miércoles, 30 de junio de 2021

Gusto estropeado

 


             Estábamos dos conductores sentados a la mesa en un bar de carretera esperando la cena. Nos servían el primer plato cuando vimos por los ventanales del local entrar otro camión al aparcamiento. El chófer era el Anselmo Cerezuelo, profesional de prestigio y compañero nuestro.

—Habrá que recoger las gallinas, que este guripa no es de fiar —dijo el de al lado.

            Anselmo gozaba de una merecida fama de fanfarrón y de chivato. Estaba a un paso de arrebatar el título de Alcahuete Mayor de la Compañía a un tal Lurón. Había que cuidar lo que se hablaba en su presencia, porque siempre, aun sin hablar, informaba de todo al jefe enseguida. Retorciendo la cosa a su antojo, claro.

            Se acercó y se sentó a la mesa con nosotros; comenzó la danza. Pero como no le dábamos pábulo para ejercer de correveidile, optó por su otra especialidad: la de fantasma.

            Faroleaba siempre, viniera a cuento o no, que él, al ser soltero, no tenía que dar cuentas a nadie, que tenía el piso pagado y que era muy rico. También presumía de que se iba con las mujeres que le apetecían. –mirando su facha, era difícil de creer, pero, en fin; “es que tú vales mucho, chaval”, dije, y Cerezuelo, muy satisfecho, no podía disimular su esponjamiento.

            —Mirar, mirar… –nos enseñaba el móvil- qué mensaje me ha mandado una rumana, mirar, sólo de leerlo ya me pongo a cien.

             —Qué pasa, Cerezuelo, ¿les pagas bien, o qué? –me salió así el comentario.

Anselmo se volvió hacia mí con mirada severa; no esperaba esa observación.

            — ¡Hombre, claro! ¡Hay que pagarles! Si no, no acuden.

            — ¡Ah! Pues así acuden a cualquiera, incluso a mí.

Quedó un poco tocado el Cerezuelo con la respuesta, pero se rehizo pronto.

            —De todas maneras, tengo una hembra peruana que tiene treinta y ocho años, oís bien, treinta y ocho años, y está loca por mí —saboreaba Anselmo cada palabra, y me arreaba palmaditas en la espalda con la cabeza vuelta a otro lado, como para realzar su tesis y con el propósito de darnos envidia.

            —Se llama Marcela ¡Ay Marcela de mi vida! y tiene treinta y ocho años. En cuanto regrese al valle del Arlanza -estábamos por Algeciras-, me voy a encamar con la moza y me voy a poner como el chico del esquilador.

            Estuvo el ínclito perorando y presumiendo de la allegada de los treinta y ocho años todo el rato, A mí ya me cansaba.

             No me pude contener, tiré a dar.

             —Pero, vamos a ver, Anselmo, la Marcela esa de los treinta y ocho años, ¿Está buena, o no está buena? porque igual resulta que es un cardo borriquero…, de treinta y ocho años, claro.

            Cerezuelo quedó parado, pensativo, le costaba trabajo argumentar, tardó un poco en contestar.

            —Hombre, lo que yo digo es que, si tiene treinta y ocho años, tiene juventud, y eso, a nuestra edad que ya somos sesentones, se valora mucho.

            Pero no contestó a mi pregunta. Este Anselmo tiene el gusto estropeado; o es un cantamañanas. O las dos cosas.

 

 

Vicente Galdeano Lobera.



sábado, 12 de junio de 2021

Maese Jusepillo

 


— Como ven, distinguidos señores, a mí la poesía me brota a raudales; me sale como el nacimiento de cierto río, allá por la sierra de Alcaraz que, en periodos que es difícil prever, revienta de pronto entre paredes rocosas originando con gran estruendo, una singular cascada de aguas cristalinas que da lugar a un cauce variable e inunda de belleza donde hacía poco solo enseñoreaba la sequedad. Así me fluyen a mí los versos. Escuchen, escuchen…

Al llegar aquí, el orador notó su boca seca: “mozo, sírvame otro carajillo, por favor.” “Sus deseos son órdenes, maese.” Al llegar aquí la cosa se ponía regular; el orador comenzaba una perorata, con voz ahuecada, de unos cuantos pareados muy flojos y muy trillados y peor medidos, algunos copiados de autores de renombre. Hasta aquí, regular, como hemos dicho; lo malo es cuando quería emular a poetas célebres con composiciones largas; entonces, los “distinguidos señores”, que sin comerlo ni beberlo veían venir el tostón, apuraban los tragos, pagaban y se abrían en desbandada: en el cuarto del mesón que les servía de “ateneo” quedaban, en la mesa algo mugrienta con bancos corridos, el maese y, como mucho, tres más.

— ¡Ingratos…! Se van, ellos se lo pierden… pero volverán como volvieron las oscuras golondrinas de Bécquer; volverán a que les ilumine con mi saber –mozo, otro carajillo–. Muchas gracias por no desertar, amigos; ustedes sí que saben apreciar mi arte y valoran que están ante un gran poeta. Como premio, si ustedes lo tienen a bien, les deleitaré con unos sonetos de mi invención que les ilustrará y les pondrá los vellos de punta.

Echó mano de unos apuntes y maese Jusepillo comenzó a declamar con semblante grave y ojos en blanco. Al poco le cortó el Prudencio –este buen hombre, de prudente tenía poco.

—Oiga, maese, esos versos los he leído yo en algún sitio; son de Marcial, poeta bilbilitano…

A maese Jusepillo le sentó la observación como un escopetazo de sal. Y más, dicha por un aldeano –este Prudencio es un somarda, siempre anda poniéndome zancadillas.

— ¿Marcial? ¿Marcial…? Sí, también es muy buen poeta; mire, no le digo que en algún verso puede coincidir, porque las palabras están para usarlas; pero estas letras que he pronunciado son de mi invención. Le diré más –Justepillo no se arredraba así como así y defendía su prestigio–: las comparaciones son odiosas y repito que yo soy un gran poeta y Marcial también fue bueno, pero hace dos mil años.

Bueno, el caso es que el aldeano con su imprudencia había conseguido desbaratar las declamaciones del maese que, enfurruñado, recogió sus papeles y, después de marcarse otro carajillo, marchó con viento fresco. Bueno, al verlo algo azumbrado decidieron acompañarle a su refugio.

Maese Jusepillo, se las había arreglado para captar adeptos y aficionarles a las letras. Para eso, en el mesón del Serapio, se reunían una vez por semana un par de horas. En ese tiempo entre ocho o diez simples se embebían de la pretendida erudición del maese. No entendían apenas lo que decía Jusepillo, ni les gustaba la poesía, ni los libros, ni nada, pero ponían cara de entendidos para pasar por sapientes. Por otra parte, el asistir a la charla les daba un barniz de sabiondos que causaba impresión ante la vecindad y les daba también cierto predicamento entre las mozas. El único requisito exigido para asistir a esta reunión era que había que abastecer de carajillos al maese que, como los trasegaba como el agua, un día sí y otro también había que llevarlo en volandas a causa del pedal que agarraba.

Maese Jusepillo, también presumía de que a sus cincuenta años mantenía su cintura y caderas estrechas y su cuerpo serrano; lo que pasaba por alto es describir la panza que lucía; más de una vez por la huerta le pararon los guardias:

— ¡¿Qué lleva usted ahí?!

— ¿Dónde…?

En la pocha. Seguro que ha mangado alguna sandía.

— Dejen mi barriga en paz, que mis dineros me cuesta el mantenerla.

— ¡Ah! Vale, puede continuar.

El aforo a la reunión de maese Jusepillo era libre; iban y venían distintos lugareños, pero siempre con la misma intención: aparentar interés por la cultura. Cierto día acudieron El Pepón y el Dimas que al entrar se quitaron la boina en señal de respeto; estos señores eran algo sordos y no entendieron bien de qué iba la cosa, hasta que tuvieron que soltar la mosca para el bebercio del maese. Se hicieron los suecos pero, a regañadientes y por eso del qué dirán, pagaron. Pero les quedó mal gusto de boca debido a las bilis.

Al terminar, maese Jusepillo llevaba una cogorza mayúscula y los sordos se ofrecieron voluntarios para llevarle a casa. Lo que pasa es que cambiaron de itinerario y lo capuzaron al pilón. Y no había agua.


Vicente Galdeano Lobera