La primera vez que
la vi, pensé… ¡Caray! ¡Esta mujer para ser bruja, sólo necesita la escoba!
Después, reconsiderando, comprendí que no precisaba complemento alguno para
alcanzar ese grado.
La trajo don Óscar
a la tertulia semanal del Centro Cívico; “Esta dama es Ofelia, mujer
emprendedora donde las haya, muy trabajadora y de alta alcurnia, con la que
pretendo, si ella lo tiene a bien, pasar el resto de mis días”. Amén, pensé, no
le alabo el gusto, don Óscar. Alguna risita ahogada se oyó entre la
concurrencia pero don Óscar, entisiasmado, no la oyó.
Don Óscar había
enviudado años atrás y nada más enterrar a su santa esposa, se puso a buscar
novia.
Pensaba que con su
situación desahogada se lo iban a rifar las féminas. Compró un gran automóvil y
se paseaba despacio por zonas veraniegas para impresionar a las mujeres. Tuvo
relativo éxito; había conseguido una colección de callos, digo de novias, de
distintos tamaños, semblantes y caracteres; pero todas horribles; Ofelia se llevaba
la palma, era la vigésimo sexta. Además; si se hubieran puesto de acuerdo él y
las ínclitas, hubieran muy bien incrementado sus ingresos montando un museo de
terror.
Claro, don Óscar
tampoco era un adonis; con setenta años mal llevados, a primera impresión daba
el pego, pero enseguida agotaba su repertorio de agudezas para dar paso a toda
clase de manías avarientas de viejo. Ellas, aun siendo feas, no lo aguantaban.
Don Óscar me habló confidencialmente.
—Oiga, señor ¿Usted
dónde ve el fallo de mi conducta? Las mujeres conque emparejo me abandonan
enseguida. Algunas ni una semana duran…
El hombre me había
cogido confianza y sinceramente pedía consejo. —De hombre a hombre, continuó, ¿Qué me aconseja?
Adivinaba que iba a
consultarme; yo tenía la respuesta preparada.
—Don Óscar, tengo
la solución para su caso ¿Tiene usted espejo en casa?
Don Oscar me miró
con recelo; quizá pensaba que me pitorreaba.
— ¿Espejo?
Pues claro que tengo espejo, señor. En el baño hay uno…
—No, no, no, no… Ese no me vale;
tiene que ser un espejo mural, que ocupe toda pared y, a poder ser,
complementado con otro en ángulo de noventa grados; y con iluminación adecuada.
—Lo puedo mandar instalar,
contestó, pero no veo en eso ninguna solución.
— ¡Sí,
hombre, sí; señor mío! Usted cada mañana, hágame caso, se pone delante de sus
espejos y mira la figura que le devuelven, sin acritud; pero, sobretodo, sin
mucha benevolencia. Verá cómo sus espejos le indicarán con certeza el límite de
sus aspiraciones.
Algún tiempo
después, don Óscar me confesó que quedó un poco mosqueado; pero que decidió
seguir a rajatabla mi consejo.
Vino a decirme: “La
estampa del espejo -una imagen vale más
que mil palabras-, me aconsejó que dejara de hacer payasadas, me comportara con
arreglo a mi edad y que abandonara mi avaricia; sólo así, quizá lograra algo
parecido a una compañía aceptable”.
Vicente Galdeano Lobera
Como autor, advierto que esta plana es fruto de mi imaginación. Cualquier parecido con la realidad es pura casualidad.
ResponderEliminarCreo que el autor es veraz cuando achaca a su imaginación el germen de este relato corto, pero también tengo claro que no tendría que mirar mucho rato para ver un desfile de candidatos a ese casting estelar. La narración, como siempre es continua y mantiene la tensión del lector, que pronto está deseando conocer el desenlace.La socarronería es un mérito, que el autor como buen aragonés la pule con esmero. Gramaticalmente correcto, se nota el trabajo que supone plasmar la espontaneidad.
ResponderEliminarPues sí, José; espontaneo sí que es. sólo he tenido que limpiarme las gafas y mirar. Y muy cerca, he encontrado inspiración. Gracias por leerme. Un abrazo.
EliminarPues, sí; abundan bastante los sujetos como don Óscar. yo conozco alguno más tonto aún.
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