lunes, 20 de diciembre de 2021

Amistades peligrosas

 

—El caso es que el médico especialista me ha metido en danza y dice que tengo que seguir tratamiento si quiero embarazar a doña Lorelai, mi santa esposa… Esto conlleva la obligación de tomar medicinas y además las temidas inyecciones; y yo, qué quiere que le diga, yo a los medicamentos, y más a la inyecciones, les tengo pavor.

Quien esto razonaba era don Casto. Este señor era calvo, de cara triangular y con papada, que parecía nacer directamente del pecho evitando así el trámite del cuello; su envergadura era tal, que, al ser pequeño y con piernas muy cortas, asemejaba a un tonel. Por su estampa, se podía considerar, sin temor a equivocarse, como el más eficiente antídoto contra la lujuria. Como atenuante a lo descrito podemos decir que don Casto, procede de muy ilustre linaje y que tiene más perras que pesa. Se supone que en doña Lorelai influyó bastante el “atenuante” para desposarse con don Casto. Este hombre se sinceraba con su amigo de confianza don Baldomero, que era bastante más joven y de complexión normal.

—Pues yo ahí no veo ningún problema, don Casto; usted haga caso a su médico, que doña Lorelai…, digo, que engendrar un heredero, bien vale una misa.

Doña Lorelai es mujer de suave y modesta belleza, como de santa, vamos; parece muy recatada de suyo, pues siempre va ataviada de modestos ropajes que intentan disimular, sin éxito, la hembra fresca y sabrosa como fruta en sazón que dichos atuendos cubren.

—El caso es que yo soy muy reacio a los medicamentos, don Baldomero; todos tienen efectos secundarios y temo dañen mi salud. Usted mismo puede ver que estoy fuerte como un toro.

—Sí que está usted fuerte, sí; quizá demasiado —casi se le escapa eso de que parecía un tonel, pero calló a tiempo. Menos mal—. En cuanto a lo otro, pues no sé que aconsejarle, don Casto, yo iría adelante con los faroles; porque ¿Qué son los efectos secundarios que usted teme comparados con el placer que proporcionan los hijos? ¿Eh? Eso sin contar lo feliz que se sentiría su señora al hacerla madre.

Lo que intentaba ocultar don Casto a su amigo —después se lo dijo—, es que debido a la enorme barriga que portaba, que junto a que su aparato reproductor era pequeño, se hacía imposible el acoplamiento con doña Lorelai. Consultaron al especialista para una posible reproducción asistida, pero después de análisis, le diagnosticaron que sus espermatozoides eran vagos. De ahí lo de seguir tratamiento. Pero el caso es que me urge la solución ya; se me pasa el arroz a pasos agigantados y necesito descendencia.

Después de un tira y afloja, don Baldomero aconsejó a su amigo que buscara algún donante entre la familia, y ante la rotunda negativa de don Casto (estos asuntos son muy íntimos y no quiero mezclar a nadie, y menos a la familia; si me sincero con usted, don Baldomero, es porque lo considero un amigo digno de toda confianza).

Don Baldomero vio que su amigo, además de hipocondríaco, no era muy largo de entendederas; con riesgo de terminar a trompicadas se la jugó a una baza:

—Mire usted, don Casto, me honra sobremanera eso de que me considere amigo de toda confianza; por eso vamos a hablar claro. Mire, me atrevo a ofrecerme a inseminar a su esposa –al llegar aquí carraspeó un poco, más que nada por ver la reacción del otro–; sin ningún interés, sin tocarla siquiera, sólo por favorecerles a ustedes. Verá cómo: en el habitáculo que usted decida, no es necesario que haya lecho, me ata de pies y manos y después me cubre con una sábana que, por razones obvias, tendrá un agujero donde corresponda, claro. De esa manera su señora no se sentirá ultrajada y nunca sabrá quién la inseminó. También, si usted lo desea, podrá estar presente y en cuanto se cumplimente el asunto, doña Lorelai se retira, usted me desata y cada mochuelo a su olivo ¿Qué le parece? Si no le parece bien haga usted cuenta de que no le he dicho nada y tan amigos.

Silencio ensordecedor como respuesta; don Casto se quedó mirando sin ver a un punto fijo. Se veía a las claras que estaba rumiando la propuesta. Reconsideró que esta forma era rápida, se ahorraba trámites de inseminación artificial y, además, buenos dineros; y teniendo en cuenta que nadie iba a toquetear a doña Lorelai, hacía cuenta que don Baldomero se masturbaba…

—Hecho… –respondió al fin–, espero de usted, don Baldomero, discreción absoluta.

—Seré una tumba, don Casto.

Informada doña Lorelai, estuvo de acuerdo: sólo por complacerle a usted hago este gran sacrificio, don Casto –dada la diferencia de edad, doña Lorelai trataba siempre de usted a su marido.

Don Baldomero, estaba bien amarrado pero a través de la sábana, al estar muy gastada, él veía bien. Al poco apareció doña Lorelai con sus espléndidos cabellos sueltos, enagua de seda y encajes que al quitársela dejó a la vista unas hechuras de ensueño algo veladas por un sostén y medias sujetas con liguero; calzaba unos zapatos de aguja que realzaba aún más su figura. Todo en color negro. Estaba tan rica y sustanciosa que se la levantaría hasta los muertos. ¡Uf! Esto es demasiado. Menos mal que estoy atado y bien atado…

Ella hizo mención de quitarse todo.

—¡No! Doña Lorelai, por lo que más quiera…, no se me desnude, quédese así como está, zapatos incluidos; quítese sólo lo indispensable para nuestro negocio y acérquese, por favor… acérquese.

Se engarzaron; ya en las primeras embestidas ella se dijo que esto es otra cosa (don Casto no la “cogía”, sólo la manchaba), pero notó que aquí falta algo; tomó la iniciativa y tuvo a bien el destapar al galán, después lo desató para yogar por conducto reglamentario.

Él, al verse suelto, a pesar de su amistad con don Casto y de las promesas hechas, y más teniendo a tiro a una señora de semejante calibre, decidió aprovechar la oportunidad y con un “venga usted para acá, cordera”, se la cepilló dos veces más, una por cada lado.

Don Casto, por decoro, los había dejado solos para que solventaran más a su aire y se alejó por los últimos recovecos de sus amplios jardines; aun así, a pesar de estar lejos, juraría haber escuchado los gemidos de placer de su señora. “No, se dijo, serán esas aves que vuelan alto y que imitan la voz humana”.

Después del lance de “inseminación”, doña Lorelai, con destreza, amarró al galán como antes y le colocó la sábana. Y aquí no ha pasado nada; bueno, aquí no ha pasado nada si exceptuamos que ella tuvo que acostarse con pijama recio durante unos días hasta que se le borraron los cardenales y arañazos de brazos y muslos y algún leve mordisco en el cuello de los que se cobran en coyunda. Adujo ante don Casto que estaba muy constipada.

Cuando al tiempo legal doña Lorelai alumbró gemelos, cuando convenía exclamaba: “es que mi don Casto es muy hombre”.



Vicente Galdeano Lobera