jueves, 26 de diciembre de 2024

Cuña del mismo palo

Cuando Ludovico, aficionado a leer, acudió al club de literatura no las tenía todas consigo. Había tanteado el terreno para ver qué nivel gastaban y qué tramo de edad tenían los componentes –Ludovico era sesentón–; pero le contestaron que lo mejor era personarse, nosotros somos de distintas edades, lo que nos une es la afición a las letras. Eso es lo que cuenta. Seguro que iba a encontrar algo parecido a un claustro de sabios con madera de escritores, le convenía andar con pies de plomo para no causar mala impresión; decidió tirar palante y que sea lo que Dios quiera. Para tal evento estuvo a punto de ponerse frac y pajarita, pero su mujer lo disuadió:

—Ande vas tú, regaera… que no procede, hombre, que no procede.

Menos mal que Ludovico le hizo caso. Claro, es que las mujeres son muy sabias.

La base cultural de Ludovico era poco sólida; hasta los doce años aun acudió a la escuela. Después, a trabajar tocan. Pero aficionado a la literatura, se dio cuenta de que en los libros está apuntado todo. Para quien quiera aprender, claro.

Armado de valor se plantó en el club; si me ningunean, no vuelvo más y en paz. Encontró Ludovico un tropel de eruditos jóvenes que explicaban y analizaban obras literarias con un toque de sentimentalidad por quien llevaba la batuta de la reunión. Además de letras, se tocaban temas de pintura, historia, cine y otras artes. Ludovico cayó de pie; lo llevaban en palmitas, incluso cuando comenzó a escribir y se atrevió a publicar. Les hizo gracia y todo eran parabienes.

Inexplicablemente, la situación pegó un giro de ciento ochenta grados; esos parabienes se tornaron en una indiferencia rayana al menosprecio. Bueno, los del club sus razones tendrían para adoptar esa actitud; qué le vamos a hacer.

—Oiga… –Le preguntaron a Ludovico–, y usted, ¿a qué achaca el giro ese de ciento ochenta grados que pegaron los del club?

—Mire, podría acogerme a mi derecho a no declarar, derecho que recoge la Constitución, pero por ser usted le contestaré: si yo aplicara el buenismo, la corrección política y el progresismo reinante, podría achacar ese giro a la ultraderecha, al machismo, al fascismo; o culparía directamente al Caudillo, o a la intolerancia con otras culturas…, o, que la culpa fue del chachachá. Eso sin descartar el cambio climático, que podría influir también. Pero no; todas estas razones no pasan de ser excusas y lugares comunes para evadir la respuesta. Iremos al grano; quizá ese giro –el de ciento ochenta grados, digo–, se deba a que a esos señores del club, calcularon mal y les salió el tocino mal capado. Eso pudiera ser. Pero, la razón que toma más fuerza, puesto que ese club lo forman una pandilla de licenciados de alto nivel, lo más probable es que mis escritos son flojos tirando a muy malos. Dicho en corto: no hay peor cuña que la del mismo palo. Eso.


Vicente Galdeano Lobera 


viernes, 22 de noviembre de 2024

Cortejador internauta

        Los besitos, corazoncitos, sonrisitas, dibujitos y frasecitas amables que le mandaba Brisa, a don Godofredo Arenillas le sabían a gloria. Pero había una pega, eran por internet; otra pega: Brisa dedicaba esos agasajos a todo dios que entraba en sus páginas y le hacía algún cumplido; y había otra pega, que don Godofredo, por ser algo tonto, no notaba: esas zalamerías no sabían a nada.

     Pero don Godofredo –camastrón de sesenta y tantos mal llevados y bastante gordo– estaba ilusionado como un colegial; a ésta la tengo en el bote, pensaba. Y él se consideraba el rey del mambo. Ya prepararía un acercamiento para conocer en persona a su amiga. Para estar más presentable se propuso hacer deporte y adelgazar; se procuró bicicleta y atuendo adecuado. La vestimenta la eligió nuestro hombre tan ajustada que se le marcaban todas lorzas de su amplia anatomía, y con colores tan vistosos que semejaban al plumaje de un loro, pero un loro enorme, claro; don Godofredo frisaba las diez arrobas de peso. Encima, el esfuerzo no le sirvió para nada; es más, ganó peso. Después del pedaleo, nuestro deportista, con hambre de lobo, se marcaba unos tentempiés que temblaba el misterio. Así no hay manera, don Godofredo; debería usted moderarse al comer o parecerá una vaca que espantará Brisa– le dijo alguien.      Se conoce que don Godofredo, amén de algo tonto, también era un bocazas.

— ¡Oiga! ¡Que no hace falta insultar! –contestó airado–, y si engordo, usted no se preocupe, que mis dineros me cuesta. Además –añadió– sabrá usted que ella  lo que  aprecia es mi persona, no mi aspecto.

—Claro, claro…, seguramente tendrá usted razón; bueno, pues nada, señor; adelante con los faroles, a conquistar la plaza se ha dicho. Le deseo suerte.

La plaza en cuestión, Brisa, treintañera de muy buenas hechuras, era guapa hasta hacer daño el mirarla. Considerada de alta formación, empleaba lenguaje inclusivo, era feminista recalcitrante, progresista y volcada en la causa de ayudar a los ciudadanos; y también con un buenismo sublime, colgaba lacitos y corazoncitos junto a su foto para velar por el amor, la tolerancia y la paz; con gestos así pretendía cambiar el mundo. Pero quizá, el mundo necesitaba más hechos que gestos. Pero la buena fe es lo que cuenta, y era considerada flor de pureza, bondad y un cúmulo de perfecciones. Así la veían sus adoradores que acudían en tropel a los eventos culturales que convocaba la bella. Pero había una pega –otra más–: era dura de pelar, y los pretendientes jóvenes, al notar que no rascaban bola, tiraban la toalla y se abrían, claro. Bueno, a la dama le quedó una cohorte de viejos verdes que los encandilaba y mareaba con sus dibujitos, sonrisitas y tal. Aun así, algunos viejales se retiraban también.

En esas estamos con el señor Arenillas. Este buen hombre, deseoso de conocer a la dama en persona, decidió acudir a una convocatoria de la bella. Para tal evento, don Godofredo, para impresionar se vistió de una manera informal que te rilas, con chaleco multibolsillos en plan Capitán Tan, pero con gorra con la visera hacia atrás, bermudas y sandalias cangrejeras.

Ya tenemos a don Godofredo a punto de entrar al Paraíso –es decir, donde conferenciaba Brisa–, pero el Paraíso tiene puertas, y también portero, y algunos de malas pulgas que no atienden a razones.

—Caballero, aquí no es –le espetó el bedel cortándole el paso al Capitán Tan–, el circo está instalado quinientos metros más adelante. O si lo que busca es el Parque de Atracciones, la línea 34 del bus le dejará en la puerta. 



Vicente Galdeano Lobera


lunes, 14 de octubre de 2024

Fantasmón

La indumentaria sirve, entre otras cosas, para distinguir el rango a qué pertenecen los individuos. En las fuerzas de seguridad del Estado, es fácil distinguir por su atuendo tanto a militares como a distintas policías y Guardia Civil. Incluso los bedeles de distintas entidades lucen uniformes con galones que asemejan a un mariscal. Esto abarca también a conductores de bus, cobradores, butaneros, barrenderos, etc… A un fantasma, cualquier mortal lo imaginamos una figura muy alta y lúgubre envuelta toda en un blanco sudario con dos agujeros a modo de ojos; los más fantasiosos los pueden imaginar también con ruido de cadenas y haciendo uuuuuuuuuu… Don Emiliano Gorría, a quien conocemos de un cuento anterior, es jefecillo de negociado, que a pesar de ser pequeño y rechoncho, no necesita –ni le cuadra–, atuendo de sábana, ni cadenas, ni ulular, ni nada. Al tratarlo notas enseguida que te has topado con un fantasma.

—Señor Gorría, permítame ponerle en antecedentes;  se baraja que van a poner en este departamento una banca estatal para evitar las comisiones abusivas que aplican al ciudadano las entidades actuales –el informador tomó un poco de aliento, más que nada por ver la reacción del otro, antes de entrar en el fondo de la cuestión y, revestido de la mayor seriedad, continuó–. Mire, buen señor, sin más rodeos le diré que sé de buena tinta que barajan su nombre como el más idóneo para dirigir dicha banca. Sin duda han tenido en cuenta su trayectoria bregando en distintos oficios y, sobre todo, su valía. Así que acepte usted mi felicitación; enhorabuena, don Emiliano. Le recomiendo –continuó el informante– que esté usted atento a su correo porque en breve recibirá la notificación por carta certificada.

El informador era Secundino Pradilla, ujier y alcahuete mayor del departamento, y, a su vez, algo somarda. Le habían encargado, otros camaradas más somardas aún, llevar el soplo con la monserga de la banca –todo inventado, claro– a don Emiliano; a ver cómo reacciona. Por lo menos nos reiremos un rato de este fantasmón, pensaron.

Lo que pasa es que el fantasmón entró al trapo y tomó al pie de la letra eso de que iba a ser director. Banquero, nada menos. Todos los días acudía a la estafeta de Correos a ver qué hay de lo mío, es decir, a ver si tenía la esperada notificación. Don Emiliano, envanecido, ya se veía manejando inmensas cantidades de dinero; don Emiliano ya se veía investido con los honores de doctor honoris causa revestido con toga y birrete; don Emiliano ya se veía homenajeado con grandes banquetes en su honor (de gorra, claro); don Emiliano ya se veía reclamado como asesor de Presidencia Gubernamental. Incluso también de la Casa Real. Este buen hombre andaba desbordado de ilusiones, que son gratis. Se le subieron los humos de tal manera que ya se conducía como director y miraba a todos por encima del hombro. Don Emiliano, sin tasa ni control lanzó las campanas al vuelo y daba la tabarra a quien se dejaba –y si no se dejaba, también–  y vendía la moto con eso del puesto de alta dirección.

Los camaradas, viendo el cariz que tomaba la cosa, que hasta sentían vergüenza ajena, enviaron al ujier para explicar la broma y desengañar al jefecillo; a ver si deja usted de hacer el tonto de una vez, hombre, que ya es mayorcito. Pero don Emiliano Gorría se había tragado la píldora de tal manera que no hubo forma de hacerle bajar del burro.

—Lo que pasa es que yo valgo mucho y ustedes lo saben. Y no lo soportan; por eso me quieren zancadillear. De pura envidia –les espetó el banquero. 

Pues, nada; como a cada cual conviene respetarle su terapia, dejaron al directivo seguir con su monserga, y los camaradas continuaron riéndose, claro.

—Señor Gorría, tiene usted dos certificados; firme aquí, por favor –le anunció el empleado de Correos.

A don Emiliano se le abrieron los cielos, con la seguridad que una carta sería el propio nombramiento y la otra la felicitación estatal; las recogió y se retiró para leerlas y saborear su designación en soledad. Después, en su puesto de trabajo, les pasaría por las narices a los compañeros su nuevo rango; para que chinchen y rabien. Así aprenderán.

La sorpresa fue desagradable. La primera carta era una multa de Tráfico; la otra un requerimiento con apremio para el pago del IBI. Gajes del oficio, asumió don Emiliano. Bueno, yo a lo mío; esto no interfiere en mi nombramiento. 



Vicente Galdeano Lobera


viernes, 13 de septiembre de 2024

Burócrata gorrero

           

—Qué pasa, no tiene usted cita, ¿verdad?

—No, señor, no. Es que me ha surgido el problema así de pronto…, y, puesto que no hay nadie esperando, pensé que me atenderían.

—Imposible, caballero, sin cita no podemos atenderle; tendrá que volver otro día.

La escena se sitúa en una ventanilla de una delegación estatal, el funcionario está ocupado en mirar la prensa. Un señor visiblemente en apuros osó interrumpirle.

Después de un tira y afloja, el caballero razonó, rogó, suplicó…, y logró conmover al funcionario.

—Bueno, como me ha caído usted bien estudiaré su caso mientras voy al bar de al lado a desayunar. Si tiene la bondad de acompañarme, claro.

—Sí que le acompaño, sí; además tendré mucho gusto en convidarle.

El funcionario en cuestión, don Emiliano Gorría, era un señor pequeñico, cincuentón, con poco pelo, carirredondo, coloradote y con buena barriga. Mirándolo de perfil su pantalón semejaba un enorme embudo. Lucía el guardapolvo y la visera de burócrata con el mismo orgullo que si fuera un uniforme de almirante. A pesar de su facha.

A don Emiliano al escuchar lo del convite se le alegraron las pajarillas. El desayuno de don Emiliano solía ser parco; café con leche y bollito. Y a veces sin bollito. Pero ese día, al ir de gorra, haría una excepción y desayunaría como una persona mayor. Allí dieron buena cuenta de huevos fritos, jamón, torreznos, ensalada…, todo bien regado de tintorro. Y como colofón dos carajillos bien aviados. El solicitante dedujo que le hubiera salido más barato comprarle un tabardo al funcionario que convidarle. Hay que ver cómo traga el andoba, con lo pequeño que es. No sé dónde lo mete. 

—Pues nada, caballero –dijo don Emiliano al solicitante–, me pondré a trabajar en su asunto que espero solucionarlo en unos días. Le espero el próximo lunes a la misma hora aquí mismo, en este bar, que solventaremos con más intimidad que en ventanilla, y así no necesitará usted pedir cita.

Lo que pasa es que don Emiliano, acostumbrado a eso de desayunar de gorra, alargó la cosa para esperar al solicitante en unos días, un par de veces más. Es que las cosas de palacio van despacio. Y su asunto es complejo, caballero –se justificó.

Don Emiliano Gorría, desde joven pasó por distintos oficios; mozo de almacén, recadero, guarnicionero, confitero…, incluso oficial disecador; pero se cansó. Y agachándose logró entrar en la Administración. Una vez dentro, se aplicó y, agachándose más aún, consiguió ascender a jefecillo. A partir de ahí, don Emiliano se propuso sacar beneficio de su rango; a fe que muchas veces lo conseguía. Estaba convencido de que todo dios, incluidos sus compañeros y subordinados, le tenían que venerar, agasajar, rendir pleitesía… ¡Ah! y convidar, sobre todo, eso, convidar. Este buen hombre, la treta de sablear la tenía muy estudiada y un día sí y otro también se las daba con queso al personal; o eso creía él. Los demás lo toleraban, bien por conveniencia o por no liarla. Don Emiliano, al ir de tapeo con la cuadrilla, siempre  se las arreglaba para escabullirse cuando tocaba  apoquinar; bien recibía una llamada urgente, o casualmente se entretenía hablando con alguien,  o se despistaba mirando el diario, o se hacía el sueco. Todo sin disimulo, hasta que alguno se estiraba, claro.

Estas situaciones se sucedían a menudo sin apenas variación; don Emiliano en lo suyo, escurriendo el bulto, y los otros en lo de ellos, es decir, aforando. Pero a veces las expectativas fallan.

Don Emiliano y compañía, ese día, en el bar, se habían marcado un aperitivo más que notable. El jefecillo, como de costumbre y en el momento oportuno, se retiró al lavabo. Los otros, como si un resorte los hubiera puesto en marcha, levantaron el campamento y se largaron; el jefe paga, dijeron. Cuando el señor Gorría calculó que ya había escampado y salió del aseo, no le quedó otra que pasar por taquilla. 

            No, si esto ya me lo olía yo; no, si esto sólo me pasa a mí, ¡por espléndido! Nunca aprenderé –murmuró.


Vicente Galdeano Lobera

viernes, 9 de agosto de 2024

Caer de pie como gatos

 Doña Amelia, viejecita de noventa y tantos años, vivía en un tercer piso sin ascensor. Le explicaba a su hijo que desde que conoció a los nuevos inquilinos de al lado –Un matrimonio con su hija–, le había salido el sol. Ponderaba en exceso su amistad y su altruismo. Al ver su dificultad de movimiento se ofrecieron a hacerle la compra y subirla al piso; muy bien. Al poco se ofrecieron también para la limpieza de la casa; excelente. Le guisaban y hacían la cama. Amén de ayudarla en su aseo personal; maravilloso. Además, Margarita –así se llamaba la hija–, se quedaba a dormir por las noches. Así le hago compañía, doña Amelia, por si le ocurre algo. Por las mañanas Margarita le sirve el desayuno en la cama; superior.


—Pues yo creo que te están haciendo la rosca, mamá. No te fíes, seguro que buscan algo. Además gastan una pinta de atontados que tiran de espalda –razonó el hijo.


—Hijo mío, eso son apreciaciones tuyas sin fundamento; para mí son unos ángeles que me ha enviado el Señor para endulzarme el final de mis días.


—Bueno, ya veremos; si han caído del cielo han aprendido a caer de pie como los gatos. No te fíes, mamá; te lo repito.


—Mira, hijo, tú vives fuera y apenas me visitas. Con estas personas me siento muy bien acompañada y muy a gusto. Deberías estarles muy agradecido por aliviarte la carga que te significo.


A pesar de su reticencia, al hijo le vino bien la relación de su madre con los vecinos. Al verla acompañada se desprendió de la poca responsabilidad que tenía sobre ella. Y que sea lo que Dios quiera.


Lo que Dios quiso es que no tardó en venir el tío Paco con las rebajas. Doña Amelia llamó a su hijo, alarmada. Había recibido una notificación de un estamento donde se le informaba que debía pagar tres meses atrasados de salario a los tres ángeles venidos del cielo; también las cuotas de la Seguridad Social. Amén de la sanción correspondiente.


En la vista que se celebró al tiempo, los ángeles enviados por el Señor aportaron pruebas, grabadas con el móvil, ayudando en el domicilio de la anciana. Esas pruebas fueron determinantes; doña Amelia tuvo que pagar.


Con según qué amigos, no es necesario tener enemigos. Aunque gasten pinta de atontados, que decía aquel.



Vicente Galdeano Lobera 

viernes, 26 de julio de 2024

Espantador espantado




Don Isidro Barbero, en cuanto tenía ocasión sacaba a relucir su valía, sus grandes aciertos, lo bien que manejaba a las mujeres, y un sinfín de destrezas propias de personas sabias. Los desatinos estaban descartados; no los cometía jamás.


Bueno, esto era su autovaloración. Visto desde fuera la valoración cambiaba; sus conocidos lo consideraban un cuarentón algo gordo, algo tonto y sin ningún atractivo; sin gracia ninguna, zafio y mala persona. Amén de redicho y repelente.


El caso es que este alicate estaba faroleando más de la cuenta ante unos camaradas con motivo de que habían contactado con él nada menos que el Departamento de Medio Ambiente para colaborar en cierta dependencia. Cuando me han llamado de un estamento tan importante, será por mi valía ¡Vamos, digo yo! Seguro que me asignan un despacho, con secretaria y todo, para dirigir algún cotarro de importancia. Ya les tendré informados a ustedes.

Don Isidro, más contento que chupillas, no tuvo a bien preguntar en qué consistiría su trabajo; iba a ser funcionario y basta. Lo más probable es que se ocupara de tocarse la barriga toda jornada. Aún les estuvo dando la tabarra a los colegas un buen rato. Que si, lo que tienen que hacer ustedes es espabilar; que si, yo les aconsejo que hagan como yo: estudiar mucho para trabajar poco.


Cuando don Isidro acudió a tomar posesión de su plaza y a formalizar el contrato preguntó sin rodeos, a ver qué despacho le asignaban. El jefe de negociado que era un somarda conocedor del historial de don Isidro, contestó que para lo del despacho tendríamos que esperar; pero todo se andará, señor Barbero, todo se andará. A su debido tiempo. Dado su talante –continuó el jefe–, su cometido será el echar mosquitos, que aquí en el delta a la hora del crepúsculo parecen murciélagos; luego, si da resultado, ampliaremos su jornada y ejercerá como espantamoscas, espantagrillos, espantaperros, espantapájaros…, y tal y tal. También, considerando su aptitud repelente, lo emplearemos para ahuyentar avispas, tábanos, abejorros, moscones, culebras que también las hay, y todo bicho dañino para el bienestar del paisanaje, Eso sí, por esto de las avispas y tal, percibirá usted un importante complemento económico de peligrosidad. Además, sobra decir que dispondrá, en la zona de su trabajo, de vivienda gratis para usted y su familia. Aquí tiene usted las condiciones –el jefe le pasó unos folios–, el sueldo y demás por escrito; si está conforme las firma ahora. O, si lo prefiere se lleva el contrato a casa, lo repasa y me trae la contestación en diez días.


— Papá, no cojas ese trabajo; vas a ejercer de espantapájaros y divertirás a todos —su hija mayor le abrió los ojos a don Isidro. Menos mal.


A los dos días acudió don Isidro hecho un basilisco a presentar su renuncia ante el jefe. No pudo ser; dos seguratas grandes como armarios le pararon los pies, lo sacaron en volandas y no lo majaron a hostias de milagro. El señor Barbero salió espantado.


Vicente Galdeano Lobera.

viernes, 28 de junio de 2024

Tontos peligrosos

   

Cinco turismos oscuros de alta gama discurrían por una vía secundaria limitada a 60 km hora; circulaban a gran velocidad, como si escaparan de la quema; como mafiosos huyendo de la policía. En cualquier caso los límites no iban con ellos.

En un tramo de obras una gran máquina excavadora que estaba en una orilla comenzó a girar con la pluma para arriba y para abajo como los caballitos del tiovivo. La máquina bajó la pluma en medio de la carretera en el preciso momento que pasaban los coches oscuros; se zafó el primero, los demás se estamparon contra el cazo de la gran máquina. A pesar del trastazo, gracias al blindaje de los vehículos, sus ocupantes no hubieran salido mal librados; sólo algunas contusiones, magulladuras y un gran susto. Pero apareció por entre la zona boscosa un enjambre de pequeños exploradores, algunos muy deformes, que se cebaron con los accidentados atacándoles a mordiscos, arañazos y manotazos arramblando con todo lo que les parecía llamativo: móviles, relojes, gafas, bolígrafos, carteras… Parecían por sus gritos a un tropel de monos aulladores.

Menos mal que de la comitiva salió libre del trastazo el primer coche. Avisaron y acudió rápido un pelotón de bastoneros que tuvo que emplearse con firmeza repartiendo leña a mansalva. Aun así les costó lo suyo poner en fuga a los exploradores que parecían no notar los palos. El jefe bastoneros tuvo que sujetar al cabo Restrepo que se había cebado y repasaba a un personaje arguellado, con los pelos mal recogidos en moño y algo chepudo que vestía camiseta, pantalón corto, chanclas y no muy aseado.

—¡Quieto! ¡Insensato! Cabo Restrepo, está usted apaleando a una persona con cuatro doctorados, que es un alto cargo del gobierno y que tiene tratamiento de señoría… los demás son guardaespaldas.

Susordenes, mi sargento; disculpe, pero lo había tomado por el jefe de todos estos salvajes ¿Señoría éste? –añadió perplejo el cabo– ¡Vamos, no me joda! Por la pinta que gasta es lo más parecido a un perroflauta.

Restrepo tenía su particular ojo clínico para catalogar a los individuos y procedía con energía al dictado de su conciencia.


Una mesnada de concejales y servidores públicos recorrían una comarca de singular belleza. La zona parecía dejada de la mano de Dios pero había casas de comida y alojamientos decentes. Después de unos días donde se pusieron tibios de comer y beber, los servidores observaron que en la comarca entre los pobladores, sobre todo jóvenes, había excesivo retraso mental; en muchos casos con deformidad. Esto lo arreglaremos nosotros, que para eso somos servidores de la ciudadanía. A estas personas especiales hay que agruparlas y con la debida instrucción seguro que mejoran intelectualmente. Lo que subyacía detrás de esta frase tan rimbombante es que estos servidores vieron ocasión de sacar tajada creando un chiringuito…, es decir, una oenegé bien regada con dinero público para anotar al pesebre a familiares; y quien venga detrás que arree. Se organizaron pronto y uno de los concejales que tenía una empresa de autobuses se encargaría de trasladar a esta tropa especial. Otro de los servidores alquilaría un par de naves de su propiedad que una vez acondicionadas servirían de dormitorio. La intención no era mala, se trataba de encauzar a estos jóvenes con retraso para ser útiles a la sociedad. Pero los monitores estaban faltos de instrucción y atender, lo que se dice atender atendían a esta tropa lo justo. Empleaban a menudo el varapalo y tente tieso pero más de una vez los monitores tuvieron que escapar porque los discípulos eran muchos y gastaban malas pulgas. Bueno, por lo menos les daban condumio con cierta regularidad, los hacían bañarse aunque fuera en el río y gozaban de libertad por aquellos andurriales con actitud semisalvaje. También les ponían películas; la última era una de indios que asaltaban a una diligencia. Tomaron buena nota y por eso asaltaron a la ilustre comparsa de coches.

Falta aclarar quien manejaba la máquina para causar semejante estropicio; era Miguelín, joven cretino que les hacía gracia al personal de obras públicas y en un descuido se montaron Miguelín y dos más en la máquina con el resultado que sabemos.

El alto cargo una vez medio repuesto juró emprender acciones legales contra el cabo Restrepo, contra los de obras públicas, contra los educadores…, contra todo lo que se menea. Con todo y con eso el trastazo, el susto y los palos no se los quita nadie.

Lo que aprendieron el capitoste y sus guardaespaldas es que es mucho más peligroso un tonto que un malvado.


Vicente Galdeano Lobera 


domingo, 19 de mayo de 2024

Ms. Odalis O´Hara, coleccionista

 

Estaban Ms. Odalis O´Hara y doña Adela platicando de lo divino y de lo humano y salió a colación el asunto del coleccionismo.

—Yo me precio de ser coleccionista que es sinónimo de personas organizadas, cuidadosas y muy sensibles; o sea, como yo. De momento recopilo sellos y posavasos, pero mi afán es reunir “viruta” a mansalva para pegarme la vida padre –razonaba doña Adela.

— ¡Ay! Pues yo no veo prosperidad en un montón de serrín y limaduras; por ningún lado. Ahora, si lo de la vida padre es querer mantener descendencia, allá usted con su manía.

—Ms. Odalis, procure aprender bien el español, que si no, es imposible hablar con usted; no nos entendemos.

Sin dar el brazo a torcer, Ms. Odalis que no dominaba bien el idioma replicó muy airada que ella no perdía el tiempo en vulgaridades como el coleccionismo. Hala.

Cuando Ms. Odalis O´Hara recabó en España, quedó prendada de su clima, sus paisajes, su gastronomía, también de las maneras de los nativos; le gustó todo y decidió como primer paso perfeccionar el idioma. Cuando doña Odalis conoció a Manolo, torero de poca monta pero guapetón y con buena percha, quedó más hechizada aún. Se entendieron y su relación marchaba todo lo marchable que convenía hasta que un incidente la estorbó. Ms. Odalis era deportista, practicaba el golf y planteó muy en serio al Manolo que ella, un par de días a la semana, necesitaba su tiempo para golfear. El galán, al escuchar lo de golfear, comenzó a gritar, amenazar, insultar y si la cosa no llegó a más fue por que Ms. Odalis, viéndolas venir, escapó a tiempo. Ahí terminó todo. Está visto que el lenguaje tiene matices que conviene entender.

El siguiente acompañante de Ms. Odalis fue un negro retinto de buena complexión y cumplida alzada. Sintonizaron bien el Mamadú y la dama, que le agradaba la peculiar forma de hablar de esa raza; en el lecho, él cubría bien el expediente. A Ms. Odalis eso le agradaba más. Pero Mamadú tenía clara aversión al trabajo y pretendía ser mantenido. Neguito no tabajará nunca. Como sus ascendientes fueron esclavizados, neguito tené horror al tabajo. Esa costumbre se le hacía difícil de soportar a la Ms., claro. Para colmo, en una excursión que hicieron la pareja a una gruta de interés geológico, el negro, que como dijimos era retinto y, encima ese día llevaba gafas oscuras, puso en fuga a una pandilla de espeleólogos en prácticas que estaban estudiando la flora y fauna de la cueva. Cuando de las sombras surgió Mamadú, lo confundieron con un espectro y huyeron despavoridos; con los ruidos y la confusión se puso en movimiento una nube de murciélagos que estaban en su hábitat agarrados al techo. Estos bichos añadieron pánico a la fuga.

—Oiga, ¿y el monitor no les aclaró la cosa? –preguntó alguien.

—No, qué va; el monitor era el que más rápido escapaba.

— ¡Ah!

Intervino la Guardia Civil y, una vez aclarado el asunto, solo aconsejaron al negro que a ver si se acostumbra usted, al menos cuando haya penumbra, a circular sin gafas, con los ojos abiertos y sonriendo, hombre, para que se le vea y no espante al personal.

Ms. Odalis, harta ya, decidió pasar página con el negro. Y a otra cosa, mariposa.

Durante el intervalo de soltería, la Ms. se convirtió al catolicismo y acudía a menudo a la iglesia; daba gozo el verla lucir su garbo con mantilla española que tanto le favorecía. Lo cierto es que se hizo adicta de misa y comunión diaria. No se sabe de qué tratarían Ms. Odalis con su confesor, quizá ella sentía curiosidad por averiguar qué escondía la rigurosa sotana de tan santo varón. El resultado fue que mosen Clemente, el párroco, colgó los hábitos y se unió a Ms. Odalis O´Hara. En la pareja contrastaba la belleza de Ms. Odalis con el porte severo del excura, señor cincuentón, algo talludo que al comienzo de la relación se mostraba amable y muy servicial, incluso chistoso. Pero don Clemente, a pesar de las enseñanzas del seminario y de su edad demostró poca sabiduría y poco mundo; apareció el demonio de los celos, sacó su vena de redicho y de muy pelma. Consecuencia: al tiempo la relación acabó como el rosario de la aurora.

Está visto que Ms. Odalis O´Hara no aguanta bien la soledad. Después de una pausa reglamentaria tomó el relevo compañeril un maquinista de la Renfe, y luego –hay quien dice que a la vez– con un revisor también de Renfe. Posteriormente, Ms. Odalis O´Hara reconsideró la hora de reemplazar a los ferroviarios. Y más cuando comprobó que estos sujetos eran unos puteros de marca mayor.

A este paso, el día que Ms. Odalis se de un garbeo por los aeropuertos, seguro que la veremos acompañada con personajes de altos vuelos. Y no digamos nada de como a la dama le de por mariposear por los puertos marítimos o por destacamentos militares. De fijo que alborota el gallinero.

Sabido es que el tiempo pasa para todos, pero Ms. Odalis O´Hara, cercanos sus sesenta años, aún era admirada por su belleza, por su gracia, por su esmero en el vestir, por su gallarda figura, por sus andares airosos…, por su particular manera de expresarse; era, en suma, muy deseada. Decidió parar y buscar una relación estable, a poder ser, de alto nivel; que ya está bien.

Ms. Odalis no tardó en encontrar al de alto nivel. Don Ezequiel Vellosillo, militar retirado, tenía la cara tan arrugada que parecía que nunca había sonreído; era frío, de pocas palabras, de estatura normal y no muy gordo; pero tenía cierto atractivo que encandiló a Ms. Odalis O´Hara: estaba forrado, sencillamente. Ms. Odalis inició el protocolo de acercamiento, pero notó que el militar se hacía el sueco –don Ezequiel lo que temía es que la risa de semejante señora, que le atraía sobremanera, le volviera tonto–. Ella decidió atajar y lanzó los venados detrás de los perros: se le declaró. Don Ezequiel, nunca llegaba a exteriorizar sus sentimientos con palabras, pero sus ojos, uno con síndrome de párpado caído, hablaron por él. Y los ojos nunca mienten.

Ya en su país, Ms. Odalis O´Hara dejó en la estacada, por circunstancias que no vienen a cuento, a dos maridos. Eso, que se sepa. Si se añaden los encuentros y relaciones de aquí en España, con la experiencia adquirida, tendría buenos ingresos como asesora matrimonial.



Vicente Galdeano Lobera

19/05/2024

sábado, 6 de abril de 2024

Telesforo Gañarul Chiflo

 

Las formas de expresión de las personas se apoyan a menudo en muletillas; esta treta la suelen emplear sujetos por alargar su discurso o porque no tienen claro lo que quieren decir y para eso necesitan repetir palabras sin necesidad. También emplean estas muletillas para parecer eruditos, cuando no pasan de ser unos cargantes. Otra variedad de lenguaje es los que emplean sonidos onomatopéyicos al comienzo o final de una frase (como cacareos, gruñidos, chiflidos e incluso palabrotas), pero esto es más bien defecto del habla. Telesforo Gañarul pertenece al segundo grupo. Telesforo, de joven le tocó pasar grandes temporadas en el monte sin más compañía que el ganado que cuidaba. Sin contacto con nadie casi se olvidó de hablar y se comunicaba con las reses por medio de chiflidos, las ovejas le entendían bien; según la intensidad de los chiflidos sabían si venía garrotazo o no. El caso es que al pastor le quedó muy arraigada la costumbre y chiflaba al final de cada frase. Los de su aldea al principio se le pitorreaban, pero Gañarul gastaba malas pulgas y les quitó la costumbre a palos. Los del pueblo aprendieron pronto a no reírse de los chiflidos del pastor, claro.

Cuando llamaron a Gañarul para el servicio militar la cosa cambió; no sabemos si para bien o para mal pero cambió; con tanto chiflido y tanta ostia, Telesforo tenía mosqueado a toda plantilla de jefes, con resultado que al pastor lo arrestaban y no salía de cocinas o de cuadras. Gañarul, se adaptaba con rapidez a la situación y en cocinas se hartaba de comer y beber y en cuadras, acostumbrado a bregar con bestias, estaba en su salsa y se nombró a sí mismo Jefe Caballerizas. El caso es que mantenía el establo –entre chiflidos y garrotazos a los mulos– limpio como la patena y los jefes lo dejaban a su aire.

Se incorporó al acuartelamiento el brigada Casaprima –hombre muy ordenancista que aspiraba a ser teniente y no superó las pruebas–; al pasar junto al establo y oír juramentos, chiflidos, relinchos y golpetazos entró de sopetón a ver qué coño pasa aquí con tanta escandalera. La presencia del brigada era obligatorio anunciarla el soldado de cuadra: ¡Escuadrón, fuera gorros! A sus órdenes, mi brigada; pero Telesforo estaba ocupado en disciplinar a un mulo que había osado salirse del redil y pasando de formalidades continuó chiflando y arreando estopa al bicho. El brigada, al verse ignorado, amonestó con furia al soldado y le dijo eso de que le voy a meter un paquete para ver si así aprende usted a respetar a un superior; Chiflo, se hizo el sordo con lo de la amonestación y confundió –o hizo como que se confundió– a Casaprima con otro mulo y, entre chiflidos, también lo repasó de recio a fustazos.

Al Telesforo le recetaron una buena temporada de calabozo, pero con tanto chiflido y juramento tenía mareados a la guardia y al comandante puesto. Decidieron llevarlo al tribunal médico, a ver qué ostias le pasa a éste y lo calman. Aunque sea a tortas. Los médicos, viendo el percal, le dijeron algo así como: soldado Telesforo Gañarul Chiflo, agarre usted el montante y márchese a chiflar a la vía, que aquí está de más ¡¡Humo!!

Ya en su pueblo, al Telesforo –después de algunos altercados con forasteros para que entendieran bien eso de los chiflidos–, por mediación del párroco don Cosme, con revisión facultativa, le diagnosticaron cierto síndrome y, con la terapia adecuada, lograron suavizar lo de los chiflidos que quedó en un silbidito suave al final de cada expresión. El Chiflo, con su fisonomía de cara estrecha, nariz picuda, y ojos juntos, gastaba aire de raposo, pero de un raposo sin malicia que, junto a lo del silbido, caía casi simpático al paisanaje; además, gracias a la terapia, amplió su léxico para conversar con cierta fluidez. Complementada con el silbidito suave, claro.

Telesforo Gañarul Chiflo matrimonió con la Jacinta, la del horno, bien compenetrados y trabajando con tesón sentaron plaza como panaderos mayores de la comarca.


Vicente Galdeano Lobera


viernes, 1 de marzo de 2024

Motorolos

 

Desde que pillaron a un diputado del ejecutivo, hablando por el Motorola en un viaje a la Expo de Sevilla, allá por los años 90 –lo pillaron a 180 Km hora y no le hicieron nada, claro: usted no sabe con quién está hablando–, el auge de los celulares ha sido imparable. A su vez, desde entonces, estos motorolos han proliferado como hongos. Como en todos lados, en estas especies los hay tontos de distinta intensidad; pero más bien alta.

Comenzó enseguida la cosa con algunos fulanos que, para darse fuste, pagan a terceros para que cuando tienen una cita les llamen al móvil y demostrar así su importancia ante su dama: disculpa, pero está visto que en según que negocios soy imprescindible, muñeca.

Presencié en una ocasión a un concejal de urbanismo, bajar del coche oficial con el celular pegado a la oreja, y adentrarse a supervisar una obra; entró sin casi saludar, solo atento a su conversación –que trataba de en qué restaurante comería hoy con un acólito–, sin mirar a ningún lado ni hacer caso a los gritos de aviso de los operarios, y se metió casi hasta las rodillas en una lechada de hormigón recién echado.

Quién no ha visto por la calle algún fulano gritando solo y con gestos furiosos agitando los brazos arriba y abajo. A éste habría que encerrarlo, piensas –hasta que notas los dispositivos inalámbricos del móvil–; a éste, en otros tiempos, lo más probable es que lo emplumara la Guardia Civil por escandaloso y falto de urbanidad. Vi a uno de éstos que marchan hablando solos sin mirar, me dio un ramalazo de maldad y decidí interrumpir su trayectoria y escarmentarlo: puse un armatoste en medio y me volví de espaldas. El fulano tropezó con el bulto y se cayó de morros cuan largo era. Se levantó como un rayo y, sin disculparse, agarró las de Villadiego. No me dio tiempo ni a decirle que mire por dónde camina, que parece usted tonto.

Otras situaciones que se dan bastante con estos sujetos es en los restaurantes; aunque no quieras, si se sientan cerca, te tienes que tragar –dichas en voz alta–, sus aventuras, desventuras, exageraciones y estupideces varias que para nada habías calculado el soportar. No queda otra. A no ser que te largues, claro.

Estábamos dos amigos en un mesón cuando entró una pareja a comer, él con el móvil en la oreja hablando fuerte. Eran de mediana edad, el motorolo tenía una pinta bruto que tiraba de espaldas, pero con la pretensión de pasar por fino, y gastaba actitud de ejecutivo importante; verás cómo nos toca premio, comentamos. Efectivamente, se sentaron en la mesa de al lado. Gracias a la cercanía nos pudimos enterar, entre otras cosas, que su furgoneta –fregoneta, decía él– estaba para el arrastre, y que si la quería arreglar tenía que soltar un pastón; véndela si puedes –añadieron. A su vez llamó un comprador interesado en el furgón: mire usté, la fregoneta está a toda prueba, un verdadero chollo. Le doy mi palabra de que está impecable, y además se la vendo barata. Se pasó el colega amenizando toda la comida con el celular pegado al oído ignorando a la compañera que estaba con cara de póquer. Por cierto, la chica, ya a los postres se levantó de la mesa –el motorolo ni se enteró–, como aquel que va al baño, y ya no regresó. Junto con la cuenta, el camarero dejó una nota escrita por ella: Hasta luego, Lucas; no me esperes ni me busques. A ver si así aprendes, al menos a la hora de comer, a apagar el teléfono, a encender la charla y a no hacer el bobo. Se conoce que la muchacha estaba más que harta.

Batallar contra esta plaga es harto difícil; cual especie invasora se ha colado por todos espacios comunes. No sólo en el bus, el tranvía, los vagones de tren…, sino en lugares más evocadores como estaciones y aeropuertos donde, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta, toca despedir a seres muy queridos que el destino los manda lejos. Pero, bueno, el progreso es el progreso y hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Incluso en impertinencia.



Vicente Galdeano Lobera


martes, 20 de febrero de 2024

Sir Josefo Flanagan

 

Sir Josefo Flanagan, ya desde pequeño demostró una clara afición al ámbito castrense; incorporado al ejército, no perdía ocasión de lucir uniformes de las distintas armas. Claro, al ser de alta alcurnia se libraba de los penosos servicios de cuadra, de guardias y demás impertinencias de la milicia. Al cumplir la edad reglamentaria, sir Josefo Flanagan se decidió por jugar a marineritos…, digo, se inclinó por hacerse marino. Se aplicó el cuento y en los exámenes de ingreso sacó buena nota. Una vez en la Escuela Naval, sir Josefo Flanagan fijará su residencia fuera de la propia Escuela, sin convivencia con sus compañeros, sino en un palacete cedido por un noble del lugar. Allí sir Josefo Flanagan vive rodeado de seis ayudantes a su servicio. En los días siguientes el gobernador civil y otras autoridades le ofrecen a sir Josefo Flanagan una recepción que le explica al infante, más o menos: Mientras os dignéis, sire, permanecer en esta ciudad, honrándonos tanto, vuestra alta personalidad será sagrada y, como tal, atendida. Unos meses después, pese a su carácter sagrado, tan alta personalidad tendrá que escapar por patas procurando por todos medios no ser reconocido. Son cosas de los cambios bruscos de régimen, el discurso suele cambiar también. Con brusquedad.

Menos mal que el progenitor de sir Josefo Flanagan, había escapado días antes y como cualquier gobernante que se precie, había acumulado riquezas fuera del país como para vivir a todo trapo tres generaciones. Queridas incluidas.

A raíz de otro cambio de régimen, le abrieron la veda y sir Josefo Flanagan pudo regresar a su país. Habían pasado más de cuarenta años. Ya aposentado, a sir Josefo Flanagan le entró vocación de reformar el mundo; pero se dio cuenta de que quien mucho abarca poco aprieta y se decidió por reformar su patria. Al ver que no le respondían las fuerzas para semejante empresa decidió reformar su estatus; por algo hay que empezar, lo de la patria que espere. En el exilio, sir Josefo Flanagan se pegó la vida padre –gracias a los millones evadidos por su padre cuando escapó– pero ya en su patria, acogiéndose a la costumbre, se propuso y lo consiguió, pegarse la vida padre y muy señor mío. Todo dios le bailaba el agua, una cohorte de dirigentes, periodistas y espoliques se encargaban de trocar las muchas torpezas del sir y presentarlas como grandes aciertos; como por ejemplo la venta de un palacio que le regalaron a su padre –el que escapó en plan correcaminos bien forrado, como se dijo– por cuestación popular. Para revertir dicho palacio al municipio, el consistorio tuvo que pagar a sir Josefo Flanagan una caterva de millones.

Sir Josefo Flanagan recordaba con nostalgia su afición juvenil: ser marino de guerra; afición que tuvo que renunciar cuando salió por patas. Este detalle de renuncia le vino bien al sir para presentarse con una vida llena de renuncias y sacrificios para con su patria. A partir de ahí a sir Josefo Flanagan comenzaron a nombrarlo como el muy patriota. Hubo algún somarda que dejó caer eso de: qué bonito es ser patriota con los bolsillos bien llenos, cubierta la retirada, por si luego vienen mal dadas, y hay que escapar bien lejos. Así cualquiera es patriota. Como pago a estos sacrificios el gobierno nombró a sir Josefo Flanagan almirante de la Armada. Envanecido con este nombramiento, sir Josefo Flanagan se procuró para lucirlos buen número de uniformes y condecoraciones –lo malo es que con su figura los sastres tenían que hacer maravillas; con los años, sir Josefo Flanagan se había convertido en un gordo inmenso, que unidos la papada y el pestorejo parecía que una bandeja sostuviera una cabeza sobre su corpachón redondo. Su figura empeoraba cuando sir Josefo, en plan deportivo lucía calzón corto. Entonces espantaba no solo a los pájaros, espantaba a todo bicho viviente–. También faroleaba con términos marineros aprendidos en su corta estancia en la Escuela Naval: proa, popa, babor, estribor, sotavento, barlovento…, aunque no entendía bien su significado –es igual, ya aprenderé; y si no, tengo espoliques a mi servicio que me sacarán de apuros–. Hay que reconocer que sir Josefo Flanagan en su día conjugó alguna frase de su cosecha, como: esto va viento en popa. Le entró afición desmesurada por la marinería y se embarcó en un buque escuela a recorrer mares y países del mundo mundial, con barra libre para gorronear con presupuesto del estado. Por que yo lo valgo y lo merezco. Asímismo fue repatriando a familiares fallecidos en el exilio –que también ejercieron de vividores– para inhumarlos en la patria. Personas influyentes se arrimaron a sir Josefo Flanagan, incluso un banquero con título de doctor honoris causa.

—Será para instruirlo en ingeniería financiera. Lo digo por los continuos viajes que hace el sir a Suiza –dijo alguien.

—No, qué va; lo que pasa es que ese banquero, amén de altruista, le tiene mucho aprecio al sir y pasan el rato jugando al parchís, a la oca…, incluso a los chinos. En cuanto a los viajes a Suiza, sir Josefo Flanagan, como glotón que es, va a proveerse de chocolate y quesos, que los de Suiza llevan fama mundial.

— ¡Ah…!

También protagonizaba el sir hazañas que era harto difícil el presentarlas como buenas. Estos episodios no convenía airearlos, pero siempre trascendía alguno. Mostraremos un par.

En un puerto deportivo de la Costa Azul, se habían puesto tibios de comer y beber sir Josefo Flanagan y compañía. A la hora de retirarse iba el sir a entrar en su coche aparcado junto al mar; estaba el conductor sujetando la puerta, gorra en mano en actitud de respeto. Sir Josefo Flanagan no es seguro que estuviera borracho, pero por los traspiés que daba lo parecía.

— ¡Aivadeai…! Que conduzco yo –le dijo el sir al chófer

´ —Disculpe, sir, veo que Vuestra Señoría no va en condiciones de conducir….

¡Aivadeai hi dicho! ¡Y no me gusta repetir las cosas!

El chófer porfió intentando impedir que el sir condujera. Pero el mosqueo de Su Señoría fue en aumento que hasta sacó su vena cuartelera y recetó al conductor una semana de cuadras ¡Así aprenderá! Sir Josefo Flanagan se puso al volante del buga y se conoce que entre el mosqueo y el principio de pedal que llevaba, en vez de poner la primera puso la marcha atrás, aceleró y el coche partió como un rayo directico al mar, con el impulso pasó por encima del bordillo que hacía de parapeto y le faltó el canto de un duro que no se capuzó en el agua. Quedó el coche balanceando en un me caigo no me caigo; sin la pronta actuación de sus quince guardaespaldas la cosa hubiera sido dramática. Eso sí, sir Josefo Flanagan se llevó tal susto que hasta se le pasó el pedal. De golpe.

Otra proeza del sir digna de mención fue una jornada de caza. Convidado junto a otras personalidades a una montería, sir Josefo Flanagan acudió a la cita debidamente ataviado con atuendo de camuflaje, calzado adecuado y tocado con un gorro de piel de mapache con rabo y todo, como mandan los cánones. Ya metidos en harina, el sir vislumbró una res, quizá un corzo, a cierta distancia junto a una loma con abundantes arbustos. Vio oportunidad de lucirse y decidió que ese trofeo sería para él.

— ¡Dejarme solo! Que me basto para cobrar esa pieza sin ayuda.

Pero Señoría, conviene que le acompañemos, hay mucho jabalí y si alguno está herido es muy peligroso…

¡Que me dejís solo, hi dicho…!

Los otros, sabedores de cómo las gastaba el sir, no porfiaron. Sir Josefo Flanagan, carabina en ristre emprendió la marcha con mucho ánimo, pero enseguida ralentizó el paso porque se dio cuenta que estaba desprotegido y su orgullo le impidió pedir ayuda. El caso es que andaba con excesivo sigilo mirando para todos lados; como si le fueran a atacar una manada lobos, vamos. Los otros contenían la risa como podían. Al llegar en un claro de los matorrales allí estaba el corzo comiendo en las manos de un transeúnte que merodeaba de continuo por esos lares y tenía viciada a la res que confiaba plenamente en él. Sir Josefo Flanagan, viendo la presa a tiro iba a disparar cuando tropezó con algo y se pegó tal morrazo contra el suelo que de la carabina, al tener el dedo en el gatillo, salió un disparo que le fue por los pelos no le arreara al transeúnte. Con el susto del disparo el corzo salió despavorido, de un salto cruzó un riachuelo y desapareció entre la maleza. La reacción del hombre, al ver que habían espantado a la niña de sus ojos –después de aventar la carabina del sir al arroyo–, fue que con una vara de fresno le midió bien medidas las costillas al sir –que comenzó a gritar pidiendo auxilio–. A pesar de la granizada de palos que recibió sir Josefo Flanagan, su aparato locomotor estaba intacto. Parecía imposible que tan enorme corpachón escapara con la agilidad de un gamo.

Está visto y comprobado que la estupidez, lo mismo que la inteligencia, no conoce rangos sociales; afecta lo mismo a las clases dirigentes que a las clases medias. Incluso a los peones camineros.



Vicente Galdeano Lobera.