miércoles, 18 de junio de 2025

Sentimentalismo

Brisa terminó por fin su manuscrito. Había invertido bastante tiempo, pero el esfuerzo mereció la pena; ilusionada, vio llegada la hora de publicar su libro, de presentarse como escritora. Brisa, a quien conocemos de algún relato anterior, tenía afición desmedida a los libros, afición que hacía notar todo el rato a su cohorte de admiradores; para que no dudaran de su amor a las letras.

Brisa, Era mujer joven, sencilla, de muy buenas hechuras, de belleza casi alarmante y de alta formación; feminista, progresista, izquierdista y algunos istas más. Según convenga, claro. De simpatía natural, estaba dotada de una sonrisa y risa que le iluminaba la cara y fascinaba a todo dios. Por supuesto que la obra en que Brisa había puesto tanta ilusión, esta cohorte de admiradores, que la adulaban en exceso, la animaron a publicarla; adelante, Brisa, cualquier editorial, y más si es de prestigio, editará tu libro y serás famosa. Es una obra tan perfecta que no parece real. 

Brisa comprobó, de primera mano, que las editoriales no suelen hacer mucho caso del aluvión de borradores que reciben diariamente. Y más si son de autores desconocidos. De acuerdo, señora, miraremos su original y le contestaremos. Pero después de peregrinar por una docena de editores con el borrador de su obra, ninguno le contestó. Por fin, por medio de ciertas influencias, un editor se dignó en repasar su obra. El editor sopesó que esas ciertas influencias eran de un político de peso. Decidió atenderle; por si acaso.

—Bien, ¿cuánto tiempo dice que le ha llevado a usted escribir la obra?

—Casi cinco años, que se dice pronto. 

— ¡Hombre! Pues el promedio que arroja no es para tirar cohetes, no…, cinco años para escribir sesenta páginas y en letra grande, digamos que no es ninguna proeza. Precisamente.

El comentario le sonó a Brisa como un escopetazo de sal. Y más, dicho por el editor jefe, un hombrecillo de corta talla, casi calvo, nariz enorme y gesto avinagrado. Brisa, acostumbrada a que todos le bailaran el agua, con el editor topó con hueso. Se conoce que el hombrecillo era objetivo y no se dejó fascinar por la sonrisa y risa de la escritora. Qué le vamos a hacer. Continuó el editor diciéndole a la bella, más o menos que, analizada su obra, observó que era corta, pero poco intensa. Lo que vio fue un cúmulo de perfecciones sólo comprensibles para lectores de coeficiente intelectual muy alto. Es decir, lo que yo he visto en su libro es un compendio de bondades, de buenas intenciones, con muy buenos sentimientos; todo predicado con delicadeza y emotividad exquisita. Quizá lo que le falta a la trama es además de predicar, también dar algo de trigo; es decir, algún golpe bajo, alguna jugarreta, enredo…, yo qué sé. Chispa es lo que necesita su libro, vamos. 

Aún añadió el editor. que para ser autora de renombre tendría que aprender que con los buenos sentimientos se hace la peor literatura.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Señal luminosa

“Sueño con la señal; al menor descuido soporto un chaparrón de palos administrado por un cabo varas de muy malas pulgas”. –El cabo varas ejercía de vigilante y le enfadaba sobremanera levantarse de ver la tele para avisar a sus custodiados; por eso habían instalado una señal luminosa en la jaula.

Nos hallamos en un lejano país de Dios sabe dónde. El soñador era don Facundo Garulo, eminente juez del Consejo Superior que, junto a otra eminencia de la misma ralea, estaban enjaulados y vestidos de pajarracos en una galería abierta al público. Su misión consistía, cuando se acercaban visitantes, en trinar y corretear parodiando a jilgueros. Debían estar atentos a la luz y hacer su misión si venía gente; si no, “cobraban”.

Después de un ímprobo y arriesgado trabajo, la gendarmería había echado el guante a un mafioso reincidente –Cardelino, lo apodaban–, acusado de proxeneta, traficante, secuestrador, torturador y más. Su señoría Garulo y compaña no tuvieron reparo en dejar en libertad provisional al hampón. Lo soltaron y el Cardelino voló. El tal había untado bien a sus eminencias y les envió “gatitas” de buen ver para que lo soltaran. 

Pillados con el paso cambiado, procesaron a sus eminencias. En la vista, otros eminentes jueces, los condenaron a pagar mil cuatrocientos pesos –unos trescientos euros al cambio–, con la promesa de que “no lo harían más”.

Ante esta burla, irrumpieron en la sala seis mastodontes con zurriaga exigiendo la modificación del veredicto, “o aquí arderá Troya”, dijeron.

— ¡Guardias! ¡Párenles…! ¡Esto es desacato, entorpecimiento de la labor judicial! ¡Les caerán diez años…! –Exclamó el jefe-sala.

No pudieron decir más, los guardias estaban fuera y las puertas atrancadas; los seis mastodontes se despacharon repartiendo leña a mansalva con ruido, rasgado de togas, y sonoras bofetadas aplicadas a sus señorías. Todo entre recias palabras.

Consiguieron hacer pagar a los juzgadores setenta y cinco mil pesos por barba --unos quince mil euros–; y a los soltadores, “desplumarlos” y enjaularlos con dieta de cañamones, agua y pan. Y “que trinen hasta cazar otra vez al Cardelino”.




martes, 29 de abril de 2025

Peculiaridades

Cada sujeto tiene su peculiaridad que lo diferencia de otros. Marcelino Morral, rapaz esmirriado que frisaba los diez años, hacía gala de una torpeza sublime en la escuela; don Fulgencio el maestro, nunca logró hacer pasar a Marcelino del mi mamá me mima, y eso que aplicaba el principio de la letra, con sangre entra. Aplicaba esto a rajatabla, pero ni aun con esas. 

Marcelino tenía otra peculiaridad, era un malarrasa inteligentísimo para incordiar y marear a todo dios en el pueblo. De suyo muy rencoroso por las tortas que le arreó el maestro, se la guardó, y en un descuido abrió las jaulas donde don Fulgencio criaba canarios, jilgueros, verderones y hasta un cuervo casi domesticado tenía el maestro. Las aves volaron, claro. No contento con esto, Marcelino, que era muy peculiar, saltó al corral y soltó los conejos que don Fulgencio criaba para consumo de casa. Los bichos volaron también. Denunciado el caso, a Morral no le hicieron nada, por ser menor y por falta de pruebas. Bueno, y porque el rapaz corría como un gamo y desapareció unos días del pueblo. 

Quien logró encarrilar algo al Morral fue mosen Valero, el párroco. Se las arregló para aficionar al rapaz a la religión, le inculcó vocación de servicio a la Iglesia y lo hizo monaguillo. En realidad, la vocación que tenía Marcelino, era dar buenos tientos al vino de celebración y a pegar mermas al cepillo de la parroquia. Mosen Valero, que era un bendito y comprendía la peculiaridad del monaguillo, hacía la vista gorda; todo sea por la salvación de esta alma descarriada. Amén. El caso es que en Semana Santa, Morral tocaba la carracla como nadie. Le pilló tal gusto al instrumento que de madrugada se daba un garbeo dando la tabarra por las calles estrechas del pueblo desvelando a todo dios. Al tercer día le pillaron la vuelta y, en pleno concierto de carracla, le capuzaron dos pozales de agua y una espuerta con inmundicias y lo pusieron hecho un cristo. Es que donde las dan las toman, claro. Morral se enfadó sobremanera y como represalia –ya dijimos que era rencoroso, además de peculiar–, después de Pascua hizo el paseíllo también de madrugada y por el mismo trayecto haciendo sonar un cencerro que afanó en la vaquería del señor Manolo. Marcelino, precavido miraba hacia arriba, por eso del agua y demás, pero al día siguiente, a pesar de mirar hacia arriba –quizá debía mirar también para abajo–, de un callejón salieron tres encapuchados y lo majaron a palos. Esto para que vayas haciendo boca y te acostumbres a no incordiar, le advirtieron. Se conoce que los encapuchados no entendían la peculiaridad de Morral. Qué le vamos a hacer.

Marcelino, que por los golpes anduvo escorado unos días, sospechó, por las trazas, que los encapuchados eran Fulgencio, alias el Tocinero y sus hijos; presentó denuncia en la alcaldía. El edil le dijo que sin testigos sería muy difícil demostrar la autoría de los hechos, y que seguramente los autores serían forasteros de los que acuden en Semana Santa al pueblo. Además, para evitar chaparrones y palos, lo que tienes que hacer es no dar la tabarra a tan altas horas de la madrugada, hombre, añadió.

Morral –no conforme con el dictamen del alcalde–, decidió actuar por su cuenta y acudió a la granja de cerdos del Fulgencio, a ver si podía vengarse; a mí, quien me la hace me la paga. Estos merecen escarmiento, vaya que sí. La ocasión le vino de cara; en un cercado junto a la granja del Fulgencio, había unos cuarenta tocinos preparados para cargarlos al camión allí dispuesto. Por el lugar no se veía un alma; sin pensarlo dos veces, Marcelino abrió la corraliza y los tocinos escaparon despavoridos con gran alboroto. Con semejante escandalera los tocineros acudieron a ver qué pasaba y aún vieron a Morral escapar. Costó Dios y ayuda recuperar a los cerdos –se ahogaron cuatro en una gran acequia cercana–, intervinieron en el rescate la Guardia Civil y los bomberos. Quedó claro que la gamberrada de Marcelino Morral se pasaba de peculiar. Lo malo es que esta peculiaridad no les hizo ninguna gracia a los tocineros y denunciaron. A Marcelino lo sentenciaron al Reformatorio hasta la mayoría de edad. Vistos los antecedentes de Morral, no sirvieron de nada las súplicas ni la intersección de mosen Valero, que era un bendito, para evitar el correccional. En el Reformatorio no debieron tratar a Marcelino con guantes de seda; cumplida la condena regresó al pueblo. Parecía otro, andaba más derecho que una vela y más suave que una malva. Y ya no era tan peculiar. Lo que mantuvo intacto, a pesar del encierro, fue su aversión al trabajo y la torpeza con las letras; ahí, sí mantuvo su peculiaridad.

 Llegados a este punto, su familia le planteó que en adelante  tendría que doblar algo el lomo, que no iba a vivir del cuento. A sus dieciocho años, Marcelino era más bien pequeño, esmirriado y endeble, pero para esquilador, podador, o como cabrero serviría. Como esquilador no sirvió; a punto estuvo, más de una vez, de desgraciar a la res cortándole una oreja o zajarle una pata. Como podador resultó una nulidad; árbol que podaba, árbol que desgraciada. Al podar las viñas fue peor; más de un año se quedaron sin vino. Como pastor, peculiar tirando a mal; en un descuido se le metieron el rebaño y el burro en la viña y a fe que la podaron bien. Ese año sacaron vino para dar y vender; se conoce que el ganado entendía más de poda que Marcelino. Lo que son las cosas.

Entre estas hazañas y otras, todas muy peculiares, pasó el tiempo y a Morral lo llamaron a filas. En el ejército, además de instrucción, higiene y urbanidad, a trancas y barrancas le enseñaron a leer y escribir. A partir de ahí su autoestima creció y en los permisos hacía notar todo el rato a sus paisanos, lo importante que es el saber y lo listo que soy yo y que ya he terminado de guiar cabras. Me han ofrecido reengancharme al ejército y pronto seré sargento y guiaré hombres. Vaya que sí. Pasados tres años, Marcelino ascendió a cabo; con semejante grado, el cabo Morral se envaneció más de la cuenta y fastidiaba a los inferiores. Al cabo Morral se le bajaron pronto los humos; los subordinados mosqueados se las arreglaron para, de incógnito, medirle las costillas al caboEn lo sucesivo, Morral, peculiar él, andaba con pies de plomo; por si acaso.

En el ejército, Marcelino estaba como Dios, eso de entender algo de letras y de números lo agrandaba sobremanera; encima disfrutaba de sustento y vestimenta gratis. Pero está visto que para mantener el buen vivir hay que aplicarse algo. Cuando ya llevaba nueve años y, a pesar de hacer cursos no aprobaba para sargento, recibió una notificación de la Superioridad: 

Cabo don Marcelino Morral Garralda:

Por orden de la Superioridad, le comunicamos que, según el protocolo en vigor, al no superar usted las pruebas de ascenso en el escalafón, en treinta días naturales a partir de esta fecha causa usted baja en el Ejército. Deberá usted devolver el uniforme completo, incluyendo las insignias de grado, calzado y cualquier otro elemento propiedad del Estado.

La Capitanía le agradece los servicios prestados.

Dios guarde a usted muchos años.

Mal dilema, en la milicia, Marcelino se había acostumbrado a no trabajar y en adelante tendría idear alguna peculiaridad para seguir en la misma línea.

Ya en su pueblo, por mediación de mosen Valero, que era un bendito, logró emplearse en el concejo como basurero, recadero, sepulturero, cobrador de la Alfarda…, y a ratos sacristán. Y aún le quedaba tiempo para farolear de lo listo que soy yo.


Vicente Galdeano Lobera 

jueves, 3 de abril de 2025

Lastre

        Hay quien predica la monserga filosófica de que el pasado, pasado está, que hay que mirar siempre al futuro; el ayer no cuenta, si acaso el hoy, pero sobre todo el mañana. Todo esto mola mucho de cara a la galería, incluso puedes quedar como un fulano muy instruido, pero lo cierto es que si hay algo que no pasa es el pasado, somos memoria de nosotros mismos y de vivencias pasadas, somos la memoria que tenemos. Y se podría añadir que según qué pasado se convierte en un lastre difícil de soltar que te pesa toda la vida. También se dice que no eres víctima de nadie, sino cómplice de lo que tú permites. Pero esto mismo díselo a un niño a quien maltratan tanto física como emocionalmente; y más si ese maltrato procede de su propia familia, en concreto de sus hermanos mayores, y más si es con la complacencia de los padres. Lo malo es que ese niño va creciendo y, al no tener instrucción, cree que el mundo es así y se aclimata a ese trato. 

        Recibí una confidencia –hay confidencias logran ponerte malo– de un conocido en la que planteaba esta del maltrato que él sufrió. Que conste que no busco conmiseración, sólo desahogo, le considero de toda confianza, me dijo. La cosa, según me explicó, pintaba fea; se trataba de una familia con negocio propio donde reinaba el mal genio, los gritos, gruñidos…, algo parecido a una guarida de lobos, donde el horizonte era desolador; sólo se vislumbraba trabajo, trabajo, trabajo y después más trabajo. Envidiaba a sus amigos; ellos tenían en la familia refugio y cariño, él reniegos y desaires. Soportó una mezcolanza de odio, desprecio e ira mal contenida; todo esto muy difícil de sobrellevar en un niño de apenas doce años. Continuó con la semblanza de uno de sus verdugos –paradójicamente era melifluo y servil con cualquiera, y más si era algo superior–, uno de sus hermanos; se trataba de un mierda acusica de lo que no se ha hecho y delator de acciones inventadas, pero era el preferido de los padres que lo consideraban el más listo, pero la realidad es que este listo no pasaba de ser, además de chivato, un mediocre. Cuando el negocio familiar quebró, los padres se encargaron de enchufarlo en un estamento oficial. Pagando, claro. Lo malo es que hubo que pagar dos veces; el inteligente, al copiar el cuestionario de oposición que le facilitaron falló. Y eso que era listísimo. A este sujeto, los padres lo ponían como referente y ejemplo del buen hacer, y trocaban todas sus torpezas como grandes aciertos ante todos tíos y familia allegada, con clara vocación de hacerme de menos a mí. Queda patente el analfabetismo de los padres; no eran conscientes del daño que me causaban. Mi allegado recuerda las humillaciones, los insultos soportados continuamente, sin consideración ninguna, todo con objeto de anularlo y degradarlo, sobre todo ante testigos; se dio el caso de gritarle ante amigos, conocidos, incluso ante chicas… Ante este trance se quedaba paralizado, sin habla, sin encontrar palabras para defenderse, se sentía abochornado y ridículo del espectáculo que da y esa es su condena. Así destruyeron su reputación; para toda la vida. Recuerda una trifulca donde una vez más resultó humillado, con el agravante que lo observaban, además de los padres, su esposa y su hijito de seis años. Ahí tuvo a mano solucionar la cosa de una vez, por todas; tuvo a mano un macetero al lado que merecía rompérselo en la cabeza. En la cabeza del hermano mierda, claro. Seguro que lo hubiera matado, pero cuenta la consanguinidad y no lo vio correcto. Soporta ese lastre desde entonces que ve difícil soltarlo. La providencia, el Cielo o lo que sea castigó al mierda este dotándolo de una enfermedad dolorosa y está criando malvas hace años. Está junto a la tumba de mis padres y cuando me acerco tengo la sensación de encontrarme con una víbora.

El allegado siguió desahogando su drama en términos parecidos. Estuve tentado de contestarle que intentara borrar su pasado, pero era como una filosofía de aconsejador de andar por casa, sin implicarme. Fui directo al grano:

—Mire, pues me ha hecho usted la foto más perfecta de un correveidile, rastrero y abusador. La solución era fácil, pero convenía aplicarla; a ese le tenía que haber dado usted ferrete y aplastarlo como a una cucaracha, es decir; matarlo. Sin más. Añadiré que a toro pasado desahogarse no soluciona nada. Con su tolerancia les mostró a sus verdugos cómo tratarlo; Usted fue culpable.

En cuestiones íntimas, cada uno sabe dónde aprieta el zapato.



Vicente Galdeano Lobera.

viernes, 21 de febrero de 2025

Afán innovador

Cunde entre algunos jóvenes un afán innovador, un afán en cambiar las cosas, de experimentar sobre lo ya experimentado (los experimentos mejor hacerlos con gaseosa). Hasta pretenden inventar el carajillo, cosa que se descubrió hace tiempo; bueno, el carajillo alguna variación admite: se puede aviar con coñac, ron, orujo, anís, whisky…, pero lo que es inventar, el carajillo ya lo inventaron allá por el siglo XVIII. Pero hay cosas que son lo que son y no admiten retoques: la Historia, sin ir más lejos. Si se modifica es señal inequívoca de que median intereses bastardos.

Luciano Cavero, historiador, escritor, divulgador y colaborador en medios de comunicación era muy dado a hablar de sus estudios, de su buen talante para mejorar la convivencia entre los ciudadanos. Enemigo de la intolerancia, pero muy amigo de ensalzarse; casi demasiado. También muy apegado a la corrección política y a bailar al son del poder establecido, sea del color que sea.  

Que algo caerá. Considerado a sí mismo como un gran medievalista, si no el mejor, que podía hablar sobre cualquier época histórica; dijo que ya está bien, la Historia necesita explicarse para que la entiendan todos y todas; hasta los tontos, las tontas y les tontes –Cavero empleaba lenguaje inclusivo.

Mostraremos un par de perlas para que valoren por dónde van los tiros. Con clara intención de hacer la rosca a los mangantes…, digo, a los mandantes buenistas, puso en solfa al descubrimiento de América por España. Según Luciano, no hubo tal hallazgo; América ya estaba descubierta, el continente estaba poblado por millones de indígenas con costumbres muy respetables. Eso que quizá hayan escuchado ustedes de que los nativos eran unos salvajes, que hacían sacrificios humanos y practicaban el canibalismo, eso es un bulo. En cualquier caso a mí no me consta, y eso que soy licenciado en Historia, y por tanto autoridad en la materia, no lo olviden. En todo caso habrá que hacer bueno el refrán: dónde fueres, haz lo que vieres, y también yo abogo por respetar sus costumbres. Lo que queda claro es que los españoles, una pandilla de brutos que no tenían donde caerse muertos, arribaron a esas tierras con afán de saquear y, sin ninguna idea alta, esclavizar a los nativos. La colonización se pudo lograr de manera civilizada, a través del diálogo, la solidaridad y la tolerancia. Así hubiera quedado alto el pabellón de nuestro país –Cavero se resistía a nombrar España–, muy alto.

—Oiga, señor historiador –observó uno que no comulgaba con su discurso–, por esa regla de tres, cuando los romanos llegaron a nuestra península, se la cogieron con papel de fumar y nos conquistaron cantándonos canciones y de ese modo ampliaron con nuestros territorios su enorme imperio. Eso sin hablar de los suevos, alanos, vándalos, y, sobre todo de los visigodos; que seguramente fueron también muy tolerantes.

Jodo, este tira a dar –pensó Cavero–. Se vio pillado en una encerrona que no esperaba;    

intentó salir por la tangente.

—Me alegro que me haga esa observación, caballero, pero resulta que las comparaciones son odiosas, y tendríamos que abrir otro debate y esto se alargaría demasiado. Por eso vamos a ceñirnos a la mal llamada Conquista de América, que no fue propiamente conquista, fue una invasión, repito, fue un asalto inmisericorde contra los pacíficos pobladores de esas tierras. Como licenciado que soy, he investigado sobre esta materia y tengo autoridad para afirmar lo dicho.

—Claro, claro… seguramente tendrá usted razón, señor licenciado. Lo que no entiendo es cómo Colón, con poco más de cien hombres, logró someter a millones de nativos. Quizá a Colón le ayudó la Providencia, como San Jorge ayudó en la batalla de Alcoraz a don Pedro I de Aragón a vencer a los musulmanes. Disculpe mi ignorancia.

—Caballero, le advierto que estamos en una ponencia seria, y como historiador que soy no admito pitorreo. Entérese usted. –El mosqueo del ponente iba en aumento.

—No, señor licenciado, yo no me pitorreo; es que resulta que soy de natural muy curioso y aprovecho su ponencia para opinar y saber más. Por otra parte, no veo necesario que a cada paso nos recuerde usted su titulación. Ya sabemos que estamos ante un licenciado prestigioso.

Además opino que es incoherente que los españoles fueran con intención de rapiña, cuando está demostrado que fundaron ciudades, universidades, vías de comunicación…, incluso la imprenta se introdujo en el actual Méjico antes que en España.

Después de un rifirrafe entre los dos contendientes, Cavero, sin disimular su enfado dijo que eso estaba fuera de contexto, ignoró al opinador, se subió para arriba y continuó con su perorata buenista. Aún añadió a su disertación que: si por mí fuera, eliminaría el 12 de octubre como día de la Hispanidad, eliminaría todo lo relativo a los Reyes Católicos, a Colón, Hernán Cortés, Pizarro. Quitaría todo, incluyendo calles, plazas, monumentos y la madre que parió a Panete. Y por supuesto quitaría también el término Hispanidad para nombrar en su lugar: Día de la Nación Multicultural. A este disertador, no es por darle ideas, seguro que no le temblaría el pulso en celebrar esa multiculturalidad en la fecha de la Batalla de Guadalete, en el año 711; o cuando se largó a Francia don Carlos IV el Consentidor en 1808; o cuando huyó, en plan Correcaminos, don Alfonso XIII en 1931; o cuando don Francisco Largo Caballero entregó el oro de España a Rusia en 1936. Todo esto por el bien de la ciudadanía, claro.

El historiador cambió de tercio y siguió con la monserga de que este país –otra vez ignoró España– es muy rico en historia, que no la valoramos lo suficiente; si estuviéramos en Francia, seguro que Dumas hubiera sacado partido plasmando en sus obras las abundantes gestas nuestras dignas de mención, pero estamos aquí y nos dedicamos a despreciar lo nuestro. Cavero sin darse cuenta entró en contradicción; el mayor despreciador es él mismo. Es evidente que el licenciado no había leído a Cervantes, ni a Cadalso, ni a Galdós, ni a Baroja, ni a Fernández Santos… Qué le vamos a hacer.

El historiador, si se dedica a investigar eventos del pasado, si se dedica a explicarlo de forma natural y amena y, sobre todo, sin falsear nada, es todo un placer de la vida escucharle. Lo que no sé qué es repetir como un papagayo consignas empapadas de buenismo. Historiador no, quizá un cantamañanas.

Alguien dijo, siglos atrás, que un buen historiador no debe temer ni esperar nada; Cavero teme que si cambia su estribillo, los que mandan le quiten la bicoca de dar la tabarra, digo, las charlas ante una pandilla de simples. Y espera un puesto en Cultura, o, como poco, que lo hagan concejal. 

Vicente Galdeano Lobera.


jueves, 23 de enero de 2025

Cristeta

—Lo que yo le diga, don Acisclo, pero para mí que la Cristeta está preñada. Sólo le aviso, que lo veo como muy encaprichado; si el artífice de tal evento es usted, pues vale, pero si no, no, Queda advertido –La señá Fabiana, mujer vieja y apergaminada que tenía fama de clarividente, informaba a don Acisclo.

— ¡No me alarme, señá Fabiana! pero, ¿cómo se ha enterado usted?

—Eso no viene a cuento; lo sé y basta. Le aviso para que sepa a qué atenerse.

Don Acisclo Carramiñana –a quien conocemos de relatos anteriores–, quedó inquieto. Motivos tenía. El caso es que don Acisclo era rico, y se convirtió en riquísimo cuando se unió a doña Maravillas, mujer de un malhumor eterno y genio avinagrado que de maravillosa tenía poco, pero era potentada terrateniente de la comarca. El caso es que don Acisclo creía a pies juntillas que según la tradición, al ser pudiente se beneficiaría al servicio doméstico y a todo lo que se meneara bajo su jurisdicción. El caso es que esas tradiciones ya no rigen; lo comprobó don Acisclo al acercarse, en plan cariñoso, a Merche, la limpiadora. Recibió el pollo dos guantazos de los que tumban una tapia. Y esto es sólo el principio, recalcó la Merche. Lo que pasa es que don Acisclo en su nuevo estatus había engordado y era bajo, calvo, arrugado, algo encorvado y también muy hortera y era todo un repelente para la lujuria, y así no hay manera, claro. Doña Maravillas, sabedora de que el servicio doméstico rechazaba de plano a su marido, contrató como doncella a Cristeta, joven treintañera que recabó en el pueblo. Era esta Cristeta bella sin pasarse, atractiva sin pasarse, arreglada sin pasarse, elegante sin pasarse, pero una pasada de apetecible…, y ambiciosa. 

La bella valoró las circunstancias y calculó que en su nuevo empleo podía prosperar. Comenzó el protocolo de acercamiento con sus pestañeos, sus miradas, sus sí, pero no. Don Acisclo, embobado con semejante prenda, entró al trapo. Logró trincarla un par de veces, cuando ella quiso, claro. El galán, a pesar de su eyaculación precoz, pensó que era un crack, impresionado por los oooooh de placer prolongados y profundos que lanzaba Cristeta; hacía el paripé, claro.

El pronóstico de la señá Fabiana se cumplió, Cristeta estaba encinta. La chica informó a don Acisclo.

—Y ahora, Cristeta, ¿qué hacemos? Si lo deseas me separo de mi esposa y me caso contigo… Tú dirás. Lo que quiero es evitar escándalos y habladurías.

—No, don Acisclo, no tengo vocación de romper un matrimonio bien avenido; la solución es más sencilla. Se lo plantearé sin circunloquios que nos hagan perder el tiempo; esto se arregla con tres condiciones: dinero, dinero y luego más dinero ¿Qué le parece? Tenga en cuenta que lo que yo alumbre será su hijo, y puesto que usted no tiene descendencia el niño será su heredero universal.

Quedaron en que don Acisclo le daría una fuerte suma de dinero para que Cristeta marchara a su país; después otra fuerte cantidad para abortar. Más tarde, después de la convalecencia y descansar una buena temporada, podría Cristeta regresar a España y retomar su empleo de doncella. Ya sabes que aquí se te  aprecia y te queremos bien, Cristeta. 

—Gracias, don Acisclo, lo pensaré y veré lo que más me conviene –contestó la bella.

Cristeta, sí que pensó lo que más le convenía, sí. El caso es que, al tiempo reglamentario, se presentó en la finca de don Acisclo con el fruto de marras. Ahí tiene usted a su heredero, señor. Vengo a reclamar la tercera condición acordada en su día: más dinero. 

Doña Maravillas, hecha un basilisco, insultó y amenazó de tal manera, que al marido no le quedó otra que poner tierra de por medio. Por si acaso. El altercado resonó en la comarca, casi como la Campana de Huesca en el antiguo Reino de Aragón.

Siempre se ha dicho que todos tenemos un doble. Pero mira tú por dónde, el chico salió con cara redonda y enormes orejas, es decir, clavadico al Lisardo, un peón algo lelo, pero con fama de estar bien dotado; lo contrató en su día doña Maravillas para obligaciones de fuerza.

Vicente Galdeano Lobera

jueves, 26 de diciembre de 2024

Cuña del mismo palo

Cuando Ludovico, aficionado a leer, acudió al club de literatura no las tenía todas consigo. Había tanteado el terreno para ver qué nivel gastaban y qué tramo de edad tenían los componentes –Ludovico era sesentón–; pero le contestaron que lo mejor era personarse, nosotros somos de distintas edades, lo que nos une es la afición a las letras. Eso es lo que cuenta. Seguro que iba a encontrar algo parecido a un claustro de sabios con madera de escritores, le convenía andar con pies de plomo para no causar mala impresión; decidió tirar palante y que sea lo que Dios quiera. Para tal evento estuvo a punto de ponerse frac y pajarita, pero su mujer lo disuadió:

—Ande vas tú, regaera… que no procede, hombre, que no procede.

Menos mal que Ludovico le hizo caso. Claro, es que las mujeres son muy sabias.

La base cultural de Ludovico era poco sólida; hasta los doce años aun acudió a la escuela. Después, a trabajar tocan. Pero aficionado a la literatura, se dio cuenta de que en los libros está apuntado todo. Para quien quiera aprender, claro.

Armado de valor se plantó en el club; si me ningunean, no vuelvo más y en paz. Encontró Ludovico un tropel de eruditos jóvenes que explicaban y analizaban obras literarias con un toque de sentimentalidad por quien llevaba la batuta de la reunión. Además de letras, se tocaban temas de pintura, historia, cine y otras artes. Ludovico cayó de pie; lo llevaban en palmitas, incluso cuando comenzó a escribir y se atrevió a publicar. Les hizo gracia y todo eran parabienes.

Inexplicablemente, la situación pegó un giro de ciento ochenta grados; esos parabienes se tornaron en una indiferencia rayana al menosprecio. Bueno, los del club sus razones tendrían para adoptar esa actitud; qué le vamos a hacer.

—Oiga… –Le preguntaron a Ludovico–, y usted, ¿a qué achaca el giro ese de ciento ochenta grados que pegaron los del club?

—Mire, podría acogerme a mi derecho a no declarar, derecho que recoge la Constitución, pero por ser usted le contestaré: si yo aplicara el buenismo, la corrección política y el progresismo reinante, podría achacar ese giro a la ultraderecha, al machismo, al fascismo; o culparía directamente al Caudillo, o a la intolerancia con otras culturas…, o, que la culpa fue del chachachá. Eso sin descartar el cambio climático, que podría influir también. Pero no; todas estas razones no pasan de ser excusas y lugares comunes para evadir la respuesta. Iremos al grano; quizá ese giro –el de ciento ochenta grados, digo–, se deba a que a esos señores del club, calcularon mal y les salió el tocino mal capado. Eso pudiera ser. Pero, la razón que toma más fuerza, puesto que ese club lo forman una pandilla de licenciados de alto nivel, lo más probable es que mis escritos son flojos tirando a muy malos. Dicho en corto: no hay peor cuña que la del mismo palo. Eso.


Vicente Galdeano Lobera