miércoles, 26 de febrero de 2020

Dulce amargor




Bonifacio, ya cuarentón, había conseguido por fin su sueño de vivir del cuento; pegó braguetazo y se colocó en escalafón social alto. En su día se empleó de recio para conquistar a Edelmira, dama cuya amplia riqueza, es solo comparable con su fealdad. Tenía el cráneo deformado por hidrocefalia, y poseía un ojo como un huevo y el otro chico como una lenteja. Bonifacio pasó por alto estos detalles, pues su estampa se asemejaba a una albóndiga con patas; además, él iba a lo suyo. Pero al tiempo notó hastío, Edelmira lo rechazaba del lecho nupcial; como no le salían las cuentas, sintió la imperiosa necesidad de echarse una querida. Gestionó el asunto, y por azar se cruzó en su camino Dulce, venus mulata con unos ojos tan grandes y claros que daba vértigo asomarse a ellos, y con hechuras que eran una invitación al antirracismo. Esta joven recabó en la comarca con intención de echar la red.

Edelmira, con perspicacia de mujer, barruntó la tostada; mirándole de frente le dijo:
--No sé qué estás tramando, Bonifacio; seguro que nada bueno. Pero te recuerdo que la dueña del cotarro soy yo. Y no permitiré despilfarro dinerario alguno. -acompañó su advertencia con golpes de puño en la mesa.

Dulce, que también iba a lo suyo, vio que Bonifacio picó en el anzuelo; le desagradaba su pinta pero “Peores novillos he lidiado. Además este tiene la billetera bien nutrida”. Sin tanteos y con sonrisa cautivadora le soltó: “Don Bonifasio, mi amool, deseo infolmalle que pa gosá de mi compañía se necesita solvensia”. Bonifacio, sin titubeos, le entregó un estuche con un collar que combinaba bien con la tez morena de Dulce. “Esto es solo el principio”.
– ¡Oooh…! Mi amool, veo que usted entiende…, qué feliz me hace; el señool será servido…
Días más tarde, una vieja jorobada conducía a Bonifacio a la alcoba de Dulce, con la advertencia de que, dado el recato de su señora, no encendiera luz alguna hasta culminar el asunto en total silencio; la cama está justo enfrente, añadió al tiempo que cerraba. Allí reinaba espesa oscuridad que hizo temer a Bonifacio alguna celada; pero olía a eucalipto y aguzando el oído percibió la tenue respiración de Dulce. Tentando encontró la cama y dio con la desnudez de ella y, con delicadeza, retiró las sábanas; desnudo como estaba, se lanzó a solventar.
Concluyó, encendió la luz; el susto fue mayúsculo al contemplar una frente abollada y unos ojos dispares mirándole con desprecio.
En su retirada, reconsideró las consecuencias de pretender pasar quincalla por alhajas.

 Vicente Galdeano Lobera.