Me llamo Adela, soy maestra, y esta vez me ha tocado capear el
temporal en una comarca muy apartada, donde me ha destinado el
Ministerio de Cultura.
Al llegar el autobús estaba esperándome el secretario del concejo;
me dio la bienvenida y me acompañó a mi alojamiento. En el corto
trayecto pude observar la pobreza del pueblo, las calles sin
pavimentar y con rastro del paso continuo de ganado, costumbre
insalubre pero muy arraigada en zonas rurales. También me sentí
observada como cuando tasan una res en la lonja; me miraba todo dios
sin ningún disimulo. Aunque me incomodaba, no le di mucha
importancia; es actitud propia de aldeanos simples. Procuré salir
del paso dando los buenos días con naturalidad a mis nuevos vecinos.
“Haga lo que haga, me criticarán igual” –pensé.
Estamos en 1955. En la escuela tendré que guardar las formas
vigentes. En actos protocolarios no me significaré hacia ningún
lado; haré lo que pueda para no dejar de ser “yo”. En mi trabajo
lo que no voy a hacer nunca es adoctrinar. Sólo enseñar a mis
alumnos; instruirles en lo posible para que usen criterio propio y
separen el grano de la paja. Les recomendaré buenos libros para
intentar crearles hábito de lectura. Con la literatura recorrerán
mundo y experimentarán muy variadas situaciones sin salir del
pueblo; espero que aprendan. No quiero que se conviertan en esas
personas que insisten en ver las cosas de una sola manera, como si
llevaran orejeras igual que borricos.
Intentaré también explicarles que la sociedad, a pesar de políticos
y gobernantes, siempre suele tirar para adelante; y que, mande quien
mande, se acostumbren a que los palos y miserias los cargan siempre
los mismos. Y jamás se ha exigido responsabilidad a ningún rey o
mandatario; y cuidado que los ha habido torpes. Y ladrones. Esto se
ve claramente mirando un poco la Historia. Por el momento no se
vislumbra cambio.
Han pasado unos meses y con relativa facilidad voy cumpliendo los
objetivos previstos, el alumnado y sus familias me aprecian; en mi
hospedaje nunca faltan frutas, huevos, productos de la matacía…
raro es el día que no me obsequian. Al ser aficionada a las
costura, conocí a Adoración, que enseña en su casa a coser a
mujeres y organizan tertulia y café. Cambiando confidencias,
Adoración se sinceró conmigo, contándome cómo mataron a su padre
al terminar la guerra; dijo donde estaba enterrado con otros; deseaba
inhumarlo en sepultura decente. Pero no se atrevía a remover el
asunto por temor a represalias.
Me decidí. Eso no estaba bien. Me dirigí al párroco con la
pretensión de que me concediera ayuda y consejo bajo secreto de
confesión. No fue así. Actuó de acusica; me destituyeron
fulminantemente.
El día del relevo, la nueva maestra se negó a saludarme; debía
llevar las orejeras puestas.
En mi partida, por lo menos me llevé buen sabor de boca; comprobé
el reconocimiento de unas gentes sencillas y de muy buen corazón.
Apiñadas en la parada y cortando el paso, el coche de línea tuvo
dificultades para reanudar la marcha; abrió camino la Guardia Civil.
Vicente
Galdeano Lobera.
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