sábado, 28 de septiembre de 2019

Fantasmas




—Pues no, Bustos. Se le han adelantado; acabo de abonar a mi patrona tres meses que le debía. Me amenazaba, la muy ladina, con dejarme sin cenar esta noche – don Severo esquivó con astucia el sablazo del deportista-. Siento no poder ayudarle. En cambio puedo aconsejarle muy bien; también entretenerle con historias y leyendas más o menos reales… Incluso puedo cantarle canciones para que se duerma, pero dineros, nanay.
Porfirio Bustos, andaba tieso y acostumbraba a pedir dinero a cualquier incauto. Lo malo es que tenían el repertorio demandador ya muy oído, y los primos escaseaban.
Porfirio Bustos, cuarentón, presumía de ser gran atleta, conocedor y practicador de varias ramas deportivas. A saber: boxeador, luchador, cazador, pescador; incluso especialista en equitación y esgrima… Bueno, el sable sí lo manejaba bien. No desperdiciaba ocasión para ejercitarse. Estando sentado, o en autobús, o en cualquier sala de espera, sin venir a cuento, ahí tenías a Porfirio haciendo estiramientos, flexiones y visajes para mantenerse en forma física y mental; los desconocidos lo tomaban por payaso. Sus allegados sabían que no pasaba de ser un cantamañanas y que donde mostraba cierta rapidez era para echar monedas a las tragaperras y libar carajillos de gorra.
Como muestra explicaremos una correría competitiva de Porfirio; en cierta ocasión se apuntó a una carrera popular de veteranos ciclistas. Lo vieron con enorme barriga y figura desproporcionada, pero llevaba buen equipo y lo aceptaron. Animándole, le dejaron ir buen trecho delante “Cuán rápido soy; los dejo atrás sin esfuerzo”. En una pendiente, entusiasmado, Bustos pegó tal sprint, que calculó mal y resbaló con su bicicleta pegándose buen tozolón. Quedó en medio del paso y, al llegar los otros, tropezaron y la serpiente, se transformó en un montón multicolor. Con Porfirio debajo, claro. En el hospital, los cirujanos estuvieron a punto de llamar a un ferrallista dada la cantidad de hierros que necesitaba su esqueleto.
Convaleciente, acudía regularmente a la taberna; se juntaba con don Severo que le contaba batallitas y algunos sucedidos medio inventados. Parlante y escuchante, se complementaban bien y alcanzaron cierta amistad y confianza, Don Severo después de dar cuenta de buena ración de torreznos y vino, sin mucha severidad le soltó:
— Bustos, debería reconsiderar abandonar sus deportes, ya no está usted para trotes. Le iría mejor el dominó y el guiñote.
Porfirio, amoscado, le sabía malo que sacaran a relucir sus carencias.
—Oiga, que no veo necesario que me sermonee –contestó airado Porfirio-. Prefiero que me cuente una historia. Qué me trae hoy…
—Como quiera, Bustos; vaya por delante mi aprecio, sólo pretendía aconsejarle como amigo. Le voy a relatar un sucedido en una aldea; fue en los años cincuenta. Allá va:
“Don Marcelo, párroco del pueblo, era encargado de repartir leche en polvo y queso americanos en la postguerra. Menudo y enteco, el cura tenía fama de mujeriego y pretendía aprovecharse favoreciendo en la distribución de los lácteos a señoras guapas; especialmente en lo relativo al polvo. En confesión, les iba con la monserga: “mire, fulanita; lo mismo que el Altísimo se sirvió del Espíritu Santo para engendrar a su Hijo en la Virgen María, ahora la ha señalado a usted por medio de mi humilde persona para gozarla. Y bien sabe, como devota, que los designios del Señor no se pueden negar; so pena de cometer pecado mortal…” Lo intentó con varias pero ninguna tragó. Fatal fue cuando pretendió a Hortensia, la mujer del vinatero. Era una jaquetona de muy buen ver; la loba la apodaban. Al escuchar las pretensiones del cura, lo arrastró fuera del confesionario dotándole de buena ración de bofetadas y arañazos… “¡Tio rijoso, si esta usted caliente váyase de putas! ¡No meta en danza a Dios en asuntos terrenales!”

Vicente Galdeano Lobera.