sábado, 7 de julio de 2018

Inventor cuentista




    La chica, al servir  mi cena, se acercó y demoró más de lo necesario rozando sus caderas con mi brazo. 
¡Uf…! ¡Demasiado! El miedo guarda la viña; pero a mis sesenta y tantos mal llevados, confieso que se me levantó el ánimo. A gusto la hubiera sentado en mis rodillas si no temiera las bofetadas  consiguientes.
    Clarisa es mujer joven, gentil y delicada, parece que estás viendo una santa hermosa de las que pintan en los altares; tiene tez tostada que encierra unos ojos marrones y una boca de ensueño todo enmarcado con abundantes cabellos oscuros largos hasta su cintura, bien sujetos con horquillas que no estorban para contemplar su extraordinaria belleza; de estatura normal y medidas adecuadas, rondará la treintena. Ejerce de camarera en un bar de ruta con buen aparcamiento para camiones, donde suelo cenar a menudo, según mi itinerario.
    Observé pronto que Clarisa me enviaba mensajes en lenguaje universal: la mirada. Este idioma lo entienden todos, excepto los muy solemnes y los tontos de capirote…, bueno, quizá algunos más. No me quedó más remedio que tomar la iniciativa. Hubiera sido pecado gordo ignorarla. Armonizamos, era comunicativa.
    —Siéntese a cenar conmigo, prenda, la invito –solté con naturalidad-; hablaremos de lo que usted quiera, Yo, hasta mañana no tengo prisa.
    —No puedo, señor, lo tenemos prohibido…
    Lo dijo tan sonriente, que parecía afirmar.
    —Pero, si ya no hay nadie…
    —Sí, sí; no crea, las paredes oyen.
    Me dijo también que estaba harta de escuchar indecencias y proposiciones de clientes. “Por eso me figuro que ha equivocado usted el oficio”, añadió.
    Sentado junto al camión fumando antes de acostarme, veo salir a la bella; terminada su jornada, partía para casa.
    —Clarisa… ¿Acepta una cerveza heladita en mi compañía?
    Pasado el sobresalto, no me había visto, se sentó a mi lado. Y pude aspirar toda su fragancia de mujer joven. Hablamos; “en casa me espera no se si marido o verdugo. Hago cuenta que entro en un calabozo”.
    Deduje que Clarisa estaba huérfana de caricias, de palabras bonitas… también de conversación; adiviné que suplía esas y otras carencias con placer solitario.
    —Usted, como leedor, seguro que sabrá algún cuento; cuénteme uno…
    —Pues no, Clarisa, no sé ninguno… pero lo inventaré para usted ¿Se enfadará si es subido de tono?
    —No, no me enfadaré… soy toda oídos.
    —Allá va: “Hace muchos, muchos años, cuando reinaba Carolo, don Gaspar Fiereza, alguacil enclenque y contrahecho, conoció en una mancebía a Domitila, bellísima joven –no tanto como usted- rubia y encantadora como un hada que no se sabe cómo fue a parar allí. Las malas lenguas aseveran que por su excesiva afición a los hombres y por tener pasar holgado. Don Gaspar se encaprichó y propuso matrimonio a Domitila. Ella accedió encantada; iba a subir grado en la sociedad.
    Desde los comienzos de la nueva andadura se vislumbraba desastre; don Gaspar, con semejante señora se veía más atado que un gato con un menudo; no cumplimentaba. Domitila con veinte años cada vez más en sazón, la solicitaban varios moscones; ella, sobre todo a los de alcurnia, no los espantaba. Entre esta cofradía conoció a don Gil de Andrade, noble elegante con merecida fama de mujeriego y algo borracho. En sus conquistas había mozas, casadas, sirvientas… incluso monjas. Domitila se aficionó en demasía a don Gil; este hombre resultó ser un garañón potente, en cada encuentro yogaban hasta cuatro veces. Quedaba ella jadeante y muy feliz y muy cumplida. Y él igual; pero tan sin fuerzas que, ida ella, se quedaba buen rato en cama restituyéndose con vino, tostadas y miel.
    El celoso alguacil comenzó a sospechar que su santa esposa tenía algún enjuague; porque a menudo le  encontraba amoratados brazos y muslos, amén de mordiscos en el cuello de los que se suelen cobrar en  batallas de cama, que no recordaba habérselos dado nunca, ni las medidas de los dientes eran suyas.
    Don Gil, al poco apareció cosido a estocadas en un callejón oscuro; Tenía su espada empuñada; extraño detalle, y más teniendo todos pinchazos por la espalda. “Venganza de maridos burlados”, dijeron.
    Domitila, viendo las orejas al lobo, puso pies en polvorosa acompañada de otro apuesto galán. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”.  — ¿Le ha gustado? “¡Oh, sí… muchísimo! Tendrá que decirme uno cada vez que estemos juntos”.
    Sí, noté que sí le había gustado. Una historia contada entre sábanas recién planchadas para juntarse es tan efectiva como las más sabias caricias. Bueno, faltó lo de las sábanas… Continuará; eso espero.

    Vicente Galdeano Lobera..