—Pues sí, señores; en mi casa estamos reñidos con la suciedad. Ya desde el zaguán, pasando por el almacén y demás dependencias hasta llegar a la buhardilla exijo que esté todo siempre en estado de revista; que para eso pago. Y al sentarme a la mesa han de estar el mantel y las servilletas debidamente planchados con los cubiertos en orden ¡Ah! Y el porrón relimpio y transparente para apreciar bien el color de los caldos de mi bodega —lo decía en un tono como si los demás fueran unos guarros.
Quien así peroraba, ante unos jugadores de cartas, era don Felicio Vera, un fulano cincuentón, corpulento, con el cuerpo largo y las piernas muy cortas; era además avaro, poco inteligente y poco instruido. Pero sabía farolear y daba a entender que era muy rico, y que por tener mucha pasta, también tiene la razón en todo. Don Felicio continuó con su cháchara exagerada ante la indiferencia de los jugadores que lo conocían bien y no le hacían caso; es más, con disimulo se le pitorreaban. Pero la reunión acudió ese día un sujeto de mediana edad que ante la verborrea de Vera abría la boca en forma de O y hasta levantaba los brazos al cielo en señal de asombro, y más cuando se enteró que don Felicio tenía una hija casadera. Don Felicio vio ocasión pintiparada para ensalzar las virtudes de su hija –la hija, que no había manera de encontrarle novio, no era muy agraciada; con el agravante de ser muy tosca y muy palurda en sus acciones–. Vista la actitud del joven, seguro que se la endosaría. Además don Felicio, con estas fanfarronadas, lo que pretendía era cenar de gorra. A fe que lo consiguió; el “pretendiente” convidó al “suegro” y a tres más; todo por hacerse el potentado.
Hasta ahí, todo bien; lo que pasa es que uno de los cenadores era muy propenso a la risa, pero a reírse a carcajadas, vamos. Ante la soflama de don Felicio, que no paraba de exagerar, disimulaba la risa como podía; como ataque de tos, como alergia… como Dios le asistía. Pero el orador notó cierto retintín en la actitud del reidor y le espetó:
—Sabrá usted, señor, que en mi casa está todo claro, limpio y aseado. Y en cuanto a la niña, no es por que sea mi hija, pero le informo que siempre usa lencería fina y se cambia de bragas cinco veces al día. Y no digo más.
— ¡Jopetas…! Pues es raro que no tenga más clientela.
Don Felicio, no se sabe si debió agarrar el rábano por las hojas o qué; el caso es que los bofetones que se repartieron en el comedor son sólo comparables a las recias palabras que se escucharon.
Vicente Galdeano Lobera
No hay comentarios:
Publicar un comentario