—Mira, Javier,
ésta es mi amiga Rosa que como puedes ver es anoréxica y ha venido a pasar unos
días con nosotros. Dormirá en el sofá cama del salón.
—Encantado, Rosa…
—Igualmente,
Javier.
Rosa, dentro de la
poquita cosa en que había derivado, resultaba; estaba en la treintena, lucía
una envidiable mata de pelo negro y, pese a su delgadez, estaba muy bien
proporcionada. Era de pocas palabras, esto lo achaqué a falta de confianza.
Ya, esa misma
tarde, sonó el teléfono varias veces, eran para ella; en cada llamada se pegaba
sus buenos veinte minutos hablando. “Amigos, que me echan de menos”. En la
cena, aun le hicimos probar un poco de jamón y ensalada.
Al día siguiente,
al volver del trabajo, encontré con mi mujer y Rosa a una tremenda mulata,
mujer de cumplida alzada, en báscula no bajaría de las ocho arrobas. –Jope,
para manejar a esta hembra hay que desayunar bien- pensé. –Es Marcela, amiga
íntima de Rosa, aclaró mi esposa. Mientras, las conversaciones telefónicas
menudeaban.
A los dos o tres días,
además de la mulata, encuentro en casa a un negro retinto más grande que ella,
-es Benhaixa, dijo Conchi, mi mujer, gran amigo de Rosa. –Caray, que amistades
cultiva ésta, me dije. En fin, todo sea por ayudarla en su problema.
Otro día, me
encuentro en el salón a dos moros, él con chilaba y ella con atuendo parecido y
turbante, los dos grandes como castillos; Mustafá y Rania, se presentaron,
amigos de Rosa, nos conocimos en el centro de integración.
Esto iba tomando
mal cariz… Al mes de acoger en casa a Rosa, llegué a contar hasta dieciséis los
andovas que acudían a casa. De distintas razas; y ninguno trabajaba, pero le
pegaban cada merma a la despensa que temblaba el misterio. Eso sin contar que
bebían como cosacos.
—Esto no va a
poder ser, Conchi, no somos una casa de acogida; la Alianza de Civilizaciones
que la apliquen los políticos en su domicilio.
Ten paciencia,
Javier, sólo serán unos meses a ver si se recupera Rosa. Dice que está muy a gusto
en casa.
—Y tanto, con todo
gratis incluido el teléfono, ya puede estar bien, ya.
Pues nada, Javier,
-me dije- paciencia y barajar. Pero la paciencia y el barajar también tiene un
límite, y yo andaba cada día más mosqueado.
Se me ocurrió acercarme
a casa a media mañana y encontré la explicación: al entrar al salón, con los
muebles convenientemente apartados, con una gran alfombra en el suelo, cojines
y almohadas por todos lados, allí estaban desnudos la mulata, el negro, los
moros, Rosa y dos sudamericanos; el moro dándole a la mulata, a su vez, el
negro al moro, Rosa hecha un revoltijo entre la mora y los sudacas –Caray, con la
mosquita muerta, era una ninfómana de marca mayor, tocaba todos palos, machos,
hembras y seguro que si hubiera habido
algún bicho también- no daba abasto ni con la boca, manos y pies, con todos
orificios ocupados. Una orgía y, como diría Sabina, esta es la mía, pensando en
participar; pero y tanto que era la mía, allí estaba Conchi entre Rosa y la
mora y los sudacas. Daban unos gemidos que ni se enteraron de mi presencia. Se
me ocurrió amonestarles y echarles un pozal de agua fría a ver cómo reaccionaban.
Reaccionaron con violencia. Si no escapo me apalean.
Ahora estoy
viviendo solo en un pequeño apartamento en espera de la tramitación del
divorcio. Mi mujer exige que le pase una pensión.
Vicente Galdeano Lobera.
que bueno!!
ResponderEliminarMe ha gustado! Me sacado una sonrisa.
ResponderEliminarEstá claro que uno no puede volver pronto a casa....(por si acaso). Gracias disfruto mucho con tus relatos
ResponderEliminarMuchas gracias por leerme, Alfonso. Comentarios así, animan a este humilde escribidor...
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