Ser acusica, delator, correveidile es lo peor. Peor que ser granuja y ladrón; peor que ser violento y maltratador con los inferiores. Ser chivato es lo más indigno en que puede caer la persona. Esta plaga invade a la humanidad desde la noche de los tiempos, incluida la época que los buenistas repiten como loritos eso de la ejemplar convivencia en España entre moros, judíos y cristianos. Estos buenistas, adalides del buen rollito y tal, son lo más parecido a unos ignorantes; por no decir unos cantamañanas y unos tontos de capirote.
Aunque con el tiempo los jefes conocen a todos empleados, con esta tropa de calumniadores conviene andar con mucho ojo. Señalaremos algunos de los distintos tipos de chivatos de cierto departamento.
Uno de los principales soplones era el tal García Flojeras, hombre iletrado que con sus maneras suaves y alardeando de salud quebradiza daba el pego, sobre todo a los novatos; este sujeto era de los que tiraban la piedra y escondían la mano, pero nutría de buenos chivatazos a la dirección. Como pago a sus “servicios”, el jefe destinó al buen García como barrendero mayor de la instalación un año antes de su retiro– Flojeras estaba que trinaba.
Otro confidente de peso era Feliciano Singracia, el Payaso; este buen hombre pensaba que su apodo se debía a su capacidad de hacer reír. Pero no era consciente de que en vez de hacer reír, no pasaba de hacer la risa. Qué le vamos a hacer. Era poco de fiar; trataba siempre de convencerte de lo contrario de sus pensamientos y ponía en tu boca ante el jefe palabras que tú no habías dicho. Éste, con el cuento la lástima y rogando mucho al jefe, se las arregló para retirarse antes de tiempo. Después de jubilado acudía casi todos días a saludar a jefes y compañeros en plan pelmazo. Lo mandaron pronto a hacer puñetas, claro.
Un punto fuerte en esta jerarquía era Marcial Servicial; manchego recio, ceremonioso y muy cordial. Este empleado vigilaba como un gato el menor movimiento de todos los demás, pretendía meter baza en sitios donde no convenía –“quieto, león, que aquí mando yo”, se oyó alguna vez– y era de suyo muy lento en su trabajo, pero informaba rapidísimo a los jefes; “sólo si me preguntan”, se justificaba. Notificaba a su modo, claro.
Digno de mención es también Tadeo Perales, hombretón malintencionado; era un castellano alto y fuerte como una torre y con cara colorada, que con fingida jovialidad engañaba a los colegas y delataba a su modo, no solo a los jefes, sino en todos tajos donde la empresa tenía actividad (en alguno de estos tajos gratificaron al Tadeo). Éste, aún después de jubilado, pretendía seguir con sus “servicios” a la compañía; “no, váyase campeón, merece usted descanso”, se oyó el grandullón.
Maldad sin límites demostró Sandalio Patas, un santurrón cazurro y sombrío que con su alzada hubiera parado en seco la acometida de un macho cabrío. Para dárselas de abstemio se hartaba de leche con cacao, pero en un control de alcoholemia lo pillaron colocado. Falso y vengativo como Judas, ante la presencia del jefe, se mostraba melifluo y servil como un perrillo faldero y largaba todo lo largable y más. Se dedicaba a sabotear las máquinas asignadas a otros operarios para así dejarlos mal. Aparatoso, mentiroso y exagerado, la dirección no tragó con sus manejos y embustes. Lo despidieron, claro.
Mención especial merece Florencio Lacasta, hombre con aires de imprescindible que, además de mostrar bajeza atroz, se hacía pesado, pedantesco y maniobrero. Este joven, aun desde fuera de la empresa (lo despidieron por algún motivo que él sabrá), actuaba como satélite e informaba a sus antiguos jefes, en plan compadre, de abundantes chismorreos vinieran a cuento o no. Este Lacasta tenía cantado que con sus soplos haría méritos para que lo readmitieran con puesto destacado. “No –fue la respuesta–, aquí no hay plaza para correveidiles”.
La palma en este oficio se la llevaba un tal Peporro Lurón, alias Imaginaria; le llamaban así, porque empezaba casi siempre cualquier frase con “señores, sólo me quedan dos imaginarias para jubilarme” –luego resultó que le faltaban años y aún se reenganchó hasta cerca los setenta–. Este hombre, que ostentaba el título de Primer Alcahuete de la Compañía, aventajaba a los anteriores en cuanto a rastrero y calumniador que disimulaba sus maneras afectando una campechanía y una franqueza brutales; así oscurecía su envidia insaciable, su rapacidad –era perito en latrocinios– y sus malas intenciones. De talla no muy grande parecía un zorro: eficaz, charlatán, movedizo, amigo de intrigar y murmurar; incapaz de nada decente, toda su actividad la empleaba en llevar chismes y despellejar. En su día le costó años y Dios y ayuda incorporarse a la plantilla, pero algún pacto estableció con el jefe; este agrandaba su oreja para escuchar sus soplos. Al Lurón le gustaba reír y hacer grandes farsas y tenía talento de imitación; remedaba con gracia la voz y el gesto de todos empleados. Y cuando estaba inspirado era digno de oírlo; además sabía dar coba, delatar y mentir fuerte. No estaba mal visto por el directorio que lo usaba a conveniencia, y no era mal profesional; pero este Imaginaria era de “manos largas”, se creía el rey del mambo y lo pillaron con el paso cambiado. Mal asunto, quedó en evidencia y, aunque siguió con su actividad de chivato, fue de capa caída hasta su retiro.
Dada su actitud, las aspiraciones de estos personajillos (que no merecen interés ni revisten apenas importancia, ni saben que el tiempo, al dejarlo pasar, suele aclarar todo) no están muy claras; lo único cierto es que dan asco, y que después de quedar como pingajos chismorrean gratis. Reciban desde estas líneas un merecido homenaje. Al fin y al cabo sirven de inspiración a modestos escribidores.
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