los oídos a sus interlocutores.
   —Pues no se hable más, Aniceto –dijo el maestro-, mañana te presentas en mi casa, que perfilaremos los flecos de nuestra convivencia.
   —Mi señor don Generoso, si no es mucho exigir y si usted lo tiene a bien, este humilde servidor quisiera saber detalles de en qué consiste esa colaboración; o, por mejor decir, cuánto me va a pagar.
   Caray, como respira el pollo, pensó el maestro, no es tan tonto como parece.
   —Bueno, bueno… Aniceto, no pienses que pretendo engañarte – contestó airado don Generoso-, de momento vivirás en mi casa y te harás cargo de su limpieza y mantenimiento y de lavar y planchar la ropa; también harás la compra. Y del rendimiento de mi finca, la cuarta parte de los beneficios serán tuyos ¿Qué te parece?
   —Bien, mi señor, pero mi intención es mantener mi negocio de de cría de hurones y perros que me aportan algún beneficio…
   —Por mí no hay inconveniente, Aniceto. Siempre y cuando atiendas debidamente mis asuntos.
   Habían pasado casi dos años y Aniceto en su ocupación no estaba contento del todo. Don Generoso en la escuela le enseñó a contar con los dedos, método que Aniceto aplicaba a rajatabla, y no le salían las cuentas. En el huerto se hartaba de trabajar, y el maestro sin hacer nada arramblaba con los beneficios. Unilateralmente decidió arreglar el asunto asignando al amo una mínima liquidez; compinchado con el almacenero dónde vendía los productos puso en marcha su trama. “Total, don Generoso está gagá y no se enterará”.
 “Mi señor, a las viñas les atacó un hongo y han producido menos vino”, “don Generoso, los frutales sufrieron helada y casi no dieron rendimiento”, “…han robado buena partida de hortalizas, mi señor”; y así.
    Aniceto, al notar cierta abundancia dineraria, comenzó a asistir a la taberna más de la cuenta, renovó su vestimenta y compró un ciclomotor. “Para atender más rápido sus negocios, mi señor”, argumentó.
   Al maestro, que tenía la mosca detrás de la oreja, le fueron con el soplo: “Don Generoso, vigile al zagal que le está mermando el rendimiento de su hacienda…”
      — ¡¿Qué, qué…?! ¿Cómo dice usted, Jeremías?
   —Lo que está oyendo, señor maestro –continuó el informador-, su sirviente se lleva unos tejemanejes con Ambrosio el del colmado, que estoy seguro de que le roba.
Jeremías tenía una muy merecida fama de alcahuete y estaba tras el rastro del Aniceto como un sabueso.
   —No me alarme usted, Jeremías -don Generoso, gran avariento, no toleraba que se le burlaran-, ya andaba yo mosqueado con el medrar del rufián; pero de todas maneras él me presenta todos justificantes tanto de compra como de venta…
   —Sí, sí, todo lo que usted quiera; pero los tenía que haber visto anoche en la taberna al almacenero y el Aniceto que, al ir achispados se les soltó la lengua, estaban negociando una buena partida de cántaros de vino procedentes de su bodega.
   —Pero… si este año hubo poca uva, terció el maestro, tuvieron hongo las cepas…
   —De eso nada, señor; nunca había visto yo unas cepas más repletas de “garnacha” que las suyas. Sepa usted, que buena parte del vino que se despacha en la cantina, procede de su viña. Y le diré más, don Generoso, añadió Jeremías, se ríen de usted sin disimulo; que si “don Generoso no se entera de nada”, “creo que tiene demencia senil”, “de todas maneras, aún le doy demasiado; el trabajo lo pongo yo, por tanto las perras me pertenecen”. Estos comentarios y otros los hacen entre grandes carcajadas.
   Mientra escuchaba al informador, el semblante del maestro pasó de una palidez fúnebre a un rojo extremo, para pasar enseguida por casi todos los colores del Arco Iris.
   Don Generoso no quiso saber más, se fue hecho una furia; quería arreglar cuentas rápidamente con su servidor.
        — ¡Aniceto…!
   —Mande usted, mi señor.
   — ¡Eres un vivalavirgen y un cantamañanas; y te voy a medir las costillas! -dijo el maestro blandiendo el bastón.
   Esta vez Aniceto no replicó con lenguaje cervantino, vislumbró que no serviría de nada. Agarró sus pertenencias y partió a toda marcha con la moto.

Vicente Galdeano Lobera.





   

sábado, 25 de noviembre de 2017

Cambio de chaqueta



    Entre las aficiones de Acisclo Carramiñana, aparte de las tragaperras, jugar a las cartas y empinar el codo, destaca la de no trabajar o, por mejor decir, hacer las peonadas justas para obtener subsidio todo el año. A sus treinta y cinco años, no se le conoce otro oficio, que afanar algo de chatarra y colaborar con algún amigo afín.
    Presume de no haber dado palo al agua nunca. “Para qué, el Gobierno está para quitarles a los ricos y mantenernos a los sin recursos. Además les somos necesarios, sino, haber quien les vota”.
     Entre sus amigos está don Bernardo Chevalier, de origen francés, de cincuenta y tantos y bastante vago. Bernard ejerce de conserje en una finca y agarra todo lo que puede de material eléctrico y de limpieza; eso sin contar que trapichea y practica mordida con proveedores y alquileres. Don Bernardo avisa a Acisclo cuando tiene que adecentar los aparcamientos de la propiedad, dándole algún dinero. Se envidian mutuamente Acisclo y Bernardo, pero se juntan casi todas tardes en el bar a darle a las máquinas y al alpiste.
    —No entiendo, Bernardo, para qué quieren el dinero los ricos –tenían sus conversaciones filosóficas y buenos deseos de arreglar el España- Yo, sin ir más lejos, con tal de tener lo justo, repartiría mis riquezas con los necesitados…
    — ¡Qué bueno eres, Acisclo! ¡Personas como tú necesita el mundo! Si es que son todos unos avariciosos; empezando por los políticos, están en el cargo para forrarse y, de paso, para exprimirnos a los currantes.
    —Pues lo que es a mí, poco me exprimirán. Más bien, nada.
    Mientras libaban, iban subiendo el tono en el hablar. Acisclo estaba eufórico, le habían concedido seis meses más de prestación, y había sacado una pasta con la chatarra. Para colmo había conseguido el máximo, quinientos euros, en la tragaperras. “Soy el rey del mambo”, pensaba.
    —Acisclo, ¿has vendido las participaciones del “Niño”? –Era Merche  Altabás, que ayudaba en el bar y hacía la limpieza en la Peña Recreativa adonde pertenecían Acisclo y su amigo-, dice el tesorero que te avise, mañana hay que entregar el dinero y las papeletas sobrantes.
    —Lo he vendido todo. Mañana llevaré las perras.
    La verdad es que Acisclo, entre la viruta que había reunido y un poco borracho que iba, se hizo el potentado y al día siguiente soltó el dinero y se quedó toda lotería. “Con mi poder adquisitivo, no es cuestión de ejercer de lotero por ahí”.
   El día de Reyes, Acisclo estaba durmiendo la mona. Llamaron a su casa, era don Bernardo.
    — ¡Acisclo! ¡Acisclo! ¡Somos ricos! ¡Ha tocado el Gordo en la lotería de la Peña! ¿Cuántas papeletas llevas?
    — ¡Jopee! ¡¿No será pitorreo?! ¡No vendí ni una! Tengo las cinco series…
    — ¡Somos ricos, Acisclo, -don Bernardo varió el tono de voz, le corroía la envidia- y tú, multimillonario!
     En adelante, en las conversaciones entre ellos, ya no sacaban a relucir el altruismo. A Acisclo en bien ajeno le importaba un rábano.

Vicente Galdeano Lobera.

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viernes, 27 de octubre de 2017

Habilidad

  

 Se dice que cada persona es un mundo; así mismo, cada cual posee una habilidad distinta, dibujar y pintar, tocar la flauta, manejar el sable, ir en patinete, jugar al ping pong… Incluso los hay expertos en tocar las narices.
   A este último apartado pertenece un personaje con el que coincidí días atrás.
   Comarca aragonesa; después de un garbeo visitando una torre defensiva antigua, y andar buen trecho por pitañares en expedición arqueológica con algún resultado, recabamos sobre las dieciséis horas para preparar el ágape, en un digno refugio público junto al río con abundante arbolado y manantial. Todo muy decente, tiene también quemadores para hacer fuego y está al abrigo de un pueblo con sabor medieval.
   Somos seis, unos van por leña y encienden buena charada para la parrilla y calentarnos. Otros, las mujeres, ponen la mesa y yo preparo las viandas.
   Así estamos cuando irrumpe en escena el protagonista de marras con su perro. El animal se adentra en la estancia sin miramientos, dirigiéndose a la chica más guapa que lo acaricia; no era tonto del todo el bicho.
    ¡Buenaaaas…! Pero ¿Cómo han entrado ustedes? ¡Seguro que han roto el candado! –suelta el fulano a modo de saludo. Era un cincuentón con tabardo de colorines, una garrota y calzado de campo. Usaba semblante serio con intención de imponer; pero solo causaba risa.
    Buenas; No, señor, no. Estaba abierto, contestamos, hemos venido otras veces. Entendemos que no importunamos. –Mientras, el perro merodeaba por la estancia molestando y esparciendo mal olor. De milagro no se llevó una patada.
    Vienen ustedes de la ciudad y se creen con derecho a todo; pues no, señor. Me veo con obligación de informar al consistorio. Deberían haber solicitado permiso. –El guripa se crecía y comenzaba a ponerse pesado.
    Señor, soy Morales, y estos son mi familia ¿A quien tengo el gusto de dirigirme? Dijo el cabecilla.
    Pues yo soy el señor Jesusón, oficial barredor, me dedico también a evitar actos vandálicos en el pueblo y avisar al alcalde de cualquier novedad. Esto último, de manera altruista. –Aclaró.
    Bien, señor correveidile, digo… señor Jesusón; por nosotros puede usted avisar al consistorio y a María Santísima y, si quiere, se puede marchar a chiflar a la vía. Hemos venido a pasar la tarde y no tenemos vocación de romper ni de ensuciar nada ¿Entiende? Además no hay indicación que prohíba entrar.
    Oigan, que yo no les acuso de nada, -el fulano comenzaba a plegar velas- simplemente les conmino a que cuiden el mobiliario.
   El hombre, aún romanceó algo más, pero al notar que lo ignorábamos, emprendió la retirada casi sin despedirse, con el rabo entre las patas y con el perro al lado.
   En la sobremesa, uno del pueblo nos informó que el tal Jesusón era empleado de una subcontrata, propiedad de un concejal, que hacía la recogida de basuras en varios pueblos de la comarca. Pretendía, llevando delaciones al ayuntamiento, que lo contrataran al menos de bedel. Por otra parte, añadió el informador, a Jesusón después de comer su mujer siempre lo echa de casa; porque al tumbarse en el sofá, comienza a roncar y no deja escuchar la tele. Y en la cantina tampoco es bien recibido; jugando a las cartas hace trampas y en alguna ocasión ha “cobrado”.
   Por eso, el señor Jesusón aprovecha cuando vienen forasteros para realizar su habilidad. Otra cosa es que le hagan caso.

Vicente Galdeano Lobera. 





viernes, 8 de septiembre de 2017

Zapato a medida



    —No, señor, no. No le puedo rebajar el precio; está más que ajustado…
    Estaban dos hombres hablando en un  habitáculo acristalado ubicado en el patio de una comunidad de vecinos. Negociaban el alquiler de un aparcamiento. El que hablaba, cerró un cuaderno con apuntes relativos a la propiedad y se levantó arrastrando su asiento.
    —Bueno, pues facilíteme usted contacto con el dueño; seguro que con él, llegaré a un acuerdo.     
   .El interesado era el titular de un bar en los bajos del edificio.
    —Que le digo que no; para eso estoy yo. Usted me paga a mí y ya puede meter su
    coche; y no se preocupe de más. Yo le reintegraré el dinero al propietario.
    — ¿Sabe lo que le digo? Que buscaré otra plaza; el garaje es grande y hay muchas.
    —Si quiere aparcar en esta casa, las plazas las controlo yo. Puede hacer usted lo que
    guste.
    Don Rosendo, recordaba esa conversación de hacía casi dos años con el dueño del bar de copas demandante del aparcamiento. Le había alquilado, por fin, la plaza, pero luego no le pagaba. Se dio cuenta, tarde, de que había encontrado el zapato de su medida.
    Los primeros seis meses, el barman pagó con puntualidad, pero poco a poco comenzó a no pagarle dándole largas y buenas palabras. –No fastidies, que yo ya le aboné al dueño de mi bolsillo- Rosendo, había soltado la mosca para que el propietario no se enterara de sus manejos. El caso es que se había acumulado un monto de más de un año sin cobrar una perra.
    Don Rosendo se decidió; eran las dos de la madrugada, le tenían que pagar. Iba un poco beodo pero entró en el local lujosamente ambientado y muy acogedor. Ignorando a dos rozagantes camareras que se acercaban solícitas y sorteando mesas y clientes, fue directo al dueño que estaba junto a la caja registradora.
    —Vengo a cobrar, me debes más de un año de alquiler…
    El otro ni se inmutó. Lo había calado bien.
    —Bien ¿Has traído la factura confeccionada con el NIF, el IVA y demás?
    Preséntamela  y ahora mismo te la abono.
    —Yo no tengo nif ni naf; y en cuanto al "iba", vengo; me tienes que pagar o armo la marimorena…
    Don Rosendo iba alzando la voz para reafirmarse en su demanda.
    No pudo argumentar más.  Dos “gorilas”  lo sacaron a empujones del establecimiento, advirtiéndole que la próxima vez que incordiara, le darían de ostias.
     El conserje, no se conformaba con afanar material eléctrico y de limpieza de la comunidad para luego venderlo. Además estaba acostumbrado a embolsarse porcentajes abusivos en los alquileres y buenas propinas de los proveedores. Tropezó con hueso.
    Le costó asimilar que en la vida se tropieza, a veces, con dificultades.
    Menos mal que el del bar traspasó el negocio y se fue. Sin pagarle, claro.


 Vicente Galdeano Lobera


jueves, 24 de agosto de 2017

Me vengo rápido

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   Paquitín Rosique, taxista, con sus ciento veinte kilo de peso, uno ochenta de alzada y cejijunto, parece un ogro, sólo con la mirada espanta. Da la impresión que si saca la mano a pasear conlleva visita obligada al hospital o al tanatorio.
   Hace unas noches se montaron en su taxi cuatro individuos con mala pinta; Paquitín estuvo a punto de bajarlos a tortas, pero “en fin, me arriesgaré”, pensó. Justo al dejarlos en un barrio de mala catadura, comenzó la danza:  
   —Que no te pagamos, oyes –dijo uno con chulería-, “semos mu pobrecicos” y tú eres rico, añadió.
   Paquitín previsor, llevaba siempre herramienta adecuada debajo del asiento para esta clase de emergencias. Anteriormente había sufrido trances parecidos.
   —Vale, vale –contestó-, ya que no pagáis, os aseguro que vais a cobrar.
   En un santiamén los repasó a patadas y fustazos a los cuatro; y los deleitó también con recias palabras. Al ruido de la escandalera, acudieron al lugar diez fulanos equipados con navaja; sin intención de acariciarle. Paquitín, ante el exceso de contrincantes, optó por escapar veloz con su coche; no sin antes espantarlos y hacerles probar el sabor de los zurriagazos a los más cercanos atacantes.
   Sorpresa se llevó el taxista al recibir citación del Juzgado pasado un tiempo. Los sujetos le habían denunciado por agresión.
   En la vista, a su señoría no le cuadraba del todo el número de agresores: uno contra catorce; preguntó a los denunciantes, si no se habrían equivocado al contar. Parece excesivo que uno zurre a tantos.
   El defensor de oficio de los maleantes en las alegaciones de sus defendidos espetó que el taxista juró vengarse. A lo que, en su turno, Paquitín manifestó: “Jope, señoría, es que el asunto prometía mal desenlace; si no me vengo rápido, me dan para el pelo”.
   El señor juez recetó cuatro meses de cárcel para cada uno de los denunciadores, dejando libre de cargos a Paquitín.

 Vicente Galdeano Lobera.

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lunes, 24 de julio de 2017

Mal casada

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   Un mal casamiento puede producir situaciones no muy agradables. Marita comenzó su noviazgo con Andrés, joven apuesto y de cierta posición, con quien suponía compartiría su vida y felicidad.
   En toda persona existe una dosis de imaginación, de ternura, de cariño, de buenos y malos sentimientos… que en un momento dado hay que verter sobre alguien. El deseo, la lascivia y la lujuria, no son excepción.
   Marita era hembra bastante guapa, a primera vista, pasaba desapercibida, pero a poco que te fijaras, veías que tenía un halo de atracción irresistible a los hombres. Desde sus andares, la forma pudorosa de sentarse recogiendo su falda, verla saborear un helado, la brisa moldeando en el vestido su delicada figura marcando sus relieves y sus pechos de caramelo; todo en ella, aun si pretenderlo, era atractivo y sensual. A su paso se llevaba miradas llenas de deseo… con un gesto hubiera sometido al más ufano donjuán.
 Y allí la tenías, amarrada a Andrés guardando las formas y el debido respeto a su vínculo.
   Andrés era un sujeto bastante vulgar, no se sabe si tonto de nacimiento o por vocación; no apreciaba la mujer que tenía, cumplía su deber marital –eso decía él- en un instante, sin preámbulo, sin aderezarlo con palabras bonitas para su esposa, sin producir en ella una brizna de placer. Él se saciaba pronto, no culminaba, sólo la manchaba.
   En el amor, el contrato es libre; se inicia con un chispazo y puede acabar igual de rápido. El chispazo saltó en este caso para iniciar un idilio que a Marita la satisfacía plenamente.
   El marido, como ocurre siempre, fue el último en enterarse; no se lo creía.
   Con discreción la siguió, vio con sus ojos con quien se la pegaba; vio también la manera que trabajaba a su esposa,  mejor dicho, cómo se trabajaban y acariciaban mutuamente. La vio vestida sólo con sus espléndidos y larguísimos cabellos negros y pudo contemplar al amante recorrer la magnífica topografía de Marita con la lengua y con las manos acariciándola toda y susurrándole palabras dulces al oído con una delicadeza y ternura que él no creía posible. En un momento dado, culminaron en un abrazo y rodaron en un enredo de brazos y piernas, y besos y suspiros y palabras de amor que él no había oído ni dicho jamás.
   Emprendió la retirada. Lo vio claro, por el hecho de ser consorte una persona no es dueña de otra. Se propuso aprender.


Vicente Galdeano Lobera.

jueves, 15 de junio de 2017

Carrerón



   La niñez es una vitrina donde se van colocando cosas que, cuando convenga, se pueden volver a mirar; y se puede también, interpretando su contenido, leer como en un libro abierto no sólo la infancia, sino lo que promete ser la persona de mayor.
   Sobre los nueve años, se ve claramente en las formas de un infante, trazas inconfundibles de cómo será su figura de adulto. En cuanto al rostro, siempre se dice que es el espejo del alma.
   Con Seveldino Casamián, esta regla se cumplió a rajatabla, de pequeño era esmirriado, para convertirse en un adolescente desgarbado y terminar en un adulto pequeño y casi calvo.
   Seveldino era niño de ojos vivarachos con mirar esquinado; de carácter inquieto y  muy travieso, daba abasto para incordiar a todo dios. Era especialista en cazar insectos y bichos diversos para mantenerlos vivos en cautividad. Vayan un par de muestras de su actividad: En cierta ocasión en clase de catequesis, soltó una docena de grillos gordos que portaba en una cajita de cartón; y aprovechando el alboroto, liberó también una rana, grande como la palma de la mano, que comenzó a dar saltos posándose encima de doña Obdulia, la catequista. Se desmayó y tuvo que venir el médico para reanimarla.
   Otra vez que don Isidoro, el maestro, le arreó unas buenas tortas por perturbar en clase, Seveldino se la guardó y, como venganza, introdujo por la ventana del cuarto del docente un avispero como una boina y una culebra de agua. Don Isidoro, sin titubear, salió de estampida seguido por unas cuantas avispas; vestido, se tiró de cabeza al abrevadero; aun así no pudo evitar picotazos que lo mantuvieron con hinchazón unos días. Intervino la Guardia Civil, pero Seveldino corría como un gamo y no le alcanzaron; ni lo encontraron.
   A los días, cuando regresó al pueblo, se habían calmado los ánimos y quedó sin castigo. “Chiquilladas, ya se enmendará al crecer”.
   Derivó en un adolescente retraído para convertirse en un adulto con más astucia que un zorro, dotado de abundante gramática parda que cuando la ocasión lo requería, sabia ser mudo como un poste.
   Estas cualidades no pasaron desapercibidas a personas influyentes de la localidad; le confiaban quehaceres que requerían tacto y discreción. Pagándole muy bien, claro.
   Seveldino, sin asistir a la Universidad, hizo carrera.


Vicente Galdeano Lobera.

martes, 16 de mayo de 2017

Modernidad



   ¡Hala… por fin se ha ido! Era lo que deseabas ¿No? Pues ya lo conseguiste; libertad para todo. Podrás relacionarte sin tapujos con el maromo ese con pinta chulo-putas al que haces ojitos. Algo te dice que ese fulano, que no te desagrada, tiene malas pulgas y la mano suelta; cuando pase el cortejo lo comprobarás. No sé, no sé. Pero, bueno, es lo que se lleva hoy en día: violencia. Y tú eres muy moderna. Tan moderna que decidiste separarte asesorada por tus amigas, “No tienes porqué soportar a ningún hombre, tienes derecho a ir cambiando de compañero; además te pagará pensión para ti y tus hijos. Es legal, cientos de mujeres lo hacen todos días”.
   Todo muy actual, mujer de rompe y rasga. Ahora podrás floretear a tu antojo siendo los niños mayores. Mantenida y eligiendo compañía, te sentirás realizada a tope; sin obligaciones, sólo acicalarte. Todo muy ejemplar.
   Otra cosa es que tus hijos soporten ese cuadro; se irán, o te echarán a ti, Lo ves venir. Tus amistades lo celebran y te animan, pero algo dentro de ti te quita el sosiego, te vienen oleadas de melancolía, y un nudo constante en la garganta.
   Obras mal y lo sabes. Mentir a los demás es fácil; mentirte a ti, imposible.
   Recuerdas cuando le comunicaste tu insólita decisión: “Quiero separarme…” él se quedó parado, no se lo esperaba, estuvo a punto de derrumbarse, le conocías bien; se dio la vuelta y salió del cuarto para que no le vieras llorar. Te había puesto el desayuno y ordenado la ropa del tendedor; tenía detalles como estos y otros que sabía de tu gusto. Nunca se lo agradeciste.
   Te extrañó el giro de actitud de tu marido; después de ausentarse por trabajo una semana, te facilitó de manera sencilla la cantidad que tendría que pagarte al mes.
   —Pero ¿y tú cómo vivirás?, te queda insuficiente…
   —No te preocupes, en la cabina del camión haré mi vida; necesito poco.
   Se comprobó posteriormente que tu marido no era moderno; eso de pagar a su ex por divertirse y quedarse con la casa y permanecer él en la penuria no lo comprendía… no era moderno.
   Te llevaste sorpresa cuando no recibiste lo acordado. Al indagar descubriste que él, después de “limpiar” la cartilla, se despidió del trabajo y se dio a la buena vida mientras duró la pasta. Luego, él tiró por la calle de en medio.

Vicente Galdeano Lobera.


martes, 4 de abril de 2017

Doctor en desvergüenza



   ¡Uf…! Ya estoy en mi tierra. En este mes de asueto intentaré relajarme y desconectar. Últimamente, mi alumna predilecta estaba un pelín pesada. Recuerdo la escena en nuestra última cita del curso; noté como si mi Martita quisiera decirme algo, pero sin decidirse.
   —Heriberto, si me quedara embarazada… ¿Te casarías conmigo? –Me soltó sin venir     muy a cuento.
   —Claro que sí, princesa; -dije por contentarla- abandonaría a mi familia y viviría contigo. Y cuando termines tu carrera te convertirías en mi ayudante. –añadí.
  —  ¡Oh, Heriberto! ¡Qué feliz me haces sentir…, y cuánto te quiero!
   ¡Oye, pero… ¡¿No estás encinta, verdad?! Con las precauciones que tomamos, es
Imposible.
  ¿Eh…? -Tardó un poco en contestar- No; no creo, vamos.
   Martita asiste a mi clase, no vale gran cosa pero tiene unos pechos y unas caderas irresistibles. Me gusta solo para satisfacerme; como pago, yo le apruebo los exámenes. Además, yo no la busqué; se me ofreció en bandeja, y uno no está para desaprovechar ocasiones. En cualquier caso, si se queda preñada que aborte, que es legal; pero que no me maree. Porque si le veo las orejas al lobo, pongo tierra por medio y que me echen un galgo. Lo tengo claro, yo no cargo con el mochuelo.
   No voy a ser tan torpe como el profesor Carrascón, que una docente le reclamó la paternidad de su hijo y él, sin comprobaciones, dijo a todo que sí; con intención de seguir beneficiándosela, claro; y ahora sin catarla, está pagándoles manutención a ella y al niño. Eso sin contar que una noche en un callejón, sin saber cómo ni quién, le administraron una somanta palos que aún le cambia la color cada vez que varía el tiempo. Denunció, pero entre la falta de pruebas y la presunción de inocencia en vigor, la señora juez decretó sobreseimiento. Ah, y de propina su esposa e hijos lo echaron de casa y también les esta pagando el sustento.


 Vicente Galdeano Lobera.


miércoles, 1 de marzo de 2017

El pájaro aprovecha el momento



   Jacinto, chofer muy experto, defendía a capa y espada a su prole; siempre tenía en la boca: “Con el pan de mis hijos no juega nadie”. Empleaba esa muletilla a menudo; incuestionable, si se quiere. Y, claro, como no solo de pan vive el hombre, decidió que una arroba de naranjas de vez en cuando, no iría nada mal del todo para enriquecer la dieta de sus niños. Y más pasando muchas veces por una comarca mediterránea con un mar inmenso y muy verde de naranjos, que sus frutos destacaban como adornos navideños, -se veía todo muy bien desde la cabina del camión- decidió que cuando descargara la mercancía en una industria de Almusafes, de regreso hacia casa, recolectaría un talego.
   Ya de vuelta, al llegar al lugar, Jacinto vio un detalle que iba a facilitar su negocio; divisó dos camiones  estacionados como de casualidad cerca del naranjal. Aparcó más atrás y observó que no estaban los conductores. Sin duda eran personas muy preocupadas también por la dieta de su familia y habían pensado lo mismo que Jacinto; es más, se le habían adelantado.
   Con la seguridad de quien conoce bien el percal, Jacinto se adentró unos setenta metros entre frutales, ribazos y riegos secos hasta que, efectivamente, bien camuflado entre el follaje, divisó a dos pájaros de su calaña, Peterete y Gorilón, compañeros suyos, llenando un saco de naranjas.
   No fue con rodeos…
    ¡¡Buenas tardes, señores!! -Dijo Jacinto con voz estentórea, al tiempo que montaba una navaja cabritera con ruido amplificado por los árboles-. (A los del saco, el clic clac de la navaja les pareció que accionaban el cerrojo de un “Máuser”).
    ¡¡Si no quieren que les pegue dos tiros –continuó Jacinto- dejen el saco como está en el suelo, y se vayan enseguida…!!
   Los del saco quedaron paralizados, no veían a nadie. Decidieron obedecer y dejando el botín, escaparon a toda marcha. Por si acaso. Al rato se escuchó el motor de los camiones que partían.
   Jacinto, con la satisfacción del deber cumplido, agarró el saco y se dirigió a su vehículo. Como pájaro del mismo bardal, había aprovechado el momento para robar a ladrones.

Vicente Galdeano Lobera.


jueves, 2 de febrero de 2017

Restauraciones, pronunciamientos y demás



 En el pasar de la Historia, a distintos tramos de tiempo, entre uno y varios años, se les pone nombres sonoros según quien barandea el asunto. Ahí tenemos en el siglo XIX buena muestra de ello; que si Sexenio Absolutista, Democrático; Trienio Liberal, Década ominosa, Moderada; Bienio Progresista, Moderado; Unión Liberal, Regencias varias… y habría para rato. Estos periodos suelen afectar más bien a las consabidas camarillas de parásitos que aprovechan la coyuntura política para medrar al sol que más calienta sin importarles un bledo la honra que tanto nombran y, mucho menos, el pueblo llano, que es quien se lleva los palos y las miserias.
    Iba Elisenda Estébanez de regreso a su aldea, que distaba una media hora de la casa solariega donde se empleaba en domar a dos niñas, más bien dos bestezuelas, como institutriz. El paraje estaba todo nevado, pero habían retirado la nieve del camino y daba sensación de caminar por el cauce de una ancha acequia en seco. Al estar todo helado, por lo menos no había barro; la zona ganaba en hermosura, y al ser el día claro, su blancura casi dañaba los ojos.
    Enero 1875; echando la vista siete años atrás, recordó que desde el comienzo de su trabajo –cuando La Gloriosa en 1868, que Isabel II tuvo que marchar de España-, apenas había cambiado nada, al menos en la comarca; siempre el mismo camino, la misma rutina… Bueno, sí; algo se notaba, las niñas ya tenían diez y doce años, y ella rebasaba ya los treinta. Marchaba acompañada de estos pensamientos cuando la alcanzó un pequeño carruaje; era don Samuel Quintanar, mediano hacendado de la comarca que frisaba ya los cincuenta. Le gustaba de veras Elisenda, pero de natural muy retraído, jamás le “habló”. Sólo se lo daba a entender con excesivos detalles amables y miradas; pero no pasaba de ahí. Si le hubiera ido de cara, Elisenda seguro que no lo hubiera rechazado.
    —Buenas tardes, Elisenda; suba conmigo, la acercaré hasta su casa y, de paso se lleva una cesta con nueces y almendras de las que traigo de mi almacén.
    Sorpresa se llevo ella. Atenta a sus meditaciones no lo había sentido llegar.
    —Don Samuel, usted siempre tan amable. No tiene porqué molestarse…
    —Es más bien un placer; suba, suba. –Elisenda se recogió el vestido y, ayudada por Samuel, subió al pescante- La veía muy pensativa, ¿algún problema?
    — ¡Ah, no! ¡Lo normal! Iba rumiando que a nosotros los cambios de gobierno no nos afectan, nos siguen dando palos igual.
    —Pues yo tengo la esperanza que con el nuevo rey don Alfonso XII, algo mejorará la vida de los españoles. Ha estudiado en Francia, Suiza e Inglaterra, espero que lleve la nación por buenos derroteros, que buena falta hace.
 —Como no meta en cintura a las excesivas camarillas, arreglados estamos. Además, soy desconfiada, le apodan el Puigmoltejo; en otros tiempos no lo habrían proclamado heredero. Mire usted el episodio de Juana la Beltraneja; y, más cerca, el de don Carlos II el Tonto. Y también –Continuó Elisenda- seguro que es mujeriego, como todos los de su estirpe… Y pagándole las rameras el pueblo; como siempre.
    — ¡Uy, uy, uy, uy! ¡Qué cosas dice, Elisenda…! Y qué instruida está usted –se escandalizó Samuel, que siempre estaba a favor del poder establecido- No denigre de la realeza, según quien la escuche le puede traer complicaciones. Recuerde a Castelar, por criticar “El Rasgo” de Isabel II le quitaron la cátedra.
    Mientras sea verdad, pensaré y diré lo que me plazca, con arreglo a mis convicciones, se dijo Elisenda.
    Ya en su casa, Elisenda dio rienda suelta a maldecir la plaga de políticos insaciables que sufría España. Le producían verdadero asco, teniendo la sensación de estar gobernada por una banda de ladrones, dando por sentado que en la ignorancia se viviría con las mismas penurias. Pero más feliz.


 Vicente Galdeano Lobera.

lunes, 2 de enero de 2017

Suspicacia



    Demetrio trabajaba en una Compañía estatal desde los dieciséis años, pero al desaparecer el monopolio, la empresa sufrió un periodo de adaptación obligando a sus empleados a ponerse al día; lo que conllevaba el manejo de la informática, los temidos turnos de mañana, tarde y noche y, lo que es peor, reducción de plantilla. Demetrio hacía siete años que sufría, sin aclimatarse, los turnos. Además, al cerrar las instalaciones de la empresa en su ciudad, tuvo que cambiar de domicilio. Tenía muchas ganas de jubilarse. “Que trabajen los jóvenes”.
    Acababa de cumplir los sesenta, cuando dos señores con abultadas carteras se personaron en su trabajo; identificándose como altos ejecutivos de la Sociedad. Era dieciocho diciembre de 1998.
    No anduvieron por las ramas y fueron derechos al asunto a tratar con una sonrisa que a Demetrio le pareció forzada, la vio con los matices de un nublado cuando amenaza pedrisco. Por otra parte, esa sonrisa y otras, las requerían su profesión diplomática.
    —Mire usted, Demetrio, en nombre de la Entidad, le ofrecemos la oportunidad de jubilarse…
    Ramón quedó parado mirando al suelo sin saber qué decir. Era lo que estaba deseando desde hacía tiempo. Haciéndose el interesante, sin venir a cuento, respondió más o menos: —Es que llevo en la empresa cuarenta y cuatro años, y uno tiene cierto cariño a su ocupación y, seguro que no sabré emplear mi tiempo en casa…
    —Por supuesto que esta prejubilación será remunerada; le ofrecemos veintiún millones de pesetas (era en 1998) y, coparticipando con el Estado, recibirá trescientas mil de sueldo hasta que cumpla los sesenta y cinco. Después, por conducto reglamentario, pasará usted a cobrar la pensión reglamentaria según cotización.
    ¡Caray! Pues cuando me ofrecen eso, seguro que merezco más, pensó Demetrio.
    —Agradezco sus ofrecimientos, señores, pero son muchos años y lo tendré que pensar unos días. Considero  la Empresa, como parte de mi familia y me cuesta decidirme. ¿No podrían redondear hasta los veinticinco millones?
    —Imposible, Demetrio, la empresa nos ha marcado unos parámetros que no podemos modificar al alza.
    Le recomendaron que lo reconsiderase, veintiún millones no están nada mal “Y nos dé contestación antes del día veintiocho, por favor. Si rechaza la oferta, no pasa nada; continúa usted en su trabajo y santas pascuas. Ya nos informará”.
    En toda la entrevista no perdieron su rictus sonriente ni un instante; se les veía a gusto con su ocupación asesora. Pero a Demetrio, la alegría con que departían no le convencía, la coloreaba siniestra, como de hiena; no se fiaba.
    Expuso el asunto a sus hijas, era viudo.
    —Pero, papá, ¡¿Estás tonto, o qué?! agarra la pasta y corre. En tranquilidad vas a ganar más.
    —Sí, pero voy a esperar a después de Reyes; ya más tranquilo negociaré para que suelten más dinero. Están deseando largar a los viejos para evitarse pagar antigüedad.
    El diez de enero se personó Demetrio en la delegación. A sus requerimientos le atendió una joven muy guapa con una amplia sonrisa que a él le pareció franca, se le antojaba con los colores más frescos de la primavera.
    Le contestó que sí, que podía jubilarse perdiendo un porcentaje por cada año que faltaba hasta los sesenta y cinco; quedando su pensión mermada. La oferta era para cerrar el ejercicio fiscal anterior; la Compañía había cerrado el grifo de las prejubilaciones y que de los veintiún millones nada de nada. “Lo siento, caballero”.
    Demetrio, con gran pesar, continuó en su trabajo hasta los sesenta y cinco.


 Vicente Galdeano Lobera.