Érase una vez una niña que vivía en un antiguo reino casi encantado. Esta niña, que era propiamente un encanto, de un día para otro se había vuelto hermosa, muy hermosa; se convirtió en una belleza de regular estatura con tez blanca salpicada con algunas pecas en el rostro que enmarcado con cabellos oscuros contrastaba con su blancura. A pesar de sus ropajes, se adivinaban unas hechuras de muñeca que invitaban a fantasear hasta los admiradores más retraídos. El caso es que la niña, Clara era su nombre, atraía a todo tipo de hombres que acudían a ella como un toro a un trapo rojo.
Clara pertenecía a una familia, cuyo señor padre, hombre instruido, ejercía de camarlengo en palacio; no tenían mal pasar por tanto. Tanto Clara como su hermano aspiraban a un puesto similar a su señor padre. Para lograr lo dicho, este señor padre se había ocupado de adiestrar bien a su esposa e hijos, consiguiendo dotar a su prole con un coeficiente intelectual alto. Formaba esta familia algo así como una liga de la decencia y sabiduría.
La belleza de la culta Clara traspasó pronto los límites de la comarca y, claro, no tardaron en peregrinar para mostrar pleitesía a tan singular dama una barahúnda de buhoneros, sablistas, labriegos, mozos de cuadra, esquiladores y fulanos de muy distinto pelaje. Incluso algunos ocupados palaciegos como paneteros, espoliques y pelaires se acercaron también por ver si sonaba la flauta. Clara desdeñaba sin disimulo a toda esta tropa de desastrados, pero ante la insistencia de algunos, no tuvo más remedio que azuzar a los perros… digo, a los esbirros de palacio –que obedecían a Clara como perros–, que administraban a los porfiadores muy severas tandas de palos. Hay que ver lo que es capaz de soportar un macho para atraer la atención de una hembra exigente. Como quien no quiere la cosa, la fama, la belleza y la prestancia de la niña crecía, asimismo los aspirantes a su mano subían de grado; ricoshombres, nobles venidos a menos (incluso a más) y altas dignidades de palacio la mosconeaban. También algún clérigo, en confesión, tanteó el terreno por ver si la moza cedía. No, rechazo puro y duro: vuesa merced no alcanza, ni de lejos, la sabiduría de mi señor padre, contestaba la bella.
Se organizaron torneos entre caballeros con intención de impresionar a la dama; aunque las armas eran simuladas, más de un noble terminó descalabrado a causa del tozolón seguido al encontronazo con el contrario. El ganador acudía a postrarse a los pies de Clara, pero recibía como mucho un pestañeo seguido de mirada prometedora, pero también de un jarro de agua fría: Agradezco vuestro esfuerzo, señor caballero, pero mi señor padre es más bravo guerrero que vos. En las celebraciones de la villa acudían trovadores que recitaban a los mejores poetas y entonaban las mejores cántigas con clara intención de impresionar y rendir a Clara. Nada, lo único que sacaban era una sonrisa provocadora que los encendía, pero sin pasar de ahí. Bueno, sacaban el consabido estribillo: vuesa merced recitáis y cantáis muy bien, muchas gracias, pero mi señor padre es mejor trovador; eso por no hablar de mi señor hermano que es autor y declamador de superior fuste que vos. Os aconsejo que aprendáis. Lo cierto es que su señor padre era una eminencia, en todos campos; en literatura, música, artes marciales, estrategias y demás causas habidas y por haber. Y el hermano no le iba a la zaga; incluso ella misma era eminencia también. Ya hemos advertido que toda familia era de alta inteligencia. Casi se podría afirmar que Clara estaba enamorada de su señor padre. Los pretendientes, desengañados comprobaron que en la familia no se movía una hoja sin el visto bueno del señor padre; había poco que rascar, por tanto.
El tiempo fue pasando y pasando, y Clara, cuya belleza no mermaba, seguía espantando pretendientes. Hasta su señor padre deseaba ver a la niña de sus ojos emparejada ¡De una vez por todas! ¡Que ya está bien!
—Aún no he encontrado al hombre que se asemeje a vos, señor padre –contestaba Clara.
—Pues a este paso sólo te queda matrimoniar con Dios, hija mía.
—Pero es que no tengo vocación, no valgo para encerrarme en vida, mi querido señor padre.
Hacía tiempo que merodeaba a la bella un hidalgo de gotera algo venido a menos, pero con clara influencia aún en la corte, don Nuño García de Gorriat se llamaba y llevaba fama de ser astuto como una bandada cuervos. Era este noble casado, un tanto barrigudo –señal inequívoca de abundancia en su casa–, con bigotes aseados y cierto atildamiento en indumentaria; había olfateado la intención de Clara de peregrinar a un santuario distante a varias jornadas del lugar. No estaba claro si la niña iba al santuario por devoción, acción de gracias, por piedad o por darse fuste. A don Nuño le daba igual el motivo, pero vio ocasión pintiparada para congeniar junto a la bella el tiempo de peregrinación; ofrezco a vuesa merced serviros de cicerone, daros buena conversación y compañía y al mismo tiempo protegeros de los peligros que conlleva semejante viaje. Si vos lo tenéis a bien, bella dama, nos servirá y acompañará mi escudero Bartolomé. Continuó el noble envolviéndola con palabrería galante, que en nada se parecía a los torpes requiebros de los patanes locales, dando a entender que su ofrecimiento encerraba el más estricto sentido altruista y platónico; es decir, sin derecho a roce. Ante el silencio de la bella, aún añadió el señor de Gorriat que tenía influencia más que de sobra para ofrecer empleo en la corte para ella y su señor hermano.
Clara, ante semejante proposición se mostró indignadísima; era merecedora de un protocolo de acercamiento más refinado, más cortés, más romántico… despachó al galán con cajas destempladas. Pero al recapacitar sobre lo ofrecido, su indignación se evaporó pronto. El pesebre es el pesebre.
La niña, cómo no, consultó el caso con su señor padre, que a su vez se le puso la mosca detrás de la oreja. Pero también recapacitó y calculó que ¡Quién sabe…! ¡Puede que en la peregrinación se prendara de Clara algún conde y la pidiera en matrimonio!
Avisado, el galán acudió raudo a postrarse a los pies de la bella. Clara, después de agradecer el ofrecimiento a don Nuño, mostró su disposición de viajar juntos. El señor de Gorriat no cabía en su alborozo; se dejó caer con laboriosas genuflexiones sobre el suelo mojado con la mirada fija en Clara. Quedaron que partirían al día siguiente. Lo malo es que la bella, una vez que se había mojado bien el galán, dijo eso de: supongo, don Nuño, que con la reverencia y respeto que mostráis a mi persona, no os importará la compañía de mi señor padre…
— ¡Ah…! –El noble pegó un respingo– Disculpad, mi señora, pero me he dejado las riendas de mis corceles encima del piano… digo, encima del clavicordio (en aquel tiempo no había pianos) que está en mi heredad a unas leguas de aquí. En unos días partimos; quedad con Dios.
La bella, amén de remilgada, no era tonta; trató de disimular su decepción, e intentó sonreír, pero esta vez la sonrisa se trocó por una mueca fea y triste. De intención fallida.
No siempre se comen perdices.
Vicente Galdeano Lobera
Y
ResponderEliminarCierto, no por mucho buscar…. Se comen siempre perdices
La felicidad está en el camino de cada cosa que hacemos
No existe la felicidad idílica y fantasiosa q ella buscaba
Un placer leerte siempre, Vicente!
La niña, buscar, lo que se dice buscar, no buscaba nada; enamorada de su señor padre quería nadar y guardar la ropa. Y eso es difícil.
EliminarMuchas gracias por tu comentario y por leerme, Laura. Un beso.