—Espero que no le sepa malo, don Efrén, pero nuestra querida doña Edelmira, tiene un allegado escritor, de los que escriben dos o tres libros al año, y le ha comentado que los relatos de usted son flojos tirando a malos. Y aún añadió que no será usted nunca nada. Yo, mi caro amigo, ni pongo ni quito nada, tal como me dijeron lo digo; le puedo aclarar que a mi, personalmente, sus escritos me gustan, pero como no entiendo, siempre me guío por las opiniones de expertos, que son los que saben.
Quien esto decía era don Florián, que seguía postrado en la cama de un hospital restableciéndose de una enfermedad que casi lo lleva al otro barrio. Yo lo visitaba con frecuencia para hacerle más llevadera su convalecencia. Señal inequívoca de su buena recuperación, es cuando este hombre comenzaba a incordiar.
—Gracias por los ánimos que usted me da, buen señor, y, sobre todo, por abrirme los ojos; sólo tengo setenta años y hace poco que comencé a escribir, quizá cuando sea mayor aprenda. Por otra parte, el allegado de nuestra Edelmira, seguramente tendrá razón: no seré nunca nada, lo que pasa es que yo nunca me planteé, ni de lejos, el ser algo. Agradezco su sinceridad, don Florián ¡Así me gustan los amigos! ¡Que no tengan pelos en la lengua!
Al publicar mi primera novela, que no tuvo mala aceptación, más de lo mismo; don Florián, ya fuera del hospital, dijo que le gustó muchísimo, desde el comienzo al final es continua la carcajada que provoca, pero que echaré mano de la autorizada opinión de algún experimentado en literatura y después le digo, don Efrén, ya sabe usted que yo de estas cosas no entiendo. Está visto que don Florián solo entiende de tocar los cojones, pero a modo. Qué le vamos a hacer.
—Agradezco su atención, don Florián. Esperaré el veredicto de su experto como agua de mayo. Tengo la certeza que consultará usted con algún prosista de peso que analizará la obra con imparcialidad y debida atención. Bueno, espero que el especialista consultado no sea algún mimdungui de su cuadrilla. Lo considero a usted muy sensato y seguro que se dirigirá al “de peso”.
Es curiosa la falta de criterio de algunas personas, siempre tienden a echar mano de terceros para cualquier veredicto; quizá empleen esta actitud para hacerse los interesantes. Aunque no creo que cuando elijan novia, les pidan parecer, con tanteo incluido, a otros. Estas personas no es seguro que sean conscientes de sus titubeos, pero lo cierto es que siempre sacan peros de cualquier actividad que muestres; como música, viajes, geografía…, esos peros los utilizan siempre con intención de hacerte de menos. En mi pueblo, que somos muy brutos, a estas actitudes la llamamos pelusilla. Estas maneras vienen acompañadas de cuando a estos florianes les presentas a tus amistades, intentan por todos medios hacerse amiguísimos de tus amigos. No les suele salir bien, claro.
Otra faceta de estos personajes suele ser el farolear más de la cuenta –para eso no necesitan asesores–; farolean de la buena mesa que se gasta en su casa, de sus aciertos financieros, de su vehículo y su pericia para batir marcas en sus viajes (sin disfrutar del paisaje, claro), y, sobre todo, de su fogosidad en la cama. Pararemos cuenta en esto último. Este don Florián que era de posibles, dicharachero y muy ocurrente andaba siempre ennoviado; siempre presumía de su potencia viril, y más cuando barruntó que un vecino adolecía de impotencia. Armaba este don Florián cada barullo que allí, sobre un somier metálico, se adivinaba un desenfreno sexual superior; todo para dar dentera al vecino, que andaban picados. Al ser los tabiques finos se enteraban la vecindad de sus hazañas y alcanzó cierta fama de castigador, todo hay que decirlo. Lo que pasa es que en la vecindad había una tal doña Carmelina, mujer fea como un trueno, abultada como un tonel y con los ojos saltones de tanto espiar sin luz –esta señora vigilaba como un gato cualquier movimiento de la finca, día y noche–, que a pesar de su envergadura tenía un hablar delgado, y lo que decía, lo decía con vocecita delgada:
—Oiga don Florián, ya sabemos de sus conquistas, pero anteayer estaba usted solo y también armó un alboroto de padre y muy señor mío. No se de qué va usted –lo decía con suavidad, pero la doña tiraba a dar.
—Mire, doña Carmelina, vamos a llevarnos bien; a usted no le importa nada lo que hago y deshago yo en mi casa ¿Estamos? ¡Pues, eso!
Mosqueado don Florián, le entró puntillo y para escarmentar a la espía, le pasó por los morros a su nueva conquista, doña Lola, se llamaba; era esta mujer una jamona algo vulgar y de pechos algo caídos pero de caderas y nalgas de amplio contorno, y de cintura casi igual; en báscula no bajaría de las ocho arrobas.
Para manejar a semejante hembra, don Florián había tomado reconstituyentes como para contentar a la mujer seis veces en una noche. Con este ánimo, una vez en la alcoba, don Florián, casi sin desvestirse y con apremio de semental comenzó a cabalgar a doña Lola, pero los reconstituyentes no hicieron el efecto esperado para enderezar y engrandecer la esmirriada natura que le nace bajo la panza. No se daba por vencido el galán y comenzó a porfiar y a manosear las tetas de doña Lola que recostada con las manos bajo su cabeza soporta con infinita paciencia su disimulado fastidio. Continuó este número buen rato y… nada, que no hay manera, el pajarito no se levantó. Doña Lola, para templar gaitas, le dijo eso de: tranquilo, Florián, sabes que te quiero y mi deseo es complacerte en todo, pero será mejor dejarlo, está visto que no tienes el cuerpo de jota; ya se levantará el pajarito, ya se levantará otro rato.
— ¡¡Mira, Lola, mi deseo es taladrarte y matarte a polvos como a las cucarachas, ese es mi deseo!! –grita don Florián colérico que no soporta su gatillazo.
Dada la envergadura de los contendientes no es seguro que practicaran el salto del tigre, pero todo podría ser. El caso es que en la escaramuza cayó el crucifijo de alabastro que presidía el lecho, con tan mala suerte que le dio de lleno en el rostro de don Florián. La sarta de reniegos y juramentos que salieron por boca del galán solo eran comparables a las carcajadas emitidas por la galana; menos mal que la galana se calmó y echó mano de eso de que mira Florián, con estos ruidos y voces estamos divirtiendo a la vecindad y luego nos llevarán entre lenguas. Después reparó en el trastazo que recibió el galanteador y, muy solícita, le puso apósitos y trozos de hielo para evitar la hinchazón. Con todo y con eso, al día siguiente apareció don Florián con un ojo a la virulé y la nariz como una berenjena.
—Vaya, vaya, don Florián, veo que perdemos puntos…, mi consejo es que se busque una hembra menos fogosa, que usted no está para muchos trotes –le advirtió muy suave la vecina con voz delgadita; esta señora no perdía ripio.
Vicente Galdeano Lobera.
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