viernes, 30 de junio de 2023

Sobre cansados

 

El camarada dejó su móvil en casa y decidió despejarse paseando por la ciudad; estaba harto de soportar llamadas inoportunas donde ofrecían toda clase de ventajas sobre tarifas eléctricas, líneas telefónicas, internet y ofrecimientos del oro y el moro. Todo en plan impertinente.

Poco duró su tranquilidad; unos jóvenes, cartapacio en ristre le abordaron para que colaborara en la salvación del mundo. Es decir, por una módica cuota ayudar a niños del tercer mundo, refugiados y migrantes afectados por guerras y el cambio climático (tenían bien aprendido el estribillo del buenismo). Se los quitó de encima como pudo. Aún les dejó caer, a los del cartapacio, que esos refugiados serían más bien desertores; los que él conocía, eran unos maromos grandes como castillos y en edad militar que sin trabajar recibían varias ayudas. Lo del clima, les espetó que estaban bien adoctrinados y que deberían documentarse y aprender que desde que el mundo es mundo siempre ha habido cambio climático; y no había coches.

El camarada guió sus pasos a una galería comercial y comprobó más de lo mismo. O parecido. A los pocos pasos unas señoritas de buen ver se le acercan para ofrecer ofertas de tratamientos tan milagrosos como el elixir de la larga vida. “Tengo más setenta años, damiselas, no me interesa”, les suelta.

Los personajes indicados, con ser pelmazos, no pasan de ser pelmazos de infantería. Dejaremos a su aire al camarada y señalaremos algunos pelmazos más fuste: los que te explican al detalle todo el proceso de una enfermedad propia o ajena, a poder ser con fragmentos escatológicos. A poca atención que les prestes logran ponerte malo.

Pasaremos por alto a los donjuanes, cazadores –con su variante de caza del zorro–, deportistas, jugadores de cartas, de parchís y dominó. Se podrían añadir los jugadores de ping pong y futbolín –son igual de plomos–. Si bien estos últimos tienen el atenuante de la originalidad.

Como pelmas de más calado nos centraremos en los que escriben algo. Los “que escriben algo” se creen parecidos al centro del mundo; todos han de leer su libro y pasar antes por la rutina de comprarlo, acudir a la presentación, leerlo e incluso comentar la obra con los halagos de rigor. Por eso los que escriben tienen tan pocos amigos.

Baremo más alto en impertinencia alcanzan los autoproclamados poetas. Estos son peligrosos; si bajas la guardia te envuelven en una encerrona con estrofas que para nada habías calculado el soportar. La solución para quitárselos de encima es algo dura, pero conviene aplicarla a rajatabla: disculpe usted, señor poeta, pero debido a mi atolondramiento no dispongo de la suficiente atención para saborear su lírica. Cuando yo tenga el adecuado ánimo, le aviso. O mejor aún, puede declamar sus versos en mi funeral, que lo mismo que Zorrilla en el entierro de Larra, alcanzará usted reputación, seguro. Siempre y cuando mis allegados no decidan tirar mis restos por un barranco, claro.

Otros pelmazos de peso son los que se proclaman historiadores. Para ser historiador, lo que se llama historiador, se debe ser libre, independiente, de gran temple de carácter, sin esperar ni temer nada. Además tener gran conocimiento de los asuntos y una claridad perfecta de expresión. Es decir, de estos hay pocos. Algunos de estos cronistas, no pasan de ser, además de pelmas, unos panfletistas dedicados a repetir como cacatúas las consignas aprendidas sin criterio propio.

Por supuesto que hay más variedad de cargantes, pero como muestreo vale. En cualquier caso este escrito es como un aviso a navegantes para saber por dónde vienen los tiros. Y salir pitando, claro.



Vicente Galdeano Lobera