Hoy en día cunde entre los jóvenes una ola
de titulitis; todos quieren ser universitarios para desembocar en una
graduación o más. Y sus progenitores no pierden comba; en cualquier
conversación con compañeros de trabajo, de afición o de lo que sea, no es
difícil escuchar: Pues mi hijo es “inginiero”, mi hija es catedrática, mi
“Rosío” es “dotora en quimicas”; y cosas así. Claro, están en su derecho de
presumir de haber dotado de estudios superiores a su prole. Otra cosa es que
esos títulos les sirvan para abrirse camino decente en la vida.
Bueno, también pueden meterse en un partido
político y dedicarse a la charlatanería. Pero para eso hay que saber marear la
perdiz hablando horas sin decir nada y sin mojarse. Y no todos valen. Pero,
como todo, con método, se aprende. Tienen garantizado que, entre la presunción
de inocencia y la disciplina y adoctrinamiento del partido, se van a forrar.
Yo, no tengo ningún problema, después de
toda vida trabajando, casi sin acudir a la escuela, el jubilarme ha sido para
mí un renacer. Sin darme cuenta, y a una velocidad de vértigo, me he diplomado
en ZAFIEDAD y TORPEZA. ¡Qué digo diplomado…! ¡Licenciado soy en estas materias!
Sobre todo en METER LA PATA. A
este paso espero alcanzar el doctorado de aquí a poco. Estoy admirado de mí
mismo y me recreo de mis progresos y avanzo con suma facilidad en mi carrera.
Si me hubiera dedicado a otra especialidad,
seguro que hoy sería un gran sabio. No sé como me las arreglo, sin ninguna
intención, tengo arte para entorpecer cualquier reunión y poner en contra mía a
todos los asistentes. Últimamente no doy abasto; primero se mosquearon, y con
razón, la cúpula de una asociación literaria a la que yo asisto y, cuando
pensaba que ya estaba solucionado el asunto, se me pone en mi contra, muy
enfadada, nada menos que una joven que barandea el asunto –dama de singular
belleza, sólo comparable con su simpatía. ¡Vive dios! Pero es que mi
especialidad me fluye sin querer. Y yo, torpe que soy, en vez de sentirme
orgulloso de mi licenciatura, me da por pasarlo muy mal, sintiéndome culpable
de todo, pero sin saber de qué. Quitándome la poca paz y sosiego y mi
inmerecido descanso de la noche para conciliar el sueño.
De ahora en adelante, cuando sea mayor, voy
a poner todo mi empeño en aprender.
Vicente
Galdeano Lobera. 26/809/2016.
¡Animo!Todos nos equivocamos, muchas veces, pero quien no lo reconoce no aprende de sus errores y avanza. No hay listos ni tontos; solo mediocres que creen que no se equivocan nunca.
ResponderEliminar¡Caray... Manuel! Ya veo que estás al tanto. Muchas gracias por tu comentario. Un abrazo.
ResponderEliminarLa titulitis la iniciamos nuestra generación, Vicente. Con la bonanza económica pudimos "ingienerizar"a nuestra prole, en un momento en que los que tenían título eran de la clase media y profesional. Con la sobreabundancia de "Señores Don", hemos conseguido que esa clase media sean "ninis" titulados y parasitarios, pero eso sí: Con un título enmarcado en oro y firmado por Juan Carlos I que preside la pared frente a la librería. En cuanto a la otra parte del relato me parece que tu metes la pata cuando y donde quieres, y no digo más. El desarrollo, como siempre, me gusta, pues dejas que el ingenio fluya libremente.
ResponderEliminarMuchas graciaS, José, Tú siempre tan amable y comprensivo conmigo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Vicente, con tu permiso, copio y uso un trocito de tu plana que me ha hecho sonreír.
ResponderEliminarJaime, puedes coger los trozos que quieras. Así se verán más mis escritos.
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