Ernesto y Quillo
Pi, Asociados, formaban un tándem, como poco, peculiar; la genética
no había sido muy coherente con ellos, y eso que eran hermanos. Era
todo un poema el verlos juntos; Ernesto era alto, grueso, con las
piernas como pilares, con un cuello de toro más ancho que su cráneo;
en cambio el Quillo, era chiquito, con un aire de colibrí, pero
movedizo e inquieto como una ardilla y era difícil el verlo reposado.
A pesar de tan distinto tamaño, o quizá por eso, se entendían
bien; y eso que eran hermanos. Estos asociados eran muy emprendedores
y servían lo mismo para un roto que para un descosido: eran
vinateros, mieleros, pajariteros, cazadores…, también criaban
perros de raza y hurones y componían aperos para el campo y
arreglaban bicicletas. Además, bajo encargo, trabajaban y podaban
viñas y frutales.
—Oiga, ¿y no
discuten…? —Preguntó alguien.
—Pues, no. La
verdad es que no les queda tiempo.
—Claro, así
cualquiera prospera y se hace rico.
—Bueno, pues
inténtelo usted y a ver qué sale…
Los hermanos habían
notado cierta merma en las ventas de su almacén y decidieron
consultar con Emilio el Cojo, hombre amarillento y de aspecto
desagradable, que sin oficio ni beneficio era un metomentodo y cubría
la plaza de primer alcahuete del lugar. Este hombre daba el pego,
procuraba sacar tajada de todo y tenía cierta fama de instruido.
—Pero… ¡Hombres
de Dios! ¿No se han dado cuenta ustedes que hoy en día las ciencias
adelantan que es una barbaridad? ¿eh? Dado que acuden muchos
turistas a visitar la comarca, lo que tienen que hacer ustedes es
anunciarse.
—Pues nuestra
madre, que en gloria esté, siempre decía: “el buen paño en el
arca se vende”… –dijo el colibrí.
— ¿Que
el buen paño en el arca se vende? Vamos, no me haga usted reír,
Quillo; a otro perro con ese hueso. Hoy en día, háganme caso, hay
que ponerse a la altura de lo
que mandan las
circunstancias. Miren, para empezar me ofrezco, por un módico
precio, a confeccionarles un letrero anunciando sus géneros
y ponerlo en la entrada de su establecimiento.
Incrementarán el rendimiento de su negocio, seguro. Y si además
contrataran
a una empleada para despachar, sería
mano de santo para forrarse,
señores. Precisamente el
próximo mes
viene mi sobrina Jesusa que estaría
encantada de colaborar con ustedes.
—Venga
pues, háganos usted el cartel y que venga a
colaborar la Jesusa también,
y a ver qué pasa;
por probar poco se pierde.
Emilio
el Cojo ya tenía terminado el letrero con amplios caracteres y color
adecuado cuando acertó a pasar por su casa el padre Damián, párroco
del pueblo.
El Cojo le mostró su obra y el
cura casi se
desmaya.
El cartel decía
así:
Hernesto
Pi y ermano, asociados. Benta de bino, orugo,
miel y productos del campo. Gilgueros y berderones cazados con red.
Camadas de perros de caza y urones. Se hacen trabajos
agricolas.
—Pero,
cuidado que eres bruto, Emilio; aparte de las
faltas de ortografía hay
actividades que son de tapadillo y que
no se pueden anunciar –le
sermoneó el padre Damián– ¡A quién se le ocurre poner
lo de la caza de pájaros con
red, la venta de orujo y la cría de hurones! ¡Has de saber que todo
eso está prohibido! ¡A ver si aprendes! Venga, borra todo y
te diré qué has de apuntar.
Una
vez enmendado, el rótulo decía:
Hermanos
Pi, Asociados. Venta de vino y miel de cosechero. Productos del campo
de calidad. Perros de caza. Se arreglan aperos
agrícolas y bicicletas.
Poner
el cartel y subir las ventas como la espuma fue todo uno. Y no te
digo nada cuando se puso la Jesusa de dependienta: el
negocio marchó viento en popa.
La
verdad es que la Jesusa era mujer bien compuesta –algún
tiquismiquis la tachaba de gorda–, que
con su
cintura estrecha, sus
amplias caderas y demás
atributos bien puestos y bien
proporcionados atraía
y tenía embobado al
paisanaje y, sabedora de su gracia,
no le importaban las miradas llenas de deseo que era objeto. Es más,
Jesusa, halagada,
revoloteaba adrede por el
almacén y colocaba cosas en
las estanterías, o barría la estancia. Sus movimientos rápidos
levantaban a veces el ruedo de su falda por encima de sus rodillas
dejando ver sus muslos aguerridos y esculturales, o,
cuando se inclinaba, también
aposta, a coger algo,
descubría el comienzo de sus pechos, sueltos
y soberbios
bajo el ligero atavío
de seda. Los
clientes, encendidos,
la observaban y
no perdían ni un
movimiento de la dependienta.
La
verdad es que a Ernesto Pi, el mariposeo de su esposa Jesusa por el
almacén ya no le hacía gracia; ni pizca (la
Jesusa, cuando el gigante la pidió en matrimonio, vio
que allí había tomate, pasó
de romanticismos y dijo que sí, mi amor; en adelante seré la
dueña del cotarro, digo…
de tu corazón, y te amaré más allá del
hasta que la muerte nos separe).
Pero
lo cierto es que el negocio marchaba y se estaban enriqueciendo. Aun
así, Ernesto caía de vez en cuando a deshora por
el colmado a ver que carajo pasa aquí. Miraba con altanería a los
clientes dándoles a entender que aquí en único que tantea a la
Jesusa es mi menda; sépanlo ustedes.
Menos
gracia le hizo aún cuando pilló a su esposa con el Quillo en la
trastienda en plena faena. Era digno de ver cómo el pajarito
agarraba y acometía con
fiereza a su
Jesusa
que se deshacía
de gozo (ella
veía en su cuñado una insignificancia, pero le apeteció probar a
ver qué tal funcionaba un pigmeo, puesto que el grande la tenía
desatendida).
Los
aldabonazos que sonaron en la puerta del almacén libraron al Ernesto
de cometer una barbaridad. Era
mosén
Damián, que vio
entrar al gigante un
poco antes y olió la
tostada; además,
como confesor estaba en el ajo, fue
al grano:
—Que
digo yo, hijo mío, en nombre de la caridad cristiana, si
no te costaría mucho el mirar para otro lado…
—
¿En qué, padre? –Al Ernesto, al ver al cura le desapareció la
ira; de golpe.
—En
lo que tú sabes, hijo mío… Al fin y al cabo los humanos estamos
llenos de flaquezas. Acércate
a la parroquia y hablamos en secreto de confesión. Te
espero.
—Pero,
bueno… ¿Se vengó o qué? –Quiso
saber uno.
—
¡Hombre…!
Vengarse, lo que se llama vengarse,
no sé; sería cuestión de
indagar. Aseguran que fue a la parroquia y dijo: Ave María Purísima,
padre mío, vengo a confesarme.
Vicente Galdeano
Lobera