jueves, 27 de junio de 2019

Costumbres muy arraigadas




--Mi caro amigo don Anacleto, deberá usted pagar la “manta” si no desea salir perjudicado…
Don Anacleto Navas, miró de hito en hito a su interlocutor, un rústico con boina y chaleco, que le instaba a pagar algo que no entendía bien, relacionado con unas tradiciones muy arraigadas en la aldea.
– ¿Manta? ¡¿Qué manta ni qué niño muerto?! Yo no veo ninguna, además yo no he roto nada y no tengo vocación de completar el ajuar de nadie.
--Veo que no entiende, o que pretende hacerse el tonto que es peor; pero, tranquilo, se lo explicaré al detalle y con argumentos muy convincentes.
Razonó a don Anacleto, que en la comarca, y más concretamente en esa aldea, regían unas costumbres que consistían en que cuando un foráneo festejaba a una moza del lugar, tenía obligación de pagar la “manta”, osease: convidar en la cantina a los contemporáneos de la novia. “Tranquilo, mi amigo, somos solo diez; con un cántaro de vino, un queso, un jamón y pan, será suficiente. No es excesivo si contemplamos la prenda que se lleva usted”.
Don Anacleto de suyo muy tacaño, no tenía disposición de invitar a nadie.
--Pero si Rosamunda es despreciada por todos ustedes; la madre naturaleza se ensañó con ella colmándola de fealdad. Tendrían que gratificarme a mi por desposarla…
--Que sea fea o guapa no exime al novio de cumplir con las tradiciones; además -continuó el gañán-, usted no hace ascos a las rentas de Rosamunda; irá sobrado para pegarse la vida padre el resto de su existencia. Mi consejo es que nos convide; quedará bien y no le molestaremos más.
Don Anacleto parecía afirmar, pero con disimulo se dirigía al corral donde había guardado su bicicleta; con intención de largarse a su pueblo distante a una legua.
La estampa de don Anacleto no pasaba desapercibida; pequeño de estatura debido a sus cortas piernas, pues tenía el torso grande; con rostro redondo y ojos chicos protegidos con espesas cejas oscuras; suplía su calvicie luciendo unos enormes bigotes que sobrepasaban el contorno de su cara. Aparentaba unos cuarenta años.
La bicicleta había desaparecido, se enfureció y comenzó a patear al tiempo que notó que el suelo se movía. Sus alaridos y protestas no evitaron que lo lanzaran cada vez más alto. Claro, lo manteaban entre diez, como a Sancho Panza. Desde la altura vio su bicicleta girando, “Angelín, retira la bici y date vueltas detrás de la tapia: mientras, le explicaremos al mister lo que hay que hacer. La traes cuando digamos”, le ordenaron; Angelín no sabía montar pero cumplió a rajatabla su mandato: cargó la bici a sus espaldas y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Hasta nueva orden.
Don Anacleto, al barruntar que los mozos pasarían al segundo “argumento” en breve -consistía en capuzarlo al abrevadero-, gritó: ¡Bastaaaa! ¡Bastaaaa! ¡...Les convido a ustedes! ¡Es más… Me uno al evento!
“Así me gusta; veo, mi caro amigo, que entra usted en razón… Lo que pasa es que a los mozos, con el esfuerzo, les entró más apetito. Ampliaremos las viandas en medio cántaro de vino más y abundantes torreznos, Amén de los carajillos reglamentarios”.
– ¿Alguna objeción, mi amigo don Anacleto?
– ¡Nada, nada! ¡Será un placer! ¡Adelante con los faroles!

Vicente Galdeano Lobera.