—Muy buenas… ¿Qué desean los señores? –Se dirigió el metre a dos fulanos treintañeros en un restaurante de alto copete.
—Pues veníamos a comer, a comer pescado, pero de lo más caro, ¿eh? Somos ricos y sepa usted que disponemos de muchas pesetas.
—Pesetas, pesetas… –Paquico siempre repetía la última palabra de su amigo Jesusín, bien como eco o por lisonja.
Los fulanos gastaban una pinta de palurdos que tiraban de espalda, Jesusín era larguirucho, con cara afilada de una fealdad sublime, y miraba con la boca abierta como los tontos; usaba vestimenta muy ajustada y de colorines, en plan moderno. Paquico, más bajo que su amigo, pero recio, era un hombre amarillento, con la cara más ancha que la frente, los ojos mustios y en la boca pocos dientes oscuros y en desorden, vestía igual que el otro y su aspecto era desagradable. Los dos amigos llevaban boina calada hasta los ojos. Pero estaban forrados, les tocó el gordo en la lotería.
El metre barruntó que los colegas tenían viruta, pasó por alto lo del aspecto y los situó en una mesa discreta con vistas al mar. Les mostró la carta.
—Bien, qué van a comer los señores… –el maestresala reprimió como pudo una carcajada, Paquico miraba con suma atención la carta, pero la tenía al revés.
—Mire –dijo Jesusín–, resulta que nosotros tenemos dinero y queremos comer bien y, sobre todo, de lo más caro. Como esta cartulina no la entendemos muy bien, aconséjenos usted –usted, usted, repitió como un eco Paquico.
El metre les recomendó como entrante unas angulas, son especialidad de la casa y, sobre todo, son caras (caras, caras, respondió el eco). Lo de las angulas les moló. Venga pues, nos ponga angulas (angulas, angulas)
— ¿Cuántas desean los señores?
Los fulanos se miraron confusos, pero Jesusín, en plan experto, mirando al techo como si sacara cuentas, contestó que cinco, a cada uno nos ponga usted cinco (cinco, cinco).
Les sirvieron las gulas –estos julais que no entienden, con gulas van que arden– bien emplatadas en tartera de barro; casi no se veían las cinco gulas. Para beber sacaron un Verdejo de gran precio, claro. Jesusín, como “experto”, pidió gaseosa para mezclar (mezclar, mezclar). Menos mal que las sirvieron al ajillo con abundante salsa picante y los comensales se hartaron de mojar pan. Paquico no quedó muy convencido con las viandas de la ciudad; Jesusín que también era tonto, pero con más iniciativa, le aclaró que tendría que acostumbrarse a comer como los ricos, que es lo que mola, hombre, que es lo que mola, o nos van a tomar por catetos (catetos, catetos).
—De segundo me permito sugerir a los señores un besugo al horno que es también nuestra especialidad. Está para chuparse los dedos.
Los amigos se miraron algo confusos. Escarmentados con eso de las angulas demandaron quince besugos ¿Quince besugos? ¿Están seguros los señores? Jesusín respondió que sí; como tenemos dinero, para cada uno pónganos usted quince besugos (besugos, besugos).
—Los señores serán servidos –contestó el metre.
Quizá produzca nostalgia aquella época en que en cada aldea había un tonto. Como mucho dos –ahora, si contamos los vagos y subvencionados, hay más, bastantes más–. Estos personajes, que solían ser pacíficos, trabajar, lo que se dice trabajar, trabajaban poco, más bien nada; claro, como son tontos… Pero si quitamos que de vez en cuando recibían alguna mano de palos, burlas y algún chapuzón en el abrevadero, no tenían mal pasar, no; además los más avispados de la comarca los empleaban –a estos tontos– de correveidiles, recaderos y otros menesteres. Y tampoco hacían la mili. A Jesusín y Paquico, tontos oficiales del pueblo, a finales de los años setenta, les salió el sol con esto de la democracia; el departamento correspondiente los consideró deficientes intelectuales –en vez de tontos–, y les concedió paga y, con programas de integración, organizaron viajes culturales. En uno de esos viajes, les llevaron a estos “deficientes” con otros de la comarca a la ciudad –Jesusín y Paquito se escabulleron y se pasaron el día jugando al futbolín hasta la hora de regreso. En la sala de juegos sacaron dos décimos a la lotería. Y mira tú por dónde les tocó el gordo y de la noche a la mañana se volvieron ricos.
— ¿Ves, Paquico…? Esto de la democracia funciona y es fabuloso; sin ir más lejos a nosotros las autoridades nos dieron paga, y encima, ahora nos toca la lotería; todo gracias a la democracia (Democracia, democracia). Democracia bendita (Bendita, bendita…).
Como nuevos ricos decidieron que ya es hora de comer como los millonarios que somos. Viajaremos al norte y nos hartamos de cosas exquisitas. Ya está bien de comer a todas horas cocido maragato con todos avíos, de comer jamón y embutidos comarcales, de frutas y hortalizas que nos salen por las orejas. Ahora que somos potentados, solo comeremos exquisiteces. Vaya que sí.
Está visto que el dinero –el único dios verdadero, que dijo aquel– trastoca el comportamiento a los más pintados. Incluso a los tontos.
Vicente Galdeano Lobera
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