lunes, 24 de julio de 2017

Mal casada

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   Un mal casamiento puede producir situaciones no muy agradables. Marita comenzó su noviazgo con Andrés, joven apuesto y de cierta posición, con quien suponía compartiría su vida y felicidad.
   En toda persona existe una dosis de imaginación, de ternura, de cariño, de buenos y malos sentimientos… que en un momento dado hay que verter sobre alguien. El deseo, la lascivia y la lujuria, no son excepción.
   Marita era hembra bastante guapa, a primera vista, pasaba desapercibida, pero a poco que te fijaras, veías que tenía un halo de atracción irresistible a los hombres. Desde sus andares, la forma pudorosa de sentarse recogiendo su falda, verla saborear un helado, la brisa moldeando en el vestido su delicada figura marcando sus relieves y sus pechos de caramelo; todo en ella, aun si pretenderlo, era atractivo y sensual. A su paso se llevaba miradas llenas de deseo… con un gesto hubiera sometido al más ufano donjuán.
 Y allí la tenías, amarrada a Andrés guardando las formas y el debido respeto a su vínculo.
   Andrés era un sujeto bastante vulgar, no se sabe si tonto de nacimiento o por vocación; no apreciaba la mujer que tenía, cumplía su deber marital –eso decía él- en un instante, sin preámbulo, sin aderezarlo con palabras bonitas para su esposa, sin producir en ella una brizna de placer. Él se saciaba pronto, no culminaba, sólo la manchaba.
   En el amor, el contrato es libre; se inicia con un chispazo y puede acabar igual de rápido. El chispazo saltó en este caso para iniciar un idilio que a Marita la satisfacía plenamente.
   El marido, como ocurre siempre, fue el último en enterarse; no se lo creía.
   Con discreción la siguió, vio con sus ojos con quien se la pegaba; vio también la manera que trabajaba a su esposa,  mejor dicho, cómo se trabajaban y acariciaban mutuamente. La vio vestida sólo con sus espléndidos y larguísimos cabellos negros y pudo contemplar al amante recorrer la magnífica topografía de Marita con la lengua y con las manos acariciándola toda y susurrándole palabras dulces al oído con una delicadeza y ternura que él no creía posible. En un momento dado, culminaron en un abrazo y rodaron en un enredo de brazos y piernas, y besos y suspiros y palabras de amor que él no había oído ni dicho jamás.
   Emprendió la retirada. Lo vio claro, por el hecho de ser consorte una persona no es dueña de otra. Se propuso aprender.


Vicente Galdeano Lobera.

2 comentarios:

  1. Pues me gusta. Con unas cucharadas menos de socarronería y con unas gotas de sensibilidad apreciables. El autor es un caballero aún ejerciendo de narrador. El erotismo se diluye cuando la ternura en la mujer y la autocrítica en Andrés dan justificación al placer que es un bien en una pareja en la que ambos se entregan. Al grano, se agradece que nos regales estos granos de mostaza que luego germinan en árboles que agitan las neuronas con la reflexión.

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    1. ¡Caray, José...! ¡>Qué buena explicación! El análisis que haces es para enmarcar. Celebro que te guste. Un abrazo.

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