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Un mal casamiento
puede producir situaciones no muy agradables. Marita comenzó su noviazgo con
Andrés, joven apuesto y de cierta posición, con quien suponía compartiría su
vida y felicidad.
En toda persona
existe una dosis de imaginación, de ternura, de cariño, de buenos y malos
sentimientos… que en un momento dado hay que verter sobre alguien. El deseo, la
lascivia y la lujuria, no son excepción.
Marita era hembra
bastante guapa, a primera vista, pasaba desapercibida, pero a poco que te
fijaras, veías que tenía un halo de atracción irresistible a los hombres. Desde
sus andares, la forma pudorosa de sentarse recogiendo su falda, verla saborear
un helado, la brisa moldeando en el vestido su delicada figura marcando sus
relieves y sus pechos de caramelo; todo en ella, aun si pretenderlo, era
atractivo y sensual. A su paso se llevaba miradas llenas de deseo… con un gesto
hubiera sometido al más ufano donjuán.
Y allí la tenías,
amarrada a Andrés guardando las formas y el debido respeto a su vínculo.
Andrés era un
sujeto bastante vulgar, no se sabe si tonto de nacimiento o por vocación; no
apreciaba la mujer que tenía, cumplía su deber marital –eso decía él- en un
instante, sin preámbulo, sin aderezarlo con palabras bonitas para su esposa,
sin producir en ella una brizna de placer. Él se saciaba pronto, no culminaba,
sólo la manchaba.
En el amor, el
contrato es libre; se inicia con un chispazo y puede acabar igual de rápido. El
chispazo saltó en este caso para iniciar un idilio que a Marita la satisfacía
plenamente.
El marido, como
ocurre siempre, fue el último en enterarse; no se lo creía.
Con discreción la
siguió, vio con sus ojos con quien se la pegaba; vio también la manera que
trabajaba a su esposa, mejor dicho, cómo
se trabajaban y acariciaban mutuamente. La vio vestida sólo con sus espléndidos
y larguísimos cabellos negros y pudo contemplar al amante recorrer la magnífica
topografía de Marita con la lengua y con las manos acariciándola toda y
susurrándole palabras dulces al oído con una delicadeza y ternura que él no
creía posible. En un momento dado, culminaron en un abrazo y rodaron en un
enredo de brazos y piernas, y besos y suspiros y palabras de amor que él no
había oído ni dicho jamás.
Emprendió la
retirada. Lo vio claro, por el hecho de ser consorte una persona no es dueña de
otra. Se propuso aprender.
Vicente Galdeano Lobera.
Pues me gusta. Con unas cucharadas menos de socarronería y con unas gotas de sensibilidad apreciables. El autor es un caballero aún ejerciendo de narrador. El erotismo se diluye cuando la ternura en la mujer y la autocrítica en Andrés dan justificación al placer que es un bien en una pareja en la que ambos se entregan. Al grano, se agradece que nos regales estos granos de mostaza que luego germinan en árboles que agitan las neuronas con la reflexión.
ResponderEliminar¡Caray, José...! ¡>Qué buena explicación! El análisis que haces es para enmarcar. Celebro que te guste. Un abrazo.
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