sábado, 12 de junio de 2021

Maese Jusepillo

 


— Como ven, distinguidos señores, a mí la poesía me brota a raudales; me sale como el nacimiento de cierto río, allá por la sierra de Alcaraz que, en periodos que es difícil prever, revienta de pronto entre paredes rocosas originando con gran estruendo, una singular cascada de aguas cristalinas que da lugar a un cauce variable e inunda de belleza donde hacía poco solo enseñoreaba la sequedad. Así me fluyen a mí los versos. Escuchen, escuchen…

Al llegar aquí, el orador notó su boca seca: “mozo, sírvame otro carajillo, por favor.” “Sus deseos son órdenes, maese.” Al llegar aquí la cosa se ponía regular; el orador comenzaba una perorata, con voz ahuecada, de unos cuantos pareados muy flojos y muy trillados y peor medidos, algunos copiados de autores de renombre. Hasta aquí, regular, como hemos dicho; lo malo es cuando quería emular a poetas célebres con composiciones largas; entonces, los “distinguidos señores”, que sin comerlo ni beberlo veían venir el tostón, apuraban los tragos, pagaban y se abrían en desbandada: en el cuarto del mesón que les servía de “ateneo” quedaban, en la mesa algo mugrienta con bancos corridos, el maese y, como mucho, tres más.

— ¡Ingratos…! Se van, ellos se lo pierden… pero volverán como volvieron las oscuras golondrinas de Bécquer; volverán a que les ilumine con mi saber –mozo, otro carajillo–. Muchas gracias por no desertar, amigos; ustedes sí que saben apreciar mi arte y valoran que están ante un gran poeta. Como premio, si ustedes lo tienen a bien, les deleitaré con unos sonetos de mi invención que les ilustrará y les pondrá los vellos de punta.

Echó mano de unos apuntes y maese Jusepillo comenzó a declamar con semblante grave y ojos en blanco. Al poco le cortó el Prudencio –este buen hombre, de prudente tenía poco.

—Oiga, maese, esos versos los he leído yo en algún sitio; son de Marcial, poeta bilbilitano…

A maese Jusepillo le sentó la observación como un escopetazo de sal. Y más, dicha por un aldeano –este Prudencio es un somarda, siempre anda poniéndome zancadillas.

— ¿Marcial? ¿Marcial…? Sí, también es muy buen poeta; mire, no le digo que en algún verso puede coincidir, porque las palabras están para usarlas; pero estas letras que he pronunciado son de mi invención. Le diré más –Justepillo no se arredraba así como así y defendía su prestigio–: las comparaciones son odiosas y repito que yo soy un gran poeta y Marcial también fue bueno, pero hace dos mil años.

Bueno, el caso es que el aldeano con su imprudencia había conseguido desbaratar las declamaciones del maese que, enfurruñado, recogió sus papeles y, después de marcarse otro carajillo, marchó con viento fresco. Bueno, al verlo algo azumbrado decidieron acompañarle a su refugio.

Maese Jusepillo, se las había arreglado para captar adeptos y aficionarles a las letras. Para eso, en el mesón del Serapio, se reunían una vez por semana un par de horas. En ese tiempo entre ocho o diez simples se embebían de la pretendida erudición del maese. No entendían apenas lo que decía Jusepillo, ni les gustaba la poesía, ni los libros, ni nada, pero ponían cara de entendidos para pasar por sapientes. Por otra parte, el asistir a la charla les daba un barniz de sabiondos que causaba impresión ante la vecindad y les daba también cierto predicamento entre las mozas. El único requisito exigido para asistir a esta reunión era que había que abastecer de carajillos al maese que, como los trasegaba como el agua, un día sí y otro también había que llevarlo en volandas a causa del pedal que agarraba.

Maese Jusepillo, también presumía de que a sus cincuenta años mantenía su cintura y caderas estrechas y su cuerpo serrano; lo que pasaba por alto es describir la panza que lucía; más de una vez por la huerta le pararon los guardias:

— ¡¿Qué lleva usted ahí?!

— ¿Dónde…?

En la pocha. Seguro que ha mangado alguna sandía.

— Dejen mi barriga en paz, que mis dineros me cuesta el mantenerla.

— ¡Ah! Vale, puede continuar.

El aforo a la reunión de maese Jusepillo era libre; iban y venían distintos lugareños, pero siempre con la misma intención: aparentar interés por la cultura. Cierto día acudieron El Pepón y el Dimas que al entrar se quitaron la boina en señal de respeto; estos señores eran algo sordos y no entendieron bien de qué iba la cosa, hasta que tuvieron que soltar la mosca para el bebercio del maese. Se hicieron los suecos pero, a regañadientes y por eso del qué dirán, pagaron. Pero les quedó mal gusto de boca debido a las bilis.

Al terminar, maese Jusepillo llevaba una cogorza mayúscula y los sordos se ofrecieron voluntarios para llevarle a casa. Lo que pasa es que cambiaron de itinerario y lo capuzaron al pilón. Y no había agua.


Vicente Galdeano Lobera




No hay comentarios:

Publicar un comentario