Cuando nací, mis padres ya no se querían; y a mí no mucho. Es una conclusión a la que llegué con el pasar de los años. Aunque al hacerme más maduro comprobé que lo que les unía era un amor jerarquizado, a la unidad familiar considerada como cuadrilla de braceros o algo así; y todo sectario, prefiriendo más a unos hijos que a otros.
El ambiente que
reinaba en este núcleo era desolador, consistía en trabajo, trabajo, trabajo y,
después, más trabajo; pero sin orden ni concierto y, sobre todo, con mal genio
y peores caras acompañado de gruñidos. El horizonte que se vislumbraba era
limitadísimo; sobre todo para personas sensibles y soñadoras como yo.
Al nacer tardano,
mis hermanos eran entre catorce y dieciocho años mayores, yo era más débil de
constitución, y siempre escuchaba las terribles comparaciones; que si a tu edad
tu hermano ya hacía esto; con tus años tu hermana ya desarrollaba lo otro, y a
su vez haciéndome siempre de menos con respecto a ellos. Por parte de mis
hermanos tuve que soportar sus rarezas haciéndome blanco de todas sus
frustraciones; nunca estaban contentos, hiciera lo que hiciera; y como premio,
repito, malas caras, peores tratos e insultos. El caso es que eran mi familia, los vínculos de sangre
tiran y yo no había conocido otra cosa; a mi pesar les quería.
No deseo a nadie
este panorama. Recuerdo escenas así:
—Al chico habrá
que comprarle abrigo –dijo en una ocasión mi padre.
Yo había cumplido
doce años y hacía más de uno que no iba a la escuela, sólo trabajar dieciséis
horas diarias.
— ¿Abrigo? ¿Para
qué? se le quedará enseguida pequeño… -Se apresuró a comentar mi hermana con
sonrisa de hiena. Ella que nunca le faltó de nada en vestuario. Y yo, que era
tan presumido…
—Pues con el frío
de este invierno, no es cuestión de que vaya a cuerpo; pensarán en el pueblo
que somos avaros… En fin, vosotros diréis. –En asuntos de compras, mi padre
delegaba siempre en mis hermanos y mi madre; si decidían no gastar, mejor.
O, aquella otra
vez que viniendo aterido de frío me acurruqué junto al hogar a calentarme y
enseguida saltó mi hermano: — ¡Este es el que
tiene la culpa de todo! ¡No se puede venir a casa y sentarse a la bartola sin
preocuparse de nada…!
Y lo decía él, que ejercía de gorrón y de
calumniador correveidile. Pero era el preferido de los padres. De eso se
aprovechaba, y del respeto que yo les profería.
Se había casado y,
en vez de irse a su hogar, se quedó en la casa a complicar la vida a todos,
sobre todo a mí. Todavía cuando lo veo me da más asco que una serpiente,
semejante baboso y arrastrado. Jamás se cansó de meter cizaña contra mí a los
padres y familiares. Mal negocio hice con no matarlo.
Se dice que no hay
mal que cien años dure, ni quien lo pueda aguantar. En concreto, me salió el
sol cuando el estado expropió las tierras de la familia, busqué trabajo en una
empresa privada que, con sus pros y contras, estuve cuarenta años, hasta los
sesenta y cinco.
Parece la historia de un compañero de trabajo mío. En concreto el nació en una familia de una aldea del Alto Aragón en donde todavía se ejercía el mayorazgo y lo tenían de criado y ceniciento; cuando abandonó la casa, sus padres hermanos y hermanas dejaron de hablarle. El progresó bastante en Zaragoza y hasta tuvo que asistir a algunos de ellos que quedaron sin rentas a la vejez. Buena narración.
ResponderEliminarHay muchas historias así. En el escrito sólo quiero hacer ver el daño que el maltrato psicológico ejerce sobre la persona. Es un daño que acompañará a quien lo sufrió hasta la muerte.
EliminarMuchas gracias por leerme, Chuel.