miércoles, 27 de febrero de 2019

Nostalgia de don Acisclo

A primera vista cualquier mortal le envidiaría, pero cada uno sabe muy bien dónde le aprieta el zapato, pensaba don Acisclo. Millonario como era, jamás imaginó que al pasar por ciertos lugares que antes desdeñaba, iba a sentir nostalgia y un nudo en la garganta obligándolo a soltar lágrimas.

Era el barrio de su ciudad donde había nacido; en sus callejuelas estrechas, reinaban la limpieza y camaradería, estaban las casas siempre abiertas y al salir de la escuela, una rebanada de pan con vino y azúcar no se la negaban en la vecindad. De eso hacía muchos años, claro; cuando era niño. Ahora en sus callejas, aparte de suciedad, olor a orines, estar poco alumbradas de noche y cada vez con más viviendas deshabitadas que se metían okupas, tornó a lugar de trapicheo muy inseguro.

Qué factores influían en Acisclo para sentir nostalgia del lugar descrito no se sabe; pero, claro, en el barrio aún estaba el bar dónde pasó buenos ratos, los mejores de su vida, con sus antiguos camaradas, que al acercarse se oía el jolgorio; también la música adictiva de las tragaperras, que tanto le gustaban; y la risa de Merche Altabás, la limpiadora, de la que siempre anduvo enamoriscado. Además muy cerca se ubicaba también la peña recreativa con su salón de fiestas. Con no acercarse al lugar, solucionado. Pero sentía una atracción, un masoquismo o algo parecido… Se sentía atrapado.

Además de ser riquísimo, le había tocado la lotería, había conseguido la admiración de sus nuevos amigos y allegados; todos lo trataban con respeto no exento de halago gratuito. En esta concurrencia abundaban banqueros, empresarios, personajes influyentes, algún político y mujeres guapas. Y, claro, con este plantel de nuevas amistades, don Acisclo se envaneció en exceso y despidió con malos modos a sus compinches de siempre, que en su día les prometió barra libre cuando estuvieran con él. Incluido don Bernardo el conserje, su acompañante de libaciones y filosofías: “¡Son ustedes unos gorrones de marca mayor y no quiero tratos con aprovechados!”, les dijo. Con poca elegancia, dejó a la vista su fondo de tacaño y mísero.

Comprobó tarde que en sus nuevas amistades no había sentimiento, solo interés; y un paripé que para nada se parecía a la propia amistad y confianza. En lo relativo a mujeres, don Acisclo no se comía una rosca; se arrimaban a los eventos y fiestas que él daba, pero de intimar, tararí que te vi… Aún recuerda el bofetón que recibió cuando intentó un arrumaco con Merche Altabás; “sabrá don Acisclo que una es pobre, pero muy decente; y, además -añadió la muy ingrata-, aunque se me presentara forrado de diamantes, jamás iría con usted”. Esta aclaración le dolió más que el tortazo.

Claro, su estampa no atraía precisamente a las féminas; de natural esmirriado y con mala color parecía que los millones le pesaran haciéndole más pequeño y encorvado. Para colmo se había hecho un injerto capilar para tapar su calva, y el profesional, quizá pasado de carajillos o con mala baba, le había implantado una mata de cabellos oscuros muy discordantes con su fisionomía color cetrino. Parecía tocado con una boina vieja.

Don Acisclo, resignado, acudía a desfogarse a burdeles donde no le conocieran. Temía que los rufianes barruntaran su riqueza y lo secuestraran. Esto del secuestro, le quitaba sobremanera el sueño y el sosiego; veía secuestradores por todas partes, Contrató guardaespaldas, pero a su vez le restaban intimidad fiscalizando todos sus movimientos metiéndose en un tiovivo de difícil salida.

De una tacada eliminó escolta, orgullo y prejuicio. En el bar, los parroquianos al ver entrar a don Acisclo, mudaron el jolgorio por un silencio ensordecedor; hasta que Merche salió del mostrador secándose las manos en el delantal, lo abrazó y le estampó dos besos.



Vicente Galdeano Lobera.