Como quien no quiere la cosa, Marcos Torres se convirtió en artista, destacaba como un torero de prestigio. Su nombre figuraba en los carteles de las ferias más importantes. Como quien no quiere la cosa, además de alcanzar renombre, estaba forrado. Todo esto en poco tiempo.
De pequeño ya apuntaba maneras y comenzó su andadura, cuando Marcos apenas levantaba una vara del suelo, al torear un gallo muy furo que había en casa; más de un picotazo recibió, pero le sirvió de escuela. A partir de ahí le llamaron el Torero. Más crecido, ya se atrevió a capear mardanos y algún macho cabrío que de milagro no lo descalabraron. En casa, muy en desacuerdo con su afición, y más en desacuerdo aún con su aversión al trabajo, le amonestaron: “O te aplicas el cuento, o ¡Puerta!” Marcos opto por lo segundo, se lio la manta a la cabeza y partió a la aventura por esos mundos.
Tuvo que apencar lo indecible, pero ejerció de maletilla, y consiguió, a trancas y barrancas, hacerse novillero. Hasta que un empresario le echó el ojo, lo apadrinó y, con dieciocho años, Marcos tomó la alternativa como matador de toros.
Como nuevo rico, olvidó sus orígenes y se acostumbró pronto a que le bailaran el agua; envanecido sobremanera estaba convencido que con dinero se conseguía todo, y si algo se resistía, pues con más dinero, que es el único Dios verdadero, arreglado. Había pasado el tiempo, su carrera iba en ascenso y el torero no había tropezado con dificultades. De ninguna clase.
Como potentado se aficionó a la caza mayor. En una de las monterías por la sierra de Alcaraz le chocó un caserío, debidamente vallado, que se confundía entre el boscaje en la que destacaba una especie de fortaleza, como de un señor feudal, que dominaba el entorno de una pequeña aldea. Todo muy bien cuidado y en armonía con el entorno. El artista quedó prendado: Ésto será mío, se dijo, aquí mi prestigio subirá, convocaré a amistades influyentes, celebraré fiestas y organizaré otra clase de “monterías”. Vaya que sí. Torres convidó a comer al propietario a su hotel. La propiedad se le había metido entre ceja y ceja y zanjaría el asunto costara lo que costara. Cuanto antes.
A la hora concertada apareció el “señor feudal” que resultó ser un individuo algo entrado en años, rechoncho, con cejas como pinceles, mostachos mal arreglados, cara arrugada y carrillos colgantes; parecía un perro dogo. A pesar de su aspecto el hombre sabía comportarse; era de pocas palabras pero se expresaba con claridad. Preguntó a su anfitrión el porqué de la cita.
¡Bah! A este tío simplón me lo camelo yo y le hago entrar al trapo en menos que canta un gallo –se dijo el torero–. En pocas palabras le expuso el asunto y ofertó una buena cantidad de dinero. El otro, sin inmutarse, contestó que no había pensado en desprenderse de nada. Sin disimular su estupor, Torres ofreció más…, y después, más aún.
No hubo tu tía; el hombre era de ideas fijas y muy duro de pelar. Marcos había emparejado con una mulata treintañera de belleza espectacular que junto a su hija, mocita ya, se veían capaces de encandilar al más pintado. A una seña del torero, ellas entraron al ataque para convencer al dogo y le aseguraron que "podrá acudir a la finca cuando guste y que nos sentiremos muy honradas de gozar de su compañía".
El dogo, al escuchar los cantos de sirena de semejantes beldades se le iluminaron algo los ojos por entre los pliegues de los párpados, pero vio claro que querían dársela con queso.
—Señor torero: usted me ofrece dinero, mucho dinero… Pero es que resulta que yo ya tengo muchísimo dinero. Por otra parte –continuó el dogo– me ofrece también mujeres, y mujeres bellas también tengo. Mejorando lo presente, claro. Queden ustedes con Dios.
Vicente Galdeano Lobera
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