Los besitos, corazoncitos, sonrisitas, dibujitos y frasecitas amables que le mandaba Brisa, a don Godofredo Arenillas le sabían a gloria. Pero había una pega, eran por internet; otra pega: Brisa dedicaba esos agasajos a todo dios que entraba en sus páginas y le hacía algún cumplido; y había otra pega, que don Godofredo, por ser algo tonto, no notaba: esas zalamerías no sabían a nada.
Pero don Godofredo –camastrón de sesenta y tantos mal llevados y bastante gordo– estaba ilusionado como un colegial; a ésta la tengo en el bote, pensaba. Y él se consideraba el rey del mambo. Ya prepararía un acercamiento para conocer en persona a su amiga. Para estar más presentable se propuso hacer deporte y adelgazar; se procuró bicicleta y atuendo adecuado. La vestimenta la eligió nuestro hombre tan ajustada que se le marcaban todas lorzas de su amplia anatomía, y con colores tan vistosos que semejaban al plumaje de un loro, pero un loro enorme, claro; don Godofredo frisaba las diez arrobas de peso. Encima, el esfuerzo no le sirvió para nada; es más, ganó peso. Después del pedaleo, nuestro deportista, con hambre de lobo, se marcaba unos tentempiés que temblaba el misterio. Así no hay manera, don Godofredo; debería usted moderarse al comer o parecerá una vaca que espantará Brisa– le dijo alguien.
Se conoce que don Godofredo, amén de algo tonto, también era un bocazas.
— ¡Oiga! ¡Que no hace falta insultar! –contestó airado–, y si engordo, usted no se preocupe, que mis dineros me cuesta. Además –añadió– sabrá usted que ella lo que aprecia es mi persona, no mi aspecto.
—Claro, claro…, seguramente tendrá usted razón; bueno, pues nada, señor; adelante con los faroles, a conquistar la plaza se ha dicho. Le deseo suerte.
La plaza en cuestión, Brisa, treintañera de muy buenas hechuras, era guapa hasta hacer daño el mirarla. Considerada de alta formación, empleaba lenguaje inclusivo, era feminista recalcitrante, progresista y volcada en la causa de ayudar a los ciudadanos; y también con un buenismo sublime, colgaba lacitos y corazoncitos junto a su foto para velar por el amor, la tolerancia y la paz; con gestos así pretendía cambiar el mundo. Pero quizá, el mundo necesitaba más hechos que gestos. Pero la buena fe es lo que cuenta, y era considerada flor de pureza, bondad y un cúmulo de perfecciones. Así la veían sus adoradores que acudían en tropel a los eventos culturales que convocaba la bella. Pero había una pega –otra más–: era dura de pelar, y los pretendientes jóvenes, al notar que no rascaban bola, tiraban la toalla y se abrían, claro. Bueno, a la dama le quedó una cohorte de viejos verdes que los encandilaba y mareaba con sus dibujitos, sonrisitas y tal. Aun así, algunos viejales se retiraban también.
En esas estamos con el señor Arenillas. Este buen hombre, deseoso de conocer a la dama en persona, decidió acudir a una convocatoria de la bella. Para tal evento, don Godofredo, para impresionar se vistió de manera informal que te rilas, con chaleco multibolsillos en plan Capitán Tan, pero con gorra con la visera hacia atrás, bermudas y sandalias cangrejeras.
Ya tenemos a don Godofredo a punto de entrar al Paraíso –es decir, donde conferenciaba Brisa–, pero el Paraíso tiene puertas, y también portero, y algunos de malas pulgas que no atienden a razones.
—Caballero, aquí no es –le espetó el bedel cortándole el paso al Capitán Tan–, el circo está instalado quinientos metros más adelante. O si lo que busca es el Parque de Atracciones, la línea 34 del bus le dejará en la puerta.
Vicente Galdeano Lobera
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