domingo, 10 de abril de 2016

Ni niebla, ni mujer.

   Era un frío día de noviembre de 1925; en los aledaños del cuartel de San Lázaro, junto al puente de Piedra en Zaragoza, se había cebado una niebla que no se veía ni a jurar.
   Ese día se sorteaba a los quintos que un tiempo después se incorporarían al servicio militar. Esa noche, por tanto, los catorce mozos del pueblo habían cenado juntos, para luego deambular por la ciudad bebiendo más de la cuenta a esperar la mañana en la Zona el resultado del sorteo; la península o África.
   Sería las seis y media, de noche aún, decidieron acercarse a la estación del Norte, al bar a tomar algo y de paso estar calientes. Al entrar en los andenes, llegaba un convoy con su locomotora resoplando grandes nubes de vapor; el tren paró con ruidos y estrépito de frenos. Esas nubes de vapor se acentuaron quitando del todo la poca visibilidad que había.
   De entre la niebla surgieron dos figuras de mujer, o una, porque Fermín iba algo beodo. Casi toparon; él, pudo ver la figura de una joven guapísima y elegante tocada con un sombrero sujeto en su barbilla que enmarcaba un rostro con unos ojazos que quitaban el sentido. Parecía una manola sacada de un cuadro.
   —Señorita, alúmbreme el camino con esos luceros que tiene usted en la cara…
   —Creo que va usted suficientemente alumbrado.
  Contestó ella sonriendo, lo que aumentó aún más su hermosura.
   Habían venido ella y otra muchacha, novia de su hermano, al sorteo de este en Zaragoza.
   A Fermín le tocó África, concretamente Ifni. El caso es que medio se comprometió con Elisa, así se llamaba la chica. Elisa era de un pueblo cercano de familia de agricultores que tenían buen pasar. Fermín se salía de contento; encontrar novia guapa y además riquísima. Casi estaba celebrando el braguetazo. Quedaron que se escribirían, y cuando regresara del servicio verían lo que hacían.
   Fermín no sabía escribir; le explicó su situación a un compañero de cuartel.
   —No te preocupes, yo escribiré a tu amada lo que me dictes; no puedes dejar escapar
       a esa prenda.
   —Te lo agradeceré Mariano; a ver si en el ejército aprendo en las clases de
       alfabetización que dan. Pero es que soy muy torpe con las letras.
   Pasaron unos días y Fermín decidió escribir a Elisa.
   —Cuando quieras comenzamos, Fermín ¿Qué le quieres decir a tu novia?
   —Pues no sé, chico; tú entiendes más que yo de esto, tú pon, pon… dile, dile; dile cosicas       dulces, lo que se te ocurra.
   —Bien; y qué más.
   —Pues no sé; dile que cuando nos casemos me voy a pegar la vida padre cuando
       herede las tierras de su familia… No jodas, no pongas eso, que es broma.
   —Qué más añadimos, Fermín.
   —Lo que tú quieras, Mariano; pon, pon, dile, dile; dile cosas majas.
   Siguieron confeccionando la epístola en estos y otros términos parecidos.
   A los días, Elisa recibió carta de Fermín. Decía así:
   Querida Elisa: pues no sé chico; tú entiendes más que yo de estas cosas; tu pon, pon… dile dile, dile cosicas dulces, lo que se te ocurra. Que cuando nos casemos me voy a pegar la vida padre cuando herede las tierras de su familia… ¡No jodas, no pongas eso! Lo que tú quieras, Mariano; pon, pon, dile, dile… Dile que me van a dar permiso y que se prepare, que tengo muchas ganas de mujer. Tú sabrás qué poner más, Mariano, que yo no entiendo de “numeros” ni de letras; pon, pon, dile, dile. Se despide tu novio que te quiere.
Fermín.
   Sobra decir que cuando Fermín fue a ver a su novia, el pueblo le quedó pequeño. Lo corrieron a gorrazos, con zambullida en el pilón incluida. Menos mal que ya era mayo y hacía buen tiempo.
   Por cierto, no encontró ni niebla ni mujer.


Vicente Galdeano Lobera.