—Pues no, Bustos. Se le han adelantado; acabo de abonar a mi
patrona tres meses que le debía. Me amenazaba, la muy ladina, con
dejarme sin cenar esta noche – don Severo esquivó con astucia el
sablazo del deportista-. Siento no poder ayudarle. En cambio puedo
aconsejarle muy bien; también entretenerle con historias y leyendas
más o menos reales… Incluso puedo cantarle canciones para que se
duerma, pero dineros, nanay.
Porfirio Bustos, andaba tieso y acostumbraba a pedir dinero a
cualquier incauto. Lo malo es que tenían el repertorio demandador ya
muy oído, y los primos escaseaban.
Porfirio Bustos, cuarentón, presumía de ser gran atleta, conocedor
y practicador de varias ramas deportivas. A saber: boxeador,
luchador, cazador, pescador; incluso especialista en equitación y
esgrima… Bueno, el sable sí lo manejaba bien. No desperdiciaba
ocasión para ejercitarse. Estando sentado, o en autobús, o en
cualquier sala de espera, sin venir a cuento, ahí tenías a Porfirio
haciendo estiramientos, flexiones y visajes para mantenerse en forma
física y mental; los desconocidos lo tomaban por payaso. Sus
allegados sabían que no pasaba de ser un cantamañanas y que donde
mostraba cierta rapidez era para echar monedas a las tragaperras y
libar carajillos de gorra.
Como muestra explicaremos una correría competitiva de Porfirio; en
cierta ocasión se apuntó a una carrera popular de veteranos
ciclistas. Lo vieron con enorme barriga y figura desproporcionada,
pero llevaba buen equipo y lo aceptaron. Animándole, le dejaron ir
buen trecho delante “Cuán rápido soy; los dejo atrás sin
esfuerzo”. En una pendiente, entusiasmado, Bustos pegó tal sprint,
que calculó mal y resbaló con su bicicleta pegándose buen tozolón.
Quedó en medio del paso y, al llegar los otros, tropezaron y la
serpiente, se transformó en un montón multicolor. Con Porfirio
debajo, claro. En el hospital, los cirujanos estuvieron a punto de
llamar a un ferrallista dada la cantidad de hierros que necesitaba su
esqueleto.
Convaleciente, acudía regularmente a la taberna; se juntaba con don
Severo que le contaba batallitas y algunos sucedidos medio
inventados. Parlante y escuchante, se complementaban bien y
alcanzaron cierta amistad y confianza, Don Severo después de dar
cuenta de buena ración de torreznos y vino, sin mucha severidad le
soltó:
— Bustos, debería reconsiderar abandonar sus deportes, ya no está
usted para trotes. Le iría mejor el dominó y el guiñote.
Porfirio, amoscado, le sabía malo que sacaran a relucir sus
carencias.
—Oiga, que no veo necesario que me sermonee –contestó airado
Porfirio-. Prefiero que me cuente una historia. Qué me trae hoy…
—Como quiera, Bustos; vaya por delante mi aprecio, sólo pretendía
aconsejarle como amigo. Le voy a relatar un sucedido en una aldea;
fue en los años cincuenta. Allá va:
“Don Marcelo, párroco del pueblo, era encargado de repartir leche
en polvo y queso americanos en la postguerra. Menudo y enteco, el
cura tenía fama de mujeriego y pretendía aprovecharse favoreciendo
en la distribución de los lácteos a señoras guapas; especialmente
en lo relativo al polvo. En confesión, les iba con la monserga:
“mire, fulanita; lo mismo que el Altísimo se sirvió del Espíritu
Santo para engendrar a su Hijo en la Virgen María, ahora la ha
señalado a usted por medio de mi humilde persona para gozarla. Y
bien sabe, como devota, que los designios del Señor no se pueden
negar; so pena de cometer pecado mortal…” Lo intentó con varias
pero ninguna tragó. Fatal fue cuando pretendió a Hortensia, la
mujer del vinatero. Era una jaquetona de muy buen ver; la loba la
apodaban. Al escuchar las pretensiones del cura, lo arrastró fuera
del confesionario dotándole de buena ración de bofetadas y
arañazos… “¡Tio rijoso, si esta usted caliente váyase de
putas! ¡No meta en danza a Dios en asuntos terrenales!”
Vicente Galdeano Lobera.