--Mi caro amigo don
Anacleto, deberá usted pagar la “manta” si no desea salir
perjudicado…
Don Anacleto Navas,
miró de hito en hito a su interlocutor, un rústico con boina y
chaleco, que le instaba a pagar algo que no entendía bien,
relacionado con unas tradiciones muy arraigadas en la aldea.
– ¿Manta? ¡¿Qué
manta ni qué niño muerto?! Yo no veo ninguna, además yo no he roto
nada y no tengo vocación de completar el ajuar de nadie.
--Veo que no
entiende, o que pretende hacerse el tonto que es peor; pero,
tranquilo, se lo explicaré al detalle y con argumentos muy
convincentes.
Razonó a don
Anacleto, que en la comarca, y más concretamente en esa aldea,
regían unas costumbres que consistían en que cuando un foráneo
festejaba a una moza del lugar, tenía obligación de pagar la
“manta”, osease: convidar en la cantina a los contemporáneos de
la novia. “Tranquilo, mi amigo, somos solo diez; con un cántaro de
vino, un queso, un jamón y pan, será suficiente. No es excesivo si
contemplamos la prenda que se lleva usted”.
Don Anacleto de
suyo muy tacaño, no tenía disposición de invitar a nadie.
--Pero si Rosamunda
es despreciada por todos ustedes; la madre naturaleza se ensañó con
ella colmándola de fealdad. Tendrían que gratificarme a mi por
desposarla…
--Que sea fea o
guapa no exime al novio de cumplir con las tradiciones; además
-continuó el gañán-, usted no hace ascos a las rentas de
Rosamunda; irá sobrado para pegarse la vida padre el resto de su
existencia. Mi consejo es que nos convide; quedará bien y no le
molestaremos más.
Don Anacleto
parecía afirmar, pero con disimulo se dirigía al corral donde había
guardado su bicicleta; con intención de largarse a su pueblo
distante a una legua.
La estampa de don
Anacleto no pasaba desapercibida; pequeño de estatura debido a sus
cortas piernas, pues tenía el torso grande; con rostro redondo y
ojos chicos protegidos con espesas cejas oscuras; suplía su calvicie
luciendo unos enormes bigotes que sobrepasaban el contorno de su
cara. Aparentaba unos cuarenta años.
La bicicleta había
desaparecido, se enfureció y comenzó a patear al tiempo que notó
que el suelo se movía. Sus alaridos y protestas no evitaron que lo
lanzaran cada vez más alto. Claro, lo manteaban entre diez, como a
Sancho Panza. Desde la altura vio su bicicleta girando, “Angelín,
retira la bici y date vueltas detrás de la tapia: mientras, le
explicaremos al mister lo que hay que hacer. La traes cuando
digamos”, le ordenaron; Angelín no sabía montar pero cumplió a
rajatabla su mandato: cargó la bici a sus espaldas y comenzó a dar
vueltas sobre sí mismo. Hasta nueva orden.
Don Anacleto, al
barruntar que los mozos pasarían al segundo “argumento” en breve
-consistía en capuzarlo al abrevadero-, gritó: ¡Bastaaaa!
¡Bastaaaa! ¡...Les convido a ustedes! ¡Es más… Me uno al
evento!
“Así me gusta;
veo, mi caro amigo, que entra usted en razón… Lo que pasa es que a
los mozos, con el esfuerzo, les entró más apetito. Ampliaremos las
viandas en medio cántaro de vino más y abundantes torreznos, Amén
de los carajillos reglamentarios”.
–
¿Alguna objeción, mi amigo don Anacleto?
–
¡Nada, nada! ¡Será un placer! ¡Adelante con los faroles!
Vicente Galdeano
Lobera.